Cierre y apertura de temporada en el Museo Thyssen Un paseo hacia atrás de Delvaux a Zurbarán

(Lucía López Alonso).- Después de haber despedido la primavera con Paul Delvaux. Paseo por el amor y la muerte, el Museo Thyssen Bornemisza ha inaugurado una nueva muestra temporal, Francisco de Zurbarán. Una Nueva Mirada. Mientras los esqueletos del primero y sus figuras, estáticas en medio de la desolación del Siglo XX, anhelan alguna majestad de aspecto griego, las grandes composiciones de Zurbarán -la expresión de sus figuras, la materialidad de sus plegados- la mantienen en su mano, en su halo. Porque el arte, aunque pasen los siglos, nos refugia de sabernos seres del instante. Lo mismo que el amor nos redime de la muerte.

Un Apocalipsis posmoderno

Breton, el padre del surrealismo, afirmó algo que ya habían descubierto los místicos medievales: que el ojo en estado natural no ve tanto el mundo exterior visible, sino lo invisible. Sin embargo, cuando se dieron a conocer los esqueletos crucificados de Delvaux que el Museo Thyssen mostró al público recientemente, Juan XXIII los declaró heréticos.

Venus yacentes, bellas errantes, parejas lésbicas, espejos y arquitecturas del Renacimiento acompañaron en las salas del Thyssen a estas representaciones anatómicas esqueléticas, generando espacios de amenaza. Espacios como las estaciones, símbolos del viaje existencial, fueron habitados, en los lienzos de este pintor holandés, por bellezas que no terminan de pertenecer a nuestra edad de peluquerías y hierro-"Despreciable siglo XX de los inventos espantosos"- pero tampoco del todo al Mundo de las Ideas, al tiempo de las acrópolis; quizás siquiera al sueño de los tres poetas trágicos griegos anhelado por los plásticos de vanguardia. O al sueño de la Venus dormida que se reitera en las composiciones de Paul Delvaux.

No una diosa sino una mujer daba la espalda al espectador en la muestra del Thyssen, en el lienzo llamado El incendio. De rojo y contemplativa, ¿era Pilatos, era Nerón, o es que es un Ecce Homo contemporáneo? He aquí una guerra que deja a sus víctimas sin rostro. El odio se ha agigantado para empequeñecer al hombre y ya no las prédicas proféticas, sino el arte, es lo que nos recuerda que seguimos siendo un todo. Escaleras o espacios, cortesanas o personas, estrellas o trascendencia: la misma historia que el primer día del universo.

En La llamada, una Virgen de velo azul permanece serena mientras una Magdalena levanta los brazos como San Juan en Patmos. Es el reverso de la mejor obra que acogió el museo: la Crucifixión de 1954. Crucifixión de óleo sobre tabla en la que ya no queda azul, ni profundidad espacial, ni quedan personas: tan sólo los soldados tienen rostro, entre las calaveras. Un rostro rojo que saca al espectador del perímetro de sus trivialidades, para mostrarle el 'armazón de la vida'.

La modernidad de mezclar para atemperar

A opinión del director del museo, Guillermo Solana, la muestra Francisco de Zurbarán. Una nueva mirada no es sólo "el encuentro casual de obras más o menos bellas", sino el resultado de toda una carrera profesional dedicada al maestro extremeño, la de Odile Delenda. No sólo comisaria sino investigadora, considera muchos cuadros del autor que se exponen en el Thyssen verdaderos milagros, porque "aparecieron en un templo de Normandía, muy cercano al desembarco de los americanos".

De nuevo la guerra, la destrucción y, al lado, la persistencia, el arte, las basílicas de la memoria. La peste que se llevó al hijo de Zurbarán, Juan de Zurbarán, pero sus bodegones que aún se conservan como ventanas a unas uvas que nunca caducan. La desaparición posterior del propio maestro del Siglo de Oro, pero El desposorio místico que se quedó en su taller y hoy se puede contemplar en las salas del museo. De nuevo Atenas, en la pequeña Llerena, pero entre las penumbras del Tribunal del Santo Oficio. Quizá Zurbarán, como Delvaux, quiso volver a Grecia. Quizá fuera la suya una nueva -antigua- mirada.

Por eso en la exhibición no hay dolorosas barrocas, sino vírgenes niñas dormidas. Gorditas, sonrosadas, probablemente retratos de su hija María Manuela. Igual que Velázquez en su Adoración del Museo del Prado había representado como la Virgen a su esposa Juana, para dotar a esa madona joven de unas manos de fuerza campesina, y había tomado por Niño al que más cerca tenía: su hija Francisca.

Como Delvaux insertando desnudos en templos áticos, Zurbarán consigue que la realidad de las figuras desacralice el espacio abstractizado: sus santas no son santas, sino actrices. Con sus palmas como plumas, su apoteosis de perlas, recuerdan a través de su lencería -el padre de Zurbarán vendía telas y especias en la plaza pública- que el arte es para el pueblo y que lo que al pueblo persuade es la persona. Entre reinas y normales, parecen desfilar como en los autos, a un lado de la pared de la exposición. Al otro, el burro que permitió la huida de la Sagrada Familia a Egipto. Y en el centro, su anhelo o meta: Dios. La Crucifixión.

Dicen que Zurbarán fue "el más grande pintor escultórico" de su siglo y que, efectivamente, pudo formarse también en el arte de la escultura o, al menos, en la imaginería. Por eso entre el hiperrealismo de la mirada de sus santas y los nudillos intensamente blancos, escultóricos, de su crucificado, interactúan los niveles de la realidad. Y el espectador que es capaz de, a su vez, interactuar con todo ello, entiende que el Barroco fue la mezcla de lo sagrado y lo sangriento, lo aséptico y lo carnoso, lo repujado y lo mate, lo sobrenatural y lo veraz. Lo mismo que el arte de los pintores de las vanguardias, que hallaron lo cercano alucinante simplemente a través de la exigencia de extremar su imagen.

Así, el San Serapio que abre la exposición es su primer gran bodegón: Zurbarán monumentaliza el fingimiento en su brazo y en su hábito como Cèzanne en uno de sus manteles, también blancos. Y huye del morbo, aunque el martirio fuera el cuarto voto de la Merced Calzada. San Serapio no sangra: despojado de sus tripas, lo único que el espectador ve es la inmensa tridimensionalidad de su ropaje. Vigor, belleza y bondad.

Y si Breton había hablado del ojo de lo invisible, también el S. XVII fue el de la visión. La proliferación de tratados de óptica y ciclos pictóricos acerca de los cinco sentidos no impidieron que los mejores ascetas desarrollaran sin balbuceos su más hermoso ojo interior. Por eso el pintor Sánchez Cotán llevaba la matemática visual del Vignola en su equipaje cuando ingresó en la cartuja granadina. Y Santa Teresa, en sus Vidas, describe cómo tenían que ser las representaciones de los éxtasis, de las apariciones, de las visiones místicas: atmósferas de haces. ¿Hay para un surrealista algún resorte mayor que una experiencia que anula los sentidos y la razón al mismo tiempo?

Puede que ése sea el gran logro de la "nueva mirada" que ofrece el Thyssen Bornemisza sobre la figura de Zurbarán: comprender que los que vinieron después se apoyaron en lo previo para poder seguir creando. Terminar la muestra con una copia del Retrato de Zurbarán que está en el Louvre, pintado precisamente por el primero de los modernos, por Goya. Porque la Sábana Santa de Zurbarán, tersa y arrugada a la vez, se hace más real cuanto más evaporada se torna, y parece un auténtico Goya.

Igual que la firma del autor, unas veces sobre la madera de la cruz en vez de sobre el lienzo, otras veces en un papel pegado sobre la atmósfera del cuadro, como en un juego magrittiano, provoca, de nuevo, iluminando las situaciones por medio de sus propias contradicciones, a esos niveles de la realidad.

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