Encuentro con las monjas de Iesu Communio en su convento de La Aguilera Sister Act en el corazón de la Ribera del Duero
(José Manuel Vidal).- A mediados de julio, de camino a Burgos, para participar como ponente en un curso de verano sobre el Papa Francisco organizado por la Facultad de Teología, pasé por La Aguilera. Allí está la sede central de Iesu Communio, una de las instituciones religiosas más jóvenes y florecientes del país. Son las monjas azules o las monjas vaqueras, fundadas por la madre Verónica Berzosa. Un fenómeno de florecimiento inaudito en medio del invierno vocacional generalizado. ¿Cuál es su secreto?
Me picaba la curiosidad por conocer el lugar y, sobre todo, a las monjas de La Aguilera. A las 10 de la mañana, el pueblo es un oasis de paz en medio de los viñedos de la denominación Ribera del Duero. La suave brisa mece las hojas de los chopos de la enorme explanada (con campo de fútbol incluido) que rodea al convento. Hasta los árboles parecen rezar.
Aquí se alza el convento de San Pedro Regalado, edificado en 1404 por Pedro de Villacreces. Pedro Regalado llega al eremitorio con sólo 14 años. Se establece en él y levanta un monasterio, conocido en toda la comarca por su dedicación a los más pobres. Muere en 1456 con fama de santo. Entre otras cosas se le atribuye el don de la bilocación o el de amansar a un toro bravo que huía del coso de Valladolid. Por eso, es el patrono de los toreros.
Con fama de sabio y santo, a sus pies corrieron a postrarse los grandes de la época. Desde el todopoderosos cardenal Cisneros hasta Isabel la Católica, que, ante la puerta del monasterio, advertía a su séquito: "Entrad quedo, que pisáis sobre huesos de santos".
Adosado al edificio histórico, un moderno y amplio complejo, financiado por Iberdrola, como reza una placa. En la puerta nos esperan dos monjas. Con su hábito de tela azul vaquera, su cíngulo blanco y su toca azul celeste. Reciben con su sempiterna sonrisa a un grupo de gente joven que viene de Madrid, al que me uno.
Entramos en una amplia explanada bien acondicionada, subimos una escalera y llegamos a un anfiteatro redondo, luminoso y acristalado. Y de pronto, a través de las enormes cristaleras, el primer impacto: Una escena de Sister Act en pleno corazón de la región del Duero.
De pie, más de doscientas monjas (después nos dirán que son 219, sin contar las que viven en Lerma), casi todas jovencísimas (algunas parecen crías), nos reciben con un bello canto a Cristo, al ritmo de las guitarras, mientras escenifican la letra con graciosos movimientos de manos y brazos. Impresiona mirarlas.
Impacta, de entrada, ver tantas monjas juntas. A mi lado, una señora exclama: "Y qué guapas son todas". Son tantas, tan iguales y tan distintas. Los hábitos las uniformizan. Con pequeñas diferencias de tocas blancas y azules. Y, por supuesto, con rostros diferentes. De todo tipo y expresión. Rostros de mujeres jóvenes y maduras (y un par de ancianas) desde guapísimas a guapas, pasando por otros más normales.

Escapadas de un cuadro de Murillo
El conjunto parece un cuadro de Murillo. Con cientos de mujeres-ángeles, que cantan y sonríen sin parar. Y miran a la gente que va entrando con gestos de bienvenida y con ganas de transmitirles lo que ellas parecen sentir: que Dios nos puede hacer felices, como las hace felices a ellas. Es todo tan encantador y tan perfecto, que suena a irreal.
El anfiteatro redondo está dispuesto en dos bancadas en forma de gradas frente a frente. Una para las monjas, que la llenan por completo. Las más jovencitas, las postulantes, están sentadas más abajo, seguidas de las novicias, las junioras y las profesas. En lo alto, las más mayores y las que parecen las superioras.
Entre todas forman una bandada, en la que resalta el grupo por encima de las individualidades. Ahora entiendo por qué los pájaros, para defenderse de los depredadores, vuelan en bandadas. Hay que fijarse mucho y centrar la mirada para ir poniendo cara y alma a algunas de ellas. También hay tres o cuatro monjas de color, pero la mayoría son españolas y proceden de las diversas zonas de la piel de toro.
Entre el coloreado grupo azul y cielo solo distingo a tres hermanas ancianas. Quizás de las clarisas que se quedaron en el convento, cuando la madre Verónica Berzosa consiguió la aprobación de su nuevo instituto religioso por parte del Vaticano. O de las monjas de Briviesca y Nofuentes, a las que acogieron, junto al patrimonio de ambos monasterios.
Gracias a la venta del convento de Briviesca pudieron pagar los 100 millones de pesetas que les costó en aquel entonces la titularidad del monasterio de San Pedro Regalado de La Aguilera, que pertenecía a los franciscanos.
En esa época, el cardenal Rouco Varela, uno de sus protectores, quiso traerse a Madrid a las monjas del "milagro de Lerma" y puso en marcha el proyecto de edificación de un macro-convento que le encargó a Calatrava. Pero el presupuesto se disparó económicamente, Rouco no quiso cargar con el coste y el sueño de Verónica de trasladarse a Madrid quedó en el limbo.
En la bancada de enfrente nos sentamos los "peregrinos". Pocos, de entrada. Hasta que llega un autocar de Segovia. Al frente del numeroso grupo segoviano vienen dos curas, el español Florentino Vaquerizo y el guatemalteco Helber Daza. El español presenta a sus feligreses "de la unidad pastoral de Riaza". Entre los dos llevan 19 parroquias y quieren que su gente conozca de cerca y comparta algunas vivencias con estas monjas tan especiales.
El joven cura explica en qué consiste una unidad pastoral, tras lo cual interviene una de las hermanas, para contarnos las diferentes clases de monjas que hay entre ellas: postulantes, junioras, novicias y profesas.

Maitines, a las 2:30 de la madrugada
Desde nuestro bando, la gente les lanza algunas preguntas típicas. Por ejemplo, la edad de entrada en la congregación. Micrófono en mano van contestando a las preguntas. Con soltura. Se nota que lo hacen a menudo y que las preguntas se repiten. "La edad mínima de ingreso en el convento son los 17 años con permiso de sus padres", contestan. Muchas entraron a esa edad. La mayoría, más tarde.
Otra hermana responde a la pregunta sobre el día-tipo en el convento: seis horas de oración, cinco de trabajo, con ratos de estudio y asueto. La campana, voz de Dios, llama a las 2,30 de la madrugada para el rezo de maitines; después regresan a sus habitaciones hasta las 6:30, hora en que comienza la jornada habitual.
Viven de las donaciones y de los numerosos benefactores con los que cuentan, pero, sobre todo, de su trabajo de repostería, elaborando dulces y pastas.
Alguien pregunta que cómo sintieron la llamada de Dios. Contestan un par de hermanas con un patrón más o menos parecido: Chicas normales, con sus carreras y sus ideales que, en un momento determinado, sienten un impulso especial a dejarlo todo y seguir a Cristo. Todas insisten mucho en que su vocación se basa en un "encuentro personal con Cristo".
Las hay que proceden de parroquias o de la Acción Católica, pero la mayoría vienen de movimientos como los Neocatecumenales (más conocidos como Kikos, por el nombre de uno de sus fundadores, Kiko Argüello) o del Opus Dei.
Hay, entre ellas, universitarias, profesoras, arquitectas, abogadas, ingenieras, historiadoras o chicas con el bachillerato recién terminado. Unas vienen de familias con alto poder adquisitivo, pero también las hay de barrios periféricos de las grandes ciudades. Una de las hermanas que nos cuenta su historia viene de un movimiento parroquial de Gijón, por ejemplo.
Pasada más de una hora de intercambio, nos despiden cariñosamente, nos piden que amemos mucho al Señor y nos invitan a cogernos de la mano, para rezar el Padre Nuestro. Y como colofón, otro de sus cantos, a cuya coreografía de Sister Act tratamos de unirnos los presentes con la manos en alto y siguiendo el ritmo a trompicones.

"Es como haber estado un ratito en el cielo"
A la salida, un corro de mujeres de Riaza comenta: "¡Qué alegría, qué belleza! Esto es como haber estado un ratito en el cielo". Mientras, el cura les pide que se den prisa, para subir andando hasta la iglesia del pueblo, donde van a celebrar la eucaristía. Arranca el autocar con la gente de Riaza y el monasterio se vuelve a quedar envuelto en el silencio y en el misterio.
Me siento en un banco, en la pradera que rodea al convento, para hacer un breve balance de la experiencia. Salgo con un sabor agridulce. Por un lado, la gente sencilla parece haber salido "tocada". Por otro, percibo algo de espectáculo en estos encuentros. De alguna manera, las monjas se exhiben ante la gente. La mera presencia de doscientas y pico monjas todas juntas produce un impacto profundo, que es lo que parecen buscar.
Me dio la sensación de que quieren escenificar que son muchas, jóvenes y siempre alegres. Proyectan la imagen de ser felices y estar casi tocando el cielo. El montaje, un poco kitsch y estilo grupo juvenil de las parroquias de los años 80. Los mensajes de las monjas suenan a impostados y cortados por el mismo patrón. La vida dura de los parados, el sufrimiento y el dolor de la gente, las guerras y la violencia parecen haberse quedado fuera del recinto milagroso.
Verónica Berzosa, el alma mater de todo este milagro, no aparece. O, si estuvo presente, no supe distinguirla entre las más de 200 hermanas. Hace años que no sale en los medios. Dicen que es guapa y de ojos verdes. Las pocas fotos que existen de ella son las de la ordenación episcopal de su hermano, Raúl Berzosa, en el mes de mayo de 2005 en Oviedo, y las de la aprobación de su nuevo instituto religioso en la catedral de Burgos en 2010.
Lleva años sin conceder entrevistas ni salir en los papeles. Hay quien dice que este mutismo mediático es una estrategia, que acrecienta el misterio de su convento y de su instituto religioso. Una perfecta herramienta publicitaria. Un enigma que se convierte en un reclamo poderoso.
Tras el show de Iesu Communio, salgo con los mismos interrogantes con los que entré. ¿Qué se esconde detrás de tal cantidad de vocaciones? ¿Por qué sólo aquí y no en otros conventos? ¿Cuál es el imán que atrae a este convento, y solo a este, a tanta chica joven? ¿El mero carisma de Sor Verónica? ¿Qué hay detrás de esta fundadora moderna? ¿Cuál es el fondo y el sustrato de la espiritualidad que ofrece? ¿Está realmente refundando las Clarisas o es un episodio pasajero, centrado en el culto a la personalidad de su fundadora? ¿Cuál es el secreto de Sor Verónica y de su convento lleno a rebosar?
Pensé encontrar, en mi visita a La Aguilera, respuestas a algunas de estas preguntas. Pero me voy como llegué: sin saber dar razón de lo que aquí está pasando. Un fenómeno, secreto y de exposición controlada, digno de estudio y de explicación.
