En el cristianismo primitivo se combatió la idea de que el celibato era un estado más perfecto que el matrimonio Marginación de la mujer y celibato obligatorio han deformado la Iglesia
La vida conyugal era el estado común de perfección
| Rufo González
He leído la Carta del Papa Francisco sobre “la renovación del estudio de la Historia de la Iglesia” (21 noviembre 2024). Muy de acuerdo con lo que dice sobre el estudio serio, documentado, contextualizado, del Cristianismo. Y en concreto, de la historia de nuestra Iglesia. A nadie se le oculta lo difícil que es descubrir y publicar la verdad, sobre todo cuando están en juego las necesidades y conveniencias del poder hegemónico, bien del Estado, de la Iglesia, del mercado... La historia es “maestra de la vida” (Cicerón) y “madre de la verdad” (Cervantes), cuando busca y encuentra la realidad histórica.
Me ha llamado la atención el apartado final sobre “algunas pequeñas observaciones concernientes al estudio de la historia de la Iglesia”. En concreto, la “penúltima”. Sería una luz para corregir lo que sucede en nuestros días con sus sectores marginados. El mismo Papa la cree “muy importante para él”. Sorprende esta importancia, cuando, en el actual Sínodo, él mismo ha marginado temas y grupos críticos, como el ministerio de las mujeres, el celibato, la moral sexual, los sacerdotes casados, cristianos LGT, …
Escribe Francisco:
“La penúltima observación, muy importante para mí, se refiere a la eliminación de las huellas de quienes no han podido hacer oír su voz a lo largo de los siglos, hecho que dificulta una reconstrucción histórica fiel. Y aquí me pregunto: ¿no es quizás un lugar de investigación privilegiado, para el historiador de la Iglesia, el poder sacar a la luz en la medida de lo posible el rostro popular de los últimos y reconstruir la historia de sus derrotas y opresiones sufridas, pero también la de sus riquezas humanas y espirituales, ofreciendo herramientas para comprender los actuales fenómenos de marginalidad y exclusión?”.
“La eliminación de las huellas de quienes no han podido hacer oír su voz a lo largo de los siglos” es una realidad también hoy. Víctimas de esta “eliminación de huellas” son, sin duda, las mujeres y los clérigos casados. Un investigador de la historia eclesial dice: “La mujer sólo aparece en las fuentes históricas cuando éstas no están manipuladas: en las inscripciones de los cementerios cristianos (catacumbas), en los martirologios, en los documentos financieros sobre los gastos hechos por viudas, vírgenes o huérfanas” (La memoria del pueblo cristiano, de E. Hoornaert. Ed. Paulinas. Madrid 1986, p. 190s).
La conducta de Jesús con las mujeres era una perversión para la mentalidad judía y greco-romana. Por eso se mantuvo poco tiempo. Brillan en las primeras comunidades: abrían sus casas como centros de reunión (He 12,12-16), alojan a los misioneros (He 16,12-15), dan limosnas, confeccionan vestidos y mantos para las viudas (He 9,36-39), controlan a los misioneros y les explican con precisión el camino de Dios (He 18,26-s), profetizan (He 21,9) … Muy pronto, los varones cristianos intentan armonizar el amor cristiano con sus intereses y costumbres paganas (Ef 5,22ss; 1Pe 3,7; Tit 2,9…).
En los tres primeros siglos, la existencia cristiana estaba circunscrita alrededor de la comunidad de los fieles. El cristianismo se vivía como estado de perfección en torno a la familia. La vida conyugal era el estado común de perfección. Había célibes, pero ese estado no era estado de perfección, sino un testimonio cristiano para ayudar a propagar la fe, cuidar enfermos, pobres... El bautismo y la eucaristía eran el corazón de la Iglesia. El bautismo unificaba a todos en igualdad radical: “Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Cuantos habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo. No hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál 3,26-28). La eucaristía afianzaba la unidad en el amor entregado: “el pan que partimos, ¿no es comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan” (1Cor 10,16b-17). Todos, varones y mujeres, casados y solteros, estaban en estado de perfección, vinculados a Cristo y tratando de vivir en el amor de Cristo.
En el primer cuarto del siglo II (sobre el año 120-125 en que se escriben las cartas 1 y 2 Timoteo y Tito), la imagen que se tiene del presbítero que preside la comunidad está reflejada en textos como este: “que sea alguien sin tacha, marido de una sola mujer, que tenga hijos creyentes, a los que no quepa acusar de vida desenfrenada ni de ser unos insubordinados. Porque es preciso que el obispo sea intachable, como administrador que es de la casa de Dios; que no sea presuntuoso, ni colérico, ni dado al vino, ni pendenciero, ni ávido de ganancias poco limpias.Al contrario, ha de ser hospitalario, amigo del bien, sensato, justo, piadoso, dueño de sí” (Tit 1,6-8; 1Tim 3,2ss;).
En el cristianismo primitivo se combatió la idea de que el celibato era un estado más perfecto que el matrimonio. Lo confirma un texto de Clemente de Alejandría (nace a mediados del siglo II y muere entre 215 y 216):
“Hay algunos que dicen sin rodeos que el matrimonio es fornicación, y opinan que ha sido establecido y enseñado por el diablo. Pero los arrogantes de ellos dicen que imitan al Señor, quien no se casó ni poseía nada en el mundo; y se glorían de haber entendido el evangelio mejor que los demás… Además, ellos no conocen la causa por la que el Señor no se casó. Ante todo, él tenía su propia esposa, la Iglesia; pero, además, no era un hombre común que tuviera necesidad de una ayuda según la carne. Tampoco le era necesario procrear hijos, porque vive eternamente y es el Hijo único de Dios…
Él mismo, el Señor, dice: `Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre´ (Mt 19,6; Mc 10,9) ... El hacerse eunuco no es virtuoso, si no nace del amor a Dios. También el bienaventurado Pablo dice de aquellos que aborrecen el matrimonio: `En los últimos tiempos algunos se apartarán de la fe, atendiendo a espíritus embaucadores y a enseñanzas de los demonios, que prohíben casarse y hacer uso de ciertos alimentos´ (1Tm 4,1). Y de nuevo afirma: `Que nadie los prive del premio por superstición de humildad´ (Col 2,18) y `severo trato del cuerpo´ (Col 2,23). Y el mismo escribe: `Estás ligado a una mujer? No busques la separación. ¿Estás libre de mujer? No busques mujer´ (1Cor 7,27). Y también: `Tenga cada uno la propia mujer´ (1Cor 7,2), `para que Satanás no los tiente´ (1Cor 7,5).
¿No participaban con agradecimiento del uso de las cosas creadas los antiguos justos? Ellos en el matrimonio, con dominio de sí mismos, tuvieron hijos… Pedro y Felipe tuvieron hijos; incluso Felipe dio sus hijas a unos varones” (Stromata libro III 49,1.3; 51,1-3; 52,1.5).
La deformación de la Iglesia sucede a partir del siglo III. Durante los dos primeros siglos no hay un “clero” distinto de los laicos. Toda la Iglesia es “clero” en su sentido original: “porción del Señor”: “vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción de una casa espiritual para un sacerdocio santo… Vosotros sois un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios para que anunciéis las proezas del que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa. 10Los que antes erais no-pueblo, ahora sois pueblo de Dios, los que antes erais no compadecidos, ahora sois objeto de compasión” (1Pe 2,5. 9-10).
El Pueblo de Dios, comunidad que Jesús quería, desaparece como sujeto activo del Evangelio, cuando la Iglesia se identifica con los varones célibes que detentan el poder, con los que se apartan del mundo, con los que habitan en monasterios, con los que se creen cristianos perfectos por vivir en pobreza, castidad y obediencia, En esta difuminación progresiva del Pueblo de Dios tendrá mucha influencia el monacato medieval. El monje será el ideal del cristiano. Otro día hablaremos de ello.