Guardabosques, jardineros y cazadores (Pedro Zabala)
Pedro Zabala
Pasaron los tiempos en que vivíamos –o al menos así nos lo parecía- en una sociedad homogénea. En la ciudad pequeña y tranquila en la que nací y resido, Logroño, basta con pasear por sus calles para darnos cuenta de la variedad de personas, nacidas en distintas partes del planeta, que hoy la pueblan. La diversidad de etnias, vestimentas, lenguas y formas de interactuar que se observan era inimaginable hace bien pocos años. Si entramos en detalles significativos, hemos de destacar que la variedad de ropajes –hasta algunos burkas- se acentúa entre las mujeres, mientras que los varones de otras latitudes tienden enseguida a occidentalizarse en el vestir.
Pero al lado de esa pluralidad tan visible, hay otra no menos importante aunque no sea tan perceptible a simple vista. En las sociedades de hoy convivimos gentes de mentalidades muy dispares. Diferencias de creencias, ideologías, gustos, aficiones, etc. Muchas de ellas tienen que ver con una distinta visión temporal. No somos coetáneos, aunque biológicamente lo parezcamos, pues hay personas que, aunque se encuentren en el mismo espacio, sus coordenadas mentales pertenecen a distintas épocas históricas. Así existen personas que no han alcanzado el estadio de la modernidad. Otras que sí han llegado a él. Y otros que se encuentran ya en lo que llamamos la posmodernidad. Bauman llama a .los premodernos guardabosques, a los modernos jardineros y a los posmodernos cazadores, en metáforas que paso a comentar.
Para los premodernos, la idea, según la cual los seres humanos pueden sustituir el mundo real, el que es por otro diferente, construído por ellos, era simplemente impensable. No podían imaginarse formas alternativas de vida humana en la tierra. Lo que hay que hacer es simplemente conservarlo, de la mejor manera posible. De ahí, que el papel principal de los premodernos sea el del guardabosques que “preserva el equilibrio natural, emanación de la infinita sabiduría de Dios o de la Naturaleza”. Como las cosas están mejor, es cuando no se tocan, cuando se respetan las leyes naturales, por lo que hay que cortar el paso el paso a los cazadores furtivos, a los no autorizados, a quienes alteran la armonía y el orden del designio divino. De ahí, que los premodernos sobrevivientes que todavía pululan en la sociedad actual, sean claramente nostálgicos, añoran un pasado que creen mejor que los calamitosos tiempos actuales. Los fundamentalismos religiosos y ecologistas son un ejemplo de guardabosques que puedan llegar a considerarse legitimados para usar la violencia y la destrucción para imponer sus criterios.
Los modernos eran los convencidos de que había que luchar por una utopía. El sueño utópico precisaba dos condiciones para nacer. La sensación de que el mundo no funcionaba como debiera y que era necesaria una revisión total, era la primera. Y la segunda, una confianza ilimitada en la razón para moldear la sociedad en orden a la mejor satisfacción de las necesidades humanas. De ahí que el moderno deba ser un jardinero, alguien que elabora en su cabeza la disposición más adecuada del mundo y procede a convertir en realidad esa imagen en la tierra. “Estimula el crecimiento de las plantas adecuadas y destruye el resto, ahora rebautizadas como malas hierbas”. El moderno, el jardinero, es la persona de las grandes ideologías, el enamorado del progreso que consiste en ir en pos de una utopía, esa meta siempre inalcanzable. Si el premoderno vive anclado en un ayer idílico, el moderno sueña con un futuro posible que debe realizar a toda costa. Ese sueño revolucionario legitimaba también la violencia. La libertad abstracta, la supremacía de la raza aria, o la sociedad sin clases, servían de excusa para aplastar a quienes parecían oponerse a su planes o no entraban en ese horizonte feliz que se íba a imponer a toda la humanidad. Todavía quedan algunos modernos entre nosotros que repiten incansables las viejas consignas, que buscan nuevos prosélitos capaces de desafiar el desencanto general.
Claro que en los “tiempos líquidos” de la posmodernidad en los que estamos instalados, se nos repite incansablemente que las utopías han muerto. Ya vale de soñar, hay que vivir con los piés asentados pragmáticamente en el suelo. Al posmoderno, que Bauman califica de cazador, “le da igual el equilibrio de las cosas, ya sea éste natural o premeditado artificialmente. Lo único que interesa a los cazadores es llevarse una pieza para llenar su morral”. No les importa que su actividad cinegética acarree la destrucción de la naturaleza o el empobrecimiento de gran parte de la humanidad. Hay que ser cazadores, porque si no te expones a ser cazado. Su horizonte se reduce al presente, al máximo beneficio, obtenido en el más corto plazo posible. La globalización neoliberal ha hecho posible este cambio de época. El progreso es hoy mera cuestión de supervivencia individual. Escapar de la inseguridad, de la rutina, a través del intento de reinventarse continuamente a sí mismo, en un consumismo compulsivo parece ser la meta de muchas gentes que han renunciado a pensar, que sólo ansían no ser cazados en esta jungla individualista…
¿Qué mundo vamos a dejar a nuestros descendientes?. A los cazadores, no les preocupa. Pero a las muchas víctimas que sus actividades originan les horroriza la situación. Pueden que sólo envidien la posibilidad de convertirse en otros cazadores, que se enganchen con las adicciones estupefacientes que la sociedad les brinda para embrutecerles, puede que estallen en revueltas estériles contra el sistema opresor, o se enrolen en alguna ideología fanática… ¿No es ya la hora de una rebelión humana en la que la dignidad incondicional de las personas y sus Derechos Fundamentales fuerce una resistencia, tanto global como local?. A estas alturas, ¿podemos seguir ignorando el fundamento de la fraternidad básica entre todos los miembros de nuestra especie que nos lleva a responder con deberes inaplazables para los más débiles?.