Y vio dios que era bueno

En la ciudad en la que vivo tenemos al menos 5 lugares en los que los sábados en la tarde o los domingos las personas se reúnen a escuchar cuenteros. Los cuenteros son personajes que han desarrollado una enorme habilidad comunicativa y que tienen una prodigiosa memoria en la que han logrado guardar la tradición oral de muchas regiones, y sus propias versiones de los cuentos literarios de los grandes autores. Uno de los cuenteros que más he disfrutado es un hombre mayor, de voz serena y gruesa, que apoyado en su bastón va narrando episodios absolutamente fascinantes de la historia del país, con detalles que no conocía, con anécdotas que no están en los libros y con gestos que hacen pensar que él mismo estuvo ahí, cosa imposible si tengo en cuenta que algunas escenas de su narración ocurrieron durante la campaña libertadora, la guerra de los mil días o el bogotazo en el 48. Su intención no es darnos una clase de historia, la gente que se reúne a escuchar no va a responder un examen pasado el tiempo de su turno frente al público. La gente quiere oír, pasar su tiempo frente a esas imágenes mentales que van surgiendo con cada palabra, y claro, él quiere dejar pequeñas enseñanzas a ver si nos convencemos que “quien no conoce su historia está condenado a repetirla”. Lo escucho con emoción y le agradezco que su palabra fluída me lleve a lugares que nunca hubiera podido conocer y me presente a personajes de los que apenas tengo datos regados entre las anotaciones de mis cuadernos de colegio. A veces creo que una hora escuchando al hombre del bastón me dice más sobre lo que somos como pueblo que todos los cuadros sinópticos que hice para poder pasar el año en bachillerato.

La Biblia fue escrita poniendo en letra lo que decían los cuenteros, que no eran propiamente como estos de ahora, pero se les parecían un poco. Ningún autor sagrado tenía la intención de hacer una crónica de noticias (ni siquiera los autores del libro de las crónicas) sino de transmitir un contagio fascinante por la historia vivida, y sobre todo por la historia pensada, reflexionada, por la historia recreada una y otra vez en la boca de cada anciano, de cada maestro, de cada líder del pueblo de Israel. Hay un verbo interesante en el hebreo, que demuestra la actitud del israelita ante la historia, es el verbo Darash que técnicamente significa “escarbar”. Eso es lo que el Israelita hacía con la historia, escarbar en ella para encontrar todo lo que fuera didáctico, todo lo que pudiera enseñar algo, todo lo que pudiera reflejar, no quienes fueron los antepasados, sino quienes eran los hombres del ahora, del aquí. Un presente que para nosotros es tan lejano que terminamos convirtiendo en meros narradores de noticias a los hombres que por cientos de años le hicieron Darash a las anécdotas, en planos y secos escritos de descripción, lo que auténticamente eran los resultados de ese escarbar.

En un esquema breve se puede decir que buena parte de los escritos de la Biblia surgieron así: Algún hecho histórico va siendo contado de una generación a otra, de un padre a su hijo y de un abuelo a su nieto, todos en cada casa cumpliendo ese proceso de “escarbar”, que mucho más que una técnica es una manera de mirar la vida, de comprender la historia, rumiándola. Tan distintos de nosotros que pasamos de un tema a otro con la misma velocidad con que cambiamos de canción en el ipad sin haber dejado que se acabe la anterior. Y los creyentes somos así. De congreso en congreso, de misa en misa, de curso en curso y de programa de televisión en programa de televisión, nos llenamos de palabras y de ideas, y no escarbamos nada, no las dejamos descender al vientre, no permitimos que se conviertan en vida. Por eso la letra nos mata, y el espíritu se queda sin darnos vida. Pero ya me desvié en el presente, así que vuelvo a Israel. Podían pasar cien, o doscientos o quinientos años escarbando el mismo hecho, y buscando lo que aquella historia decía sobre ellos, y sobre el dios en el que creían. Abraham salió de Caldea y pudieron pasar unos mil años antes de que los primeros escritores bíblicos pusieran su historia por escrito, claro que había interés en que el pueblo estuviera consciente de su origen, claro que había enseñanzas que era necesario transmitir sobre ese hecho fundante del pueblo, pero mucho más claro aún que como resultado de generaciones enteras de ancianos y niños sumergidos en el darash el pueblo que recibía ese escrito era consciente de que aquella promesa de tierra y de descendencia era para ellos, que quienes debían mirar las estrellas e intentar contarlas eran ellos, y así lo hicieron. Por eso jueces, reyes y profetas van a ver su vida confrontada con la fidelidad al dios de aquella promesa, porque Abraham no era el pasado, era el símbolo del dios presente que tenía una idea, un plan, una propuesta, y que quería convertir eso en una alianza de vida. Abraham no es la historia por la historia, es el hecho escarbado hasta sacarle todos los aprendizajes posibles y esos aprendizajes convertidos en símbolos y poesía, porque casi todo el antiguo testamento, y las partes más galileas del nuevo están escritos en el mejor estilo de poesía de esa parte del medio oriente. Así que luego del hecho fundante, del acontecimiento como tal, está la narración oral, que no es una transmisión plana sino darash – y dele con la palabrita – en la que ya el relato va teniendo cada vez más intención, más enseñanza, más practicidad decantada, y más propuesta de dios. Y Luego de esa dinámica entre la reflexión propia de la fe y la narración de la historia reflexionada, los relatos van tomando forma, van volviéndose tradicionales, y la gente los va contando con cierta fidelidad, cuando ya la enseñanza es clara, cuando ya el llamado existencial de cada relato se ha metido en el nervio de la vida de Israel, empieza a contarse como tradición, y esa tradición es lo que se ha puesto por escrito. Los autores sagrados consignan en sus trozos de papiro y pergamino la tradición que han recibido y que Israel ya conoce, pero que ahora tiene un Canon, un punto de referencia, una norma para ser relatada, que es el texto escrito.

¿Y qué es lo que aparece entonces en el texto escrito? Una mirada bondadosa sobre el mundo, una palabra generosa sobre la historia, una propuesta grandiosa sobre la vida, la tierra y el pueblo. Aún en los momentos de mayor ira divina, cada palabra se sostiene en la promesa. Y quien lea lo contrario más le valdría atarse una piedra al cuello y encerrarse en su casa a ver las 42 películas del juego del miedo, porque parece que eso es lo que algunos buscan en la Biblia, una frase que justifique su afán de crucificar a los que piensan distinto, una ansiedad por encontrar la frase perfecta para condenar a la hoguera – pública o eterna, da lo mismo – a quien se le ocurra proponer algo diferente a lo que siempre se ha dicho ,que tampoco se ha dicho siempre. Y es que lo que escarbaron los israelitas no era para encontrar maldiciones, sino caminos para hacerse pueblo y abrirse paso con la vida, ejerciendo su dignidad en medio de cada cosa compleja que podía pasarles. Algo que le viene bien hoy en día a cualquier persona que pertenezca a cualquier pueblo. El resultado de esa búsqueda en la historia, de esa reflexión en la tradición, siempre fue un anuncio respaldado por la bondad, por la fidelidad de dios a la promesa, es decir, fue un desarrollo de la promesa de acuerdo a lo que se iba viviendo. Es como si el cuentero de mi ciudad nos dijera las mismas 40 ó 50 historias que sabe, pero escogiera cual contar en cada momento para que las moralejas queden apropiadas para los distintos circunstancias que estábamos viviendo, no es exactamente así, pero es algo así lo que sucedía en Israel mientras se escribía la Biblia. Aún el nuevo testamento y los relatos de la vida de Jesús, fueron escritos con el mismo proceso, en períodos más cortos de tiempo, pero teniendo tan en cuenta lo que se escarba en la historia de Jesús, como el momento que vivían aquellos que recibían los escritos. Y por eso la buena noticia nunca dejó de serlo, así las circunstancias fueran espantosas, como en la primera época de martirios y persecuciones. No se trataba de dar tratados de moral, mucho menos de hacer tratados de historia para tomar la lección a fin de bimestre, ni siquiera se trataba de sentar las bases de la sana teología y los rectos dogmas, sino de sembrar esperanza, de iluminar caminos, de vislumbrar la propuesta de un Dios que no quiere que nada en su creación y en sus creaturas se desperdicie, de provocar una vida de alianza en la que el pueblo – Israel e Iglesia – se atrevan a confiar en quien los ha llamado, porque en toda la historia ha demostrado que ni se rinde ni cambia de opinión, y que aún es tiempo para que en nuestra tierra mane leche y miel, si somos capaces de vivir como él lo pensó.

Leyendo así la escritura se entiende que en el relato de la creación, que no fue escrito al momento de la creación – aclaro por si acaso –, Él vea lo que ha creado y piense que es bueno, que vale la pena, que tiene sentido, que puede perfeccionarse en cada realización humana, en cada gesto de generosidad de las personas, en cada decisión prudente que conserva lo valioso y renueva lo gastado, de la creación y de la religión. En toda la biblia, de principio a fin, aún en sus relatos más difíciles y hasta crueles, se deja ver un dios bueno que apuesta por un mundo bueno. Sus promesas como sus amenazas son la poesía con que se iluminan las circunstancias, porque detrás de cada palabra el escenario es la bondad, la paz y la plenitud. No iba a revelarse dios para dedicarse a prohibir cosas, para eso bastaba con crear un par de coordinadores de disciplina en el pueblo, y de eso ya había muchos y sigue habiendo. Si se metió en el acontecer de los hombres y las mujeres que rumiaban la vida, fue para mostrarles lo bueno que sus ojos aún no podían ver, para dejarles sembrada en el pecho la semilla de la buena nueva, y de eso mi querido lector, está llena cada palabra desde los papiros hasta tu Biblia de aplicación móvil.
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