Es solo un hombre

Recuerdo como si fuera ayer el momento en que, a las siete de la mañana de aquel día, crucé la plaza de San Pedro en dirección al Centro de Prensa. Era el 13 de marzo de 2013 y el cielo estaba encapotado. Cruzando por el obelisco, me encontré con un hombre, de unos cincuenta años de edad, barbudo, descalzo y arrodillado en los adoquines mojados de la plaza. En ese instante, no había nadie más en aquel lugar. Reconozco que aquel hombre me impactó, y que escribí sobre él nada más abrir el ordenador. Pocas horas después, su rostro salía en todas las televisiones del mundo: aquel hombre continuaba rezando en silencio, ajeno al bullicio en la mayor plaza de la Cristiandad. Estábamos en tiempo de fumatas, se comprende.

Esta misma tarde, cuando de la pequeña chimenea de la Sixtina salió el humo blanco, corrí a buscar a aquel hombre. Que ya había desaparecido. A las dos horas, exactamente a las 20,06 de esa tarde, el padre Jorge Bergoglio salía al balcón. Un hombre sin atributos, apenas revestido y deseando a las trescientas mil almas que cubrían la plaza de San Pedro y sus alrededores una buena tarde. Y la bendición.

Desde entonces, muchas cosas han cambiado. El “Papa de los gestos” se ha convertido en el “Papa de las palabras y de los hechos”. El hombre que nos ha devuelto a muchos la ilusión por creer en el Evangelio de Jesús, de pensar que todo es posible y que hacemos falta, también, a la hora de construir la Iglesia.

Francisco, Jorge, es solo un hombre. Colocado por el Espíritu -y por los cardenales- en un lugar que nadie más podría ocupar. A veces suceden estas cosas, y aparece la persona adecuada en el momento justo. Pero sólo es un hombre. Ni más ni menos. Tan importante como tú o como yo. Con tanta responsabilidad en la consecución de un mundo más justo. Cuyas oraciones son escuchadas por el Padre, al menos del mismo modo que las de aquel hombre barbudo que rezaba en la plaza dos años atrás.

Hay motivos para la esperanza. Sensata, humilde, austera, precavida... pero esperanzada. Es tiempo de crear, de imaginar, de soñar, de abrir puertas, de plantear problemas y ofrecer soluciones, de cambiar el “No” por el “Sí”, el “Yo”, por el “Nosotros”. De recuperar la ilusión de que es posible cambiar el mundo. De que casi es obligatorio.

Francisco, Jorge, es solo un hombre. Pero su ejemplo, precisamente en el lugar en el que se encuentra, nos estimula para ofrecer nuestros talentos, que son únicos y preciosos. Para ayudar al Papa, pero fundamentalmente para hacer realidad el Evangelio de la Alegría. El Evangelio de Cristo. El de las manos abiertas por los clavos, el que nos libró de la muerte por el madero. El que se hizo tan humano que logró reconciliarnos con nuestra condición. El que resucita cada día en nuestras manos, en nuestros ojos, en nuestro esfuerzo, en nuestras lágrimas. También, solo también, en las del Papa.

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