La memoria y la sagrada tierra

Hastiados por un baile de promesas de mundos felices, los campesinos y los granjeros caminan con la convicción de que están encajonados como terneros en el callejón del matadero, sienten como una burla el silbido del viento en la copa de los árboles, y ven el mundo como como una maraña de intereses que se juegan lejos de los límites de sus campos. Lo terrible es que entre todos los que dicen velar por nuestros intereses y dictan las normas que los regulan tal vez no haya uno o dos que sepan cómo se ordeña una vaca ni cómo ni cuándo se siembra el trigo ni cuando un nabo es un grelo. La memoria, quebradiza como una rosa silvestre, liviana como un ribete de nieve frente a un rayo de sol, olvida muchas cosas que, de recordarlas, cambiarían la opinión de muchos. A pesar de que en el horizonte no se prevé nada que permita mirar con esperanza el futuro, esta tierra sigue siendo la tierra sagrada fecundada por las cenizas de los antepasados, piensan todos. Uno tras otro, se fueron todos deseándose “bo aninovo”.

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