“Repensar la resurrección”. Sobre un libro de Andrés Torres Queiruga (y III)

Hoy escribe Antonio Piñero

Concluimos hoy el comentario al libro de Andrés Torres Queiruga sobre la resurrección.

Si repasamos –y si es correcta la cadena lógica de pensamiento que mueve el libro que comentamos, cuyo resumen ofrecimos el día anterior- debo confesar que hay un momento en el que mi sentido lógico queda superado (algún lector dirá con razón que ello ocurre porque me falta el sentido de la fe para captar más plenamente la realidad). Y es el siguiente: una vez aniquilada la fe histórica en los testimonios de la resurrección de Jesús tal como se nos han transmitido en el Nuevo Testamento, tal como fueron interpretados y creídos por sus autores y por cientos y cientos de generaciones hasta ahora…, debo sin embargo creer en la realidad de la resurrección de Jesús porque de ello da fe la experiencia viva y real de los primeros testigos ¡Jesús vive entre nosotros! (pero cuyo testimonio literal es demolido críticamente).

Con palabras sencillas: critico acerbamente la literalidad –siempre creída así- del Nuevo Testamento, pero acepto el testimonio. Creo a los transmisores y sus vivencias, aunque a su vez estoy seguro de que lo que ellos estaban convencidos no debe tomarse tal como ellos lo contaban.

Confieso que este paso me hace abandonar la razón y me lanza en el ámbito de la aceptación del “misterio” (término repetido dos o tres veces en la gran síntesis final del libro). Y es éste el paso que no logro asumir.

Torres Queiruga sostiene que este proceso no significa un sacrificium intellectus, una renuncia a la intelectualidad. No lo veo. Todo lo que sea aceptar que la mente humana debe recurrir al misterio, supone un sacrificio del intelecto y una renuncia a la única facultad que tenemos para conocer: la razón. Ignoramos mucho, ignoraremos ciertamente, pero no podemos recurrir al misterio porque abdicamos de nuestra facultad de razonar… ¡y no tenemos otra! Sencillamente: si ignoramos, no se trata porque la materia objeto de nuestra ignorancia sea un misterio, sino porque habrá que seguir investigando hasta conocer.

Afirma Torres Queiruga: el paso de una triste y oscura situación presente a otra maravillosa y reluciente situación futura se da hasta en la misma naturaleza (como si Dios hubiese querido mostrarnos casos análogos para que captemos un poco el misterio). Y pone el ejemplo siguiente: ¿Quién puede sospechar a priori la realidad futura de una maravillosa encina contemplando una bellota?

A lo que respondo: me parece que el ejemplo no vale porque no se trata de ningún misterio, sino de un proceso perfectamente explicable por la ciencia… que durante siglos o milenios hemos ignorando, pero que ahora comprendemos perfectamente, al igual que no es ningún misterio el nacimiento y prodigiosa evolución de un ser humano a partir de un espermatozoide y un óvulo. ¿Quién podría sospechar, a partir de su contemplación en el microscopio, la maravillosa realidad futura? Así, pues, al menos a mí estos ejemplos no valen. No acabo de entender el “rationale” de por qué un hombre de hoy debe prestar crédito –y un crédito de enormes consecuencias vitales- a experiencias de los seguidores de Jesús de las que el mismo Torres Queiruga afirma indirectamente que sólo pudieron consistir en vivencias de tipo psicológico, siempre personales, cuando no hasta cierto punto extáticas o semialucinatorias.

Queda por último en esta comentario dejar constancia que en el libro, tras elucidar el contenido (qué podemos saber de la resurrección de Jesús), siguen capítulos no menos interesantes en los que se deducen las consecuencias (qué se puede hacer desde la fe en la resurrección). Aquí entramos en el ámbito de las deducciones transformados en afirmaciones teológicas que no son en sí ni rebatibles ni confirmables. Son afirmaciones de que una cosa es así, como consecuencia lógica a partir de una premisa, en este caso de pura fe. Por tanto, no se puede entrar en discutir simples afirmaciones que tienen cierta lógica –se podrían deducir también otras- a partir de premisas determinadas.

La más importante de las consecuencias de la creencia en la resurrección es entender mejor el problema del mal en el mundo. Para Torres Queiruga el mal es ínsito e inevitable en el mundo a consecuencia de su propia finitud y del designio divino de respetar la libertad de sus criaturas.

Ahora bien, esta posición quizá sea demasiado simplista porque la creación –aun dentro de su finitud y la libertad, sin romper esos marcos- podría haber sido de otra manera. Decía Bertrand Russel en tono jocoso: “Dadme quince mil millones de años y la omnipotencia, y arreglaré este mundo a la perfección”. O también diría con los rabinos (léanse las amarguísimas quejas contra Dios del autor del Libro IV de Esdras, compuesto hacia el año 100 d.C. tras la destrucción del Templo y la ciudad de Jerusalén): “¿Por qué era necesario, Señor, haber creado al hombre con un corazón maligno?”, etc.

Otra consecuencia importante –señala Torres- es que comprendida la resurrección de Jesús tal como debe entenderse hoy, y al constatar -según la cristología actual- que Jesús no es el mediador único de Dios para los hombres (hay otros en otras religiones), se puede afirmar que la doctrina de la resurrección mantenida por los cristianos hoy tiene un núcleo similar y asumible por cualquier religión. Se hace así un puente de comunicación para el necesario diálogo entre las religiones: la consecuencia de la doctrina cristiana de la resurrección bien entendida afirma la absoluta posibilidad general de la resurrección de todos los creyentes de buena fe de otras religiones.

Y respecto a la tercera cuestión -¿Qué nos es dado esperar desde la fe en la resurrección?- el autor señala dos temas importantes formulados dentro del marco que Jesús es siempre el modelo para una respuesta: al ser Jesús el primogénito de entre los ya difuntos –lo que implica como un lado que pertenece al mundo de los muertos, pero a la vez de los que están vivos-, la relación del creyente con él debe aceptarse como peculiar. No es posible verlo, tocarlo y sentirlo, como los primeros seguidores cuando Jesús pertenecía al reino de los vivos, pero el creyente debe sentir su presencia como real, y su relación con Jesús como actual… con todo lo que ello implica.

Por último, es preciso repensar la liturgia funeraria dentro de la Iglesia católica. Concluyo con una cita del autor:

Esta liturgia ha sido muchas veces terriblemente deformada y aun comercializada a causa de su instrumentación como “sufragio”, cual si Dios necesitase que lo aplacásemos para que sea “piadoso” con los difuntos. Por fortuna, en Jesús, en la celebración de la eucaristía, tenemos un modelo luminoso. Igual que en su caso, salvado –claro está- el carácter específico y único de su ser, también respecto a los difuntos lo que hacemos es celebrar su “muerte y resurrección”: como acción de gracias al Dios de la vida, como ejercicio comunitario y especialmente intenso de la comunión viva y actual, como solidaridad con el dolor de los allegados, como ánimo para la vida, y de manera muy especial, como alimento de nuestra fe –siempre precaria, siempre amenazada- en la resurrección (p. 329).


Creo que Torres Queiruga es un teólogo muy valiente, inteligente y culto, bien formado en filosofía y en teología, que acepta el reto –como Roger Haight y tantos otros teólogos de la liberación, por ejemplo J. L. Segundo, J. A. Estrada J.J. Tamayo, etc.- de estudiar, aclarar y formular en un lenguaje moderno temas muy difíciles de la religión, absolutamente vivos hoy día, pero que quizá sólo convenza a los previamente convencidos. La prueba de su éxito son las tres ediciones –solo en castellano- que su libro sobre la resurrección -técnico, aunque claro- ha tenido desde el 2003.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
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