En la Edad Media se elaboraba en comunidad Cerveza: el placer de pobres y monjes, de la aldea a la abadía

Cerveza
Cerveza

Reconocidas por la Unesco como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, las cervezas ‘de abadía’ llevan elaborándose en los monasterios europeos desde antes del siglo XIII, y todavía siguen siendo consideradas por muchos las mejores del mundo

Bebida de pobres (aldeanos) y de frailes precisamente por su búsqueda de pobreza en la mesa, los nobles la despreciaban por barata y exenta del simbolismo que tiene el vino para las sociedades cristianas

De Alemania a Dinamarca, de la España interior a Escandinavia, de Canterbury a grandes abadías carolingias, la producción de cerveza se fue extendiendo al compás de los monasterios y su ora et labora

Hace unos días que los monjes de la Abadía de Rochefort, un monasterio medieval de Valonia, han lanzado en Bélgica su primera cerveza trapense en 65 años. Reconocidas por la Unesco como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, las cervezas ‘de abadía’ llevan elaborándose en los monasterios europeos desde antes del siglo XIII, y todavía siguen siendo consideradas por muchos las mejores del mundo.

Bebida de pobres (aldeanos) y de frailes precisamente por su búsqueda de pobreza en la mesa, los nobles la despreciaban por barata y exenta del simbolismo que tiene el vino para las sociedades cristianas. Sin embargo, los monjes rezaban por ella; daban gracias por “el más importante fruto del cereal”, cuyo zumo en verano refrescaba y en invierno daba al cuerpo “un calor que produce la embriaguez”, como describió San Isidoro de Sevilla en sus Etimologías.

Su historia se remonta, en realidad, mucho más allá de la expansión del monacato en Europa: ya las antiguas civilizaciones de Egipto y Babilonia producían bebidas con los derivados de la fermentación de los cereales. En los pueblos celtas también era ordinario su consumo y entre los germánicos incluso se usó como parte de la paga de los soldados, como en el mundo romano la sal.

Cerveza fabricada por monjes en Orval
Cerveza fabricada por monjes en Orval

En Hispania, de nuevo según la compilación de Isidoro de Sevilla, existía un “jugo de trigo” que “adquiere un sabor áspero” al tratar “la semilla previamente humedecida y puesta a secar”, aunque desde luego no contaba con la popularidad del vino.

Cerveza y manteca versus uvas y aceite

Todo lo explica el clima. Mientras que el fruto de la vid abunda en los regadíos mediterráneos, el centro de Europa es cerealista y, por ende, cuna de la cerveza. Como la avena (central en la tradicional dieta británica, por ejemplo), que se siembra tras la retirada de las nieves, el cultivo del cereal supo acompañar a los monjes incluso cuando instalaban sus monasterios en zonas montañosas, para propiciar el retiro espiritual. Y lo mismo sucede con las grasas: mientras que la dieta mediterránea se fundamenta en el aceite que regala el olivo, el producto que lo reemplaza en la Europa continentalizada es la mantequilla.

De Alemania a Dinamarca, de la España interior a Escandinavia, de Canterbury a grandes abadías carolingias (en las que quedaron registrados incluso pagos en lúpulo, cuya inclusión en el preparado comenzó en la Baja Edad Media), la producción de cerveza se fue extendiendo al compás de los monasterios y su ora et labora. En esta breve historia cultural podrían destacarse la figura del rey Vencaslao II (que en 1295 legisló para proteger a los cerveceros de Pilsen, escuchando sus demandas) o la de Carlos V, que venido del Sacro Imperio Romano Germánico introdujo -con poco éxito- en la Monarquía Hispánica su bebida favorita.

En el mundo medieval beber cerveza, además, favorecía que la producción de leche obtenida del ganado se reservara para hacer queso y mantequilla, que podían venderse en el mercado

Trabajo cooperativo

La cerveza no solo convenció a los monjes por encajar mejor que la copa de vino con su voto de pobreza. La manera de producirla sintonizó a la perfección con el estilo de vida de los seguidores de San Benito, que debían compartir en comunidad trabajos y rezos. Y es que para fabricarla, en el interior de las abadías y en las casas (al mando, en este caso, las mujeres de la familia), se seguía una especie de cadena: uno muele la malta, otro la pone a hervir, otro añade las plantas aromáticas… Cereal, agua, levadura… y a veces el característico amargor resultante del lúpulo, con frecuencia rebajado en los hogares con agua, al mojar pan en la cerveza del contundente desayuno de los agricultores.

Mucho más segura que el agua (potencialmente portadora de enfermedades, si no se esterilizaba), en el mundo medieval beber cerveza, además, favorecía que la producción de leche obtenida del ganado se reservara para hacer queso y mantequilla, que podían venderse en el mercado. Todo ventajas, este placer de los humildes (de la taberna al refectorio) no encontró rival ni en la sidra, pese a que diversas Vidas de santos mencionan la bebida de manzana como la elegida por las almas más sencillas.

El Papa alemán degustando cerveza
El Papa alemán degustando cerveza

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