Oportunidad para el matrimonio (Judaísmo, Cristianismo, Islam)

En contra de los agoreros de desastres (algunos en torno al Sínodo II sobre la familia), en duro tiempo (final del 2015 d.C.) nos hallamos en un momento privilegiado para hablar del matrimonio (¡valga la palabra, que viene de madre, aunque pueda manipularse!) entendido en forma de encuentro y compromiso de amor entre dos personas.

Antes (y todavía en muchos casos…, y en la mente de algunos juristas, incluso eclesiásticos) el matrimonio era una ley que debía salvaguardar y mantener por encima de las personas. Había incluso (y hay) un defensor del vínculo, más que de las personas. Ahora, de una forma nueva, y quizá por vez primera, tras muchos siglos, descubrimos que el matrimonio es ante todo lo ya dicho: un acontecimiento (un encuentro sorprendido y sorprendente entre dos personas) y un compromiso personal de fidelidad (que no puede separarse nunca del bien de ellas y de su entorno).

El matrimonio es siempre algo doble: es quererse de dos y querer quererse, al mismo tiempo, abriendo así un horizonte de vida compartida, entre personas que en suelen ser varón y mujer, pero no necesariamente. Por eso, lo que importa ante todo es que sean dos “personas” (sujetos libres, capaces de amor responsable y respondido). El hecho de que sean varón y mujer viene después, lo mismo que el misterio de los hijos.

En ese sentido, el matrimonio es un milagro de humanidad compartida. Así
he querido presentar esta postal de un modo extenso, siguiendo el hijo de mi Diccionario de las tres Religiones. Míos son los dos primeros apartados (Judaísmo, Cristianismo); de J. Durán, arabista e islamólogo, es lo referente al Islam.

Como verá quien siga leyendo me ocupo menos del judaísmo (centrándome en el AT más que en el judaísmo actual) y del Islam (del que trata J. Durán). Mi desarrollo va más ligado al cristianismo..., y en esa línea presento el matrimonio desde la experiencia del encuentro y compromiso personal de amor de dos seres que libremente se vinculan cada uno al servicio del otro y los dos al servicio (o, mejor dicho, desde la experiencia de) la Vida que es Dios (dualidad, encuentro)

Evidentemente, no puedo exponer todos los temas implicados, pero pienso que algunos se enfocan mejor como sigue... Sin duda, en el Sínodo se plantean también otros temas (hay otras perspectivas), pero lo que digo puede ayudarnos a entender, iniciando un camino personal de familia



1. JUDAÍSMO

Forma básica de vinculación humana, determinada por la misma identidad del hombre y la mujer, en cuanto seres que nacen de otros seres humanos (de una pareja), tanto en plano biológico como, y sobre todo, cultural. Conforme a Gen 1 y Gen 2, el primer matrimonio lo forman un hombre y una mujer, que se unen porque se atraen y encuentran uno en el otro (cf. Gen 2, 23) y porque así transmiten vida. Pero, en el principio de la historia israelita, esa unión hombre-mujer se inscribe normalmente en el contexto de una familia (o casa) más extensa, formada por clanes y tribus.

Cada familia o casa paterna (bayith, beth ’av) viene a integrarse con otras familias, formando un clan (mishpaha); por su parte, los clanes se integran en tribus (shevet, matteh), y las tribus se unen formando el pueblo de Israel, que se transmite por generación, de padres a hijos. Lógicamente, en este contexto, más que el matrimonio en sí (relación horizontal varón-mujer) importa la relación de descendencia, formada por casas paternas (por las que el nombre y vida pasa de padres a hijos). El matrimonio constituye, por tanto, una institución derivada: está al servicio de los padres de familia y de los clanes, al servicio de la generación.

1. El matrimonio, institución subordinada.

En este contexto, los padres de familia (y los jefes de clanes más extensos) vendrán a ser la primera autoridad, representantes del Padre-Dios celeste; sus mujeres, una o varias, están subordinadas. De manera consecuente, la primera historia bíblica sanciona el recuerdo de los padres-patriarcas, que no son divinos (como en otros pueblos), pero sí muy importantes, pues garantizan la elección y las promesas: ellos (Abraham, Isaac, Jacob y los Doce) definen el Génesis del pueblo.

Los padres reunidos forman el consejo de ancianos (zequenim), que son autoridad definitiva (y casi única) en la federación de tribus: ellos son los representantes de familias y clanes, que forman la asamblea permanente (legislativa, ejecutiva, judicial) del pueblo.

Cada familia repite y encarna el modelo patriarcal, con el padre varón como garante de Dios y transmisor de las promesas, en línea genealógica. Todo es armónico y sagrado. Pero, en este contexto, el matrimonio en cuanto tal (como unión hombre-mujer) es algo derivado, pues la mujer o mujeres, una o varias (con siervos y bueyes) son propiedad del padre de familia, como marca la ley más solemne del Decálogo (cf. Ex 20, 17; Dt 5, 21). Hay patriarcado, no matrimonio.

2. En este contexto, el único importante es el varón, definido como fuerte (gibbor), en cuanto padre y guerrero (trabajador). La mujer es “derivada”, está subordinada, incluso como mujer (a pesar del canto dual de Gen 2, 23). En cuanto simple esposa, ella se encuentra a merced del marido que puede expulsarla de casa por ley (cf. Dt 24, 1-4); sólo al volverse madre y siendo defendida por sus hijos, ella se vuelve importante en la familia.

En otras palabras, la mujer no es importante como esposa (por el matrimonio), sino por la maternidad. Por eso, en el Antiguo Testamento, para la mujer (y para el conjunto de la sociedad), la maternidad resulta inseparable del matrimonio (que etimológicamente viene de viene matris munus, el oficio de la madre). Desde ese contexto se entienden las leyes fundamentales que regulan la condición de la mujer en el matrimonio.

a. Poligamia.

En la historia del antiguo Israel no hay ninguna ley específica sobre la poligamia, sino que ella se toma de hecho como un estado posible (e incluso) normal para los varones ricos, que pueden mantener y defender a varias mujeres.

Como polígamos aparecen los patriarcas y la poligamia ha seguido existiendo, por lo menos hasta el tiempo de Jesús y aún más tarde, en algunas familias israelitas, sin que ello haya implicado ninguna contradicción esencial, pues cada una de las mujeres es propiedad del marido, que tiene las mismas obligaciones de respeto y cuidado hacia todas. No hay por tanto relación personal entre un hombre y una mujer, sino más bien una relación de poder y de generación


b. Adulterio y divorcio.

En ese contexto se entiende la ley del adulterio (cf. Ex 20, 14; Dt 5, 18), que no ha de entenderse en un plano de “limpieza sexual”, sino de ruptura de la ley de propiedad del marido sobre la esposa (o esposas). El adulterio no tiene que ver la con la mujer (a ella no se la ofende, pues no tiene derecho a la fidelidad del marido), sino con el marido, que posee el derecho y la obligación de mantener la fidelidad de su mujer (de sus mujeres), para controlar de esa manera la legitimidad de la descendencia; la ley del matrimonio queda sometida a la seguridad de la descendencia. Evidentemente, en este contexto, el divorcio es derecho y prerrogativa del. esposo, que puede repudiar o abandonar a una de sus mujeres, siempre que lo haga según ley (Dt 24, 1-3).

2. Más allá de la ley. Amor y matrimonio.

Esta “ley del matrimonio” ha ido evolucionando a lo largo de la historia de Israel, de tal manera que, tras el exilio, se ha ido extendiendo de manera normal el matrimonio monogámico. Ciertamente, se han conservado la leyes de pena de muerte contra el adulterio (cf. Lev 20, 10), pero muchas veces se han dulcificado de hecho. Por otra parte, algunas escuelas, como la de Shamai (un poco anterior a Jesús) han endurecido las condiciones para el divorcio.

Además, la Biblia Israelita ha recibido en su canon un libro que canta el amor total de un hombre y una mujer, en claves que tienden a ser monogámicas (Cantar de los Cantares). Ese libro constituye uno de los testimonios más importantes de la historia de la humanidad en línea de “amor matrimonial”. Pero sólo “en línea de matrimonio”, porque ese libro no indica en ningún momento que ese amor deba identificarse con el matrimonio, entendido como institución familiar.

Sin duda, en Israel han existido muchos matrimonios “por amor”; más aún, el amor matrimonial (de un hombre y una mujer) está en la base de algunos de los símbolos y experiencias más importantes de la Biblia Israelita, como en el canto de Gen 2, 23 (amor Adán-Eva) y en el símbolo matrimonial del amor de Dios hacia su pueblo (en Oseas y Jeremías, en Ezequiel y en el Segundo Isaías), pero (a diferencia de lo que pasa en la modernidad), en los tiempos del Israel bíblico, el matrimonio, como institución social, no era tema de amor, sino que estaba vinculado más bien a la transmisión de la vida, en un contexto en que el hombre dominaba sobre la mujer.

2.CRISTIANISMO

1. Principios. Básicamente, el cristianismo ha mantenido la misma visión del judaísmo de su tiempo, sobre el matrimonio y la familia. Sin embargo, tanto Jesús como la Iglesia primitiva han introducido algunos correctivos (que pueden encontrarse también en otras líneas del judaísmo) y que llevan a una visión distinta (igualitaria) del amor matrimonial. Éstos son algunos de los rasgos más característicos:

a.
De la poligamia ni se habla.
Por eso no hace falta condenarla. De todas formas, ella se supone simbólicamente en algunos textos clásicos de la tradición evangélica, sin que ello cause escándalo o protesta entre los oyentes y lectores.

Así se dice, por ejemplo, en Mc 12, 20-26, que siete hermanos cumplieron la “ley del levirato”; evidentemente, los que se fueron casando con la viuda de los hermanos anteriores podían estar casados; lo que importa a la ley (que es ley de posesión de tierra y de herencias/descendencias...) no es la condición de la mujer (que debe casarse con un hombre ya casado), sino la descendencia “legal” de su primer marido. Lo mismo pasa en la parábola del esposo que se casa con siete vírgenes buenas (cf. Mt 25, 1-13), sin que se proteste por ello.

Pero en sí, en el momento en que el matrimonio es encuentro dual de personas, ya no hay lugar para la poligamia con su relación asimétrica, con el "dominio" de uno sobre varias.

Ciertamente, no parece que Jesús hubiera condenado sin más a un marido polígamo, siempre que amara a sus mujeres (y ellas le amaran) y no hubiera una solución mejor... Pero:

-- Parece que en el contexto pobre del entorno de Jesús no había poligamia (sólo los ricos podían ser polígamos), de manera que Jesús no entra en el tema;

-- Para Jesús, la poligamia aparece sólo como algo del pasado. En esa línea, ella se encuentra fuera del horizonte mental y social de sus seguidores, de tal forma que no hace falta ni siquiera condenarla (¡está ya condenada y superada de hecho por la forma en que Jesús plantea el matrimonio!).

De todas formas, tanto 1 Tim como Tito, cuando dicen que el obispo/presbítero y el diácono sean maridos de una sola mujer (cf. 1 Tim 3, 2.12 Tito 1, 6), podría suponerse que entre los miembros más ricos de la comunidad podría haber habido varones polígamos, como permitía la ley judía (pero dentro de cristianismo se trataba sólo de un hecho residual).

b. Adulterio.

Se sigue condenando en el conjunto del Nuevo Testamento, pero con dos novedades determinantes.

(a) La razón radical para condenar el adulterio no son ya los hijos (que el marido esté seguro de que los hijos son suyos), sino el derecho que tiene el esposo sobre la esposa, pero también la esposa sobre el esposo, de manera que ambos aparecen en paralelo, con los mismos deberes y obligaciones, conforme al principio de Gen 2, 24: “no son ya dos, sino una carne”.

No es un "derecho de ley", sino de amor... No es un derecho que se puede imponer, ni exigir con violencia... Pero si falta ese camino de encuentro personal y de compromiso para siempre se rompe el matrimonio. Por eso, no sólo la mujer se vuelve adúltera contra el primer varón (cuando se "casa" con otro), sino que el varón adultera “contra su mujer” (cuando se casa con otra) (cf. Mc 10, 11-12).

(b) Por eso, en este primer nivel, la causa del rechazo del adulterio no son por tanto los hijos (aunque el tema tiene muchísimo importancia) sino el hecho de que va en contra del despliegue de la fidelidad entre dos personas (en especial entre un varón y una mujer). Lo que destruye la fidelidad destruye el matrimonio, no sólo algo que se realiza forma externa (una nueva relación genital de unos de los esposos), sino la falta de fidelidad afectiva entre la pareja.

En la misma línea se mantiene Pablo, cuando dice el cuerpo de la mujer es para el marido, y el cuerpo del marido para la mujer (1 Cor 7, 4-5), de manera que el adulterio se entiende como ruptura de las relaciones de pareja (del amor debido, de la alianza de vida) y no como simple destrucción de la pureza genealógica. Por eso, en un sentido, el Nuevo Testamento sigue rechazando el adulterio (como ruptura de amor), pero, en contra de la ley antigua, no condena a la adúltera a la muerte, pues en el adulterio hay otras implicaciones y temas que no se resuelven matando a la “culpable”.

Eso significa que la comunidad cristiana se atreve a recibir en su seno a los adúlteros, para iniciar con ellos un camino distinto de amor (cf. Jn 8, 11)… para iniciar con ellos un camino. No se dice que la adúltera tenga que volver a cohabitar con su esposo (la comunidad debe ofrecerle otras posibilidades humanas y afectivas). Ni se dice que el adúltero deba volver con su esposa…, pero se abre un posible camino distinto de fidelidad.


c. Desde aquí se entiende el tema del divorcio,

que ha de interpretarse (en primer lugar) como “fracaso de amor”, como ruptura de las relaciones de pareja. Por eso, lo que importa no es el divorcio “legal” (¡que es siempre algo secundario para Jesús!), sino el divorcio “personal”, el fin del camino de fidelidad y amor entre los casados.

Ciertamente, el divorcio puede darse no sólo por “adulterio” consumado (cuando uno de los cónyuges busca o tiene otra pareja), sino también por transformación afectiva, por cambio personal (muchas veces sin culpa de uno ni del otro). Y en ese momento puede haber un divorcio bueno (siempre que se intente hacer con respeto mutuo), para despliegue una nueva libertad, o de una posibilidad de amor de uno de los dos cónyuges.

El matrimonio ya no está al servicio de otra cosa (del poder del varón, de la limpieza de sangre de la descendencia), sino del mismo amor, es decir, de la “unidad de carne” (esto es, de vida, de comunicación personal) que propugnaba Gen 2, 24. Por eso, si el amor se rompe de forma “irreparable” (y en casos violenta) no sólo es posible el divorcio, sino que puede volverse necesario.

En ese contexto se puede añadir que el matrimonio es signo de una “alianza definitiva de amor”, en la línea del amor de Dios hacia Israel y de Cristo hacia su Iglesia (cf. Ef 5, 22-33), de manera que la imposición de un matrimonio sin amor ni fidelidad personal de los esposos resulta algo contradictorio según el impulso de Jesús. Por eso, cuando la alianza definitiva se ha roto… (y no puede repararse por más buena voluntad que se ponga) no se puede ya hablar de matrimonio. Se ha roto aquello que en principio era irrompible.

Evidentemente, no todas las cosas quedan claras, pero, en principio, el Nuevo Testamento ha superado el principio de patriarcalismo masculino, haciendo posible un matrimonio de amor permanente, e igualitario, entre marido y mujer o entre dos personas. Hay muchos asuntos pendientes que requieren una atención concreta, en cada caso, pero algo va quedando claro en la experiencia de Jesús:

a) Lo que importa es que haya amor mutuo, fidelidad personal. Por eso, el evangelio no trata directamente del divorcio (que es un caso límite), sino de la posibilidad de una alianza personal de amor entre dos personas, en un contexto de apertura eclesial (que suscita un campo en que esa fidelidad es posible).

b) Siendo el amor matrimonial indisoluble… donde ese amor se ha roto de un modo irreparable no se puede hablar de matrimonio..., tanto en el caso del matrimonio tradicional (un hombre, una mujer), sino también en otras formas de compromiso de fidelidad entre dos personas...

c) Por eso, lo que define en sí el matrimonio no es que sean un hombre y una mujer, sino dos personas... con lo que ello implica de comunicación de vida... De esa manera se abren nuevas posibilidades para entender y vivirlo.

2. La novedad cristiana.


Desde el momento en que el matrimonio ya no está al servicio de los hijos, en el momento en que los hijos propios no son ya la finalidad de toda familia (y de toda persona), puede cultivarse la experiencia de una vida célibe, dentro del espacio de amor de la comunidad. Así lo ha puesto de relieve Pablo en 1 Cor 7, iniciando una de las mayores revoluciones antropológicas de la historia de occidente (y de la humanidad), La mujer no está al servicio de nadie, ni del marido, ni de los posibles hijos, sino que puede ser ella misma, viviendo, si quiere, como célibe dentro de una comunidad que la acoge y respeta como tal.

a. En este contexto resulta absolutamente fundamental el tema de los niños. Como hemos visto, el matrimonio no está al servicio de los hijos propios, sino del amor mutuo (de la pareja), aunque, como es evidente, se supone que los padres deben cuidad a sus hijos. Pero más que los hijos propios de un “buen matrimonio”, a Jesús y al Nuevo Testamento le interesan los “niños sin familia”, es decir, aquellos que no tienen “buenos padres legítimos” que les cuiden.

Nos hallamos en un contexto de familias divididas, de niños abandonados. Pues bien, en ese contexto, los pertenecientes al grupo de Jesús (unidos o no en matrimonio) tienen que preocuparse de los hijos sin familia. Ellos, los niños que pueden ser cuidados en un buen matrimonio legal (pues no tienen padres que les puedan acoger), empiezan a ser los privilegiados de la familia de Jesús, como han puesto de relieve algunos textos básicos de los evangelios (cf. Mc 9, 33-37 y 10, 13-16 par).

b. Valor del matrimonio en sí.

En la actualidad, a principios del siglo XXI, la institución del matrimonio se encuentra ante una situación favorable, que nos sitúa cerca del Nuevo Testamento.

(1) El matrimonio no es ya una imposición; hombres y mujeres pueden vivir su amor y llenar su apetencia social y sexual de otras maneras; por eso, al matrimonio ya no es necesario, ni siquiera para la procreación de los hijos (por más conveniente que pueda ser). Por eso, estamos en un momento privilegiado para hablar del matrimonio desde la raíz cristiana. No todo tiempo pasado fue mejor en este campo.

(2) El matrimonio es una experiencia de vinculación libre y personal, entre dos seres iguales, que deciden compartir la vida, no sólo para tener hijos, sino para acompañarse en el amor (en un amor que, normalmente, puede abrirse a los hijos). En los textos básicos del Nuevo Testamento (tanto en Mc 10, 1-12, como en 1 Cor 7 y Ef 5) se habla de la unión de los esposos como experiencia clave del matrimonio, sin aludir directamente a los hijos.

c. Bases del matrimonio.

Conforme a todo lo anterior, desde el corazón del evangelio, el matrimonio se funda y se centra en dos claves.

(1) Amor personal. Frente a quienes intentan apoyarlo en otros presupuestos, el matrimonio actual sólo puede fundarse en el en-amoramiento, con todo lo que implica de deseo, de pasión y encuentro interhumano. Ni el dominio patriarcal del varón, ni la exigencia de una “pureza genealógica”, ni la seguridad económica para la mujer son ya esenciales (pues la mujer puede y debe tener su seguridad fuera del matrimonio). Sólo por amor de verdad puede haber hoy matrimonio. Estamos en un momento bueno para “recrear” el matrimonio desde el amor evangélico y no desde un tipo de ley externa, como algunos parecen querer todavía.

(2) Compromiso mutuo, de uno con y en el otro.... En otro tiempo, el matrimonio sólo realizarse más por conveniencia social que por opción y voluntad positiva de los esposos. Pues bien, con los cambios sociales de la modernidad y con la liberación económica, social y sexual de la mujer, el matrimonio puede y debe estabilizarse como un compromiso libre entre personas que podrían vivir sin casarse. Ya no es una necesidad, como podía ser antes, sino el resultado de una elección libre, de una personal. Un hombre y una mujer se atreven a ofrecerse una palabra de alianza para siempre, con todo lo que implica de fidelidad y comunión de vida.

3. ISLAM

1. Obligatoriedad del matrimonio

El celibato está francamente mal visto en el islam, pues se supone que el soltero vive en estado impuro, al menos con el pensamiento. Un hadiz dice que “el matrimonio es la mitad de la religión”. El matrimonio es obligatorio (fard) según las escuelas jurídicas shâfi´í, mâlikí y hanbalí y recomendable (mandûb) según la hanafí. Tradicionalmente se consideraba conveniente el matrimonio desde el momento en el que se alcanzaba la edad de despertar sexual, a fin de evitar tentaciones de fornicación.

2. En principio, un contrato

El matrimonio en el islam no es un sacramento. Es un contrato que hace lícitas las relaciones sexuales. Por eso el contrato de matrimonio se conoce como ´ahd an-nikâh, que literalmente significa “pacto de coito”, o quizás, más exactamente, “pacto de penetración”. La naturalidad con que el islam trata la →sexualidad no ha dejado de ser motivo de asombro entre los occidentales que viajaban por las tierras islámicas. Por ejemplo, un hadiz del Profeta (Sahîh al-Bujârî, libro 67, capítulo 31) dice: “Cualquier hombre y mujer que se pongan de acuerdo, que mantengan sus relaciones sexuales tres noches. Si después quieren seguir más tiempo juntos, que sigan; y si quieren dejarlo, que lo dejen”. La identidad lingüística entre el acto sexual y el hecho de casarse dificulta el discurso puritano. Por supuesto que la finalidad primaria del matrimonio es satisfacer lícitamente las necesidades sexuales, y secundariamente la reproducción, pero a partir de ahí el matrimonio tiene entre sus objetivos lograr que el ser humano esté completo, satisfecho a todos los niveles y en paz. Para que el matrimonio se realice, es necesario que se convierta en un proceso de conciencia: se realiza plenamente el matrimonio cuando se es consciente de que la unión sexual es partición en los procesos cosmológicos: fertilidad, participación en la Creación, equilibrio entre lo femenino y lo masculino, unión de los contrarios...

3. Obligaciones de los esposos

El esposo ha de pagar la dote (mahr) a la esposa. Esa dote se divide en dos partes: una adelantada (muqaddam) a la hora del contrato matrimonial, y otra aplazada (mu`ajjar) que deberá percibir la esposa en el caso de divorcio o viudedad.
El esposo además tiene la obligación de mantener a la esposa de acuerdo con sus posibilidades económicas, pero la esposa no tiene obligación alguna de contribuir con sus bienes a la manutención de la casa y conserva la total libertad para disponer de sus propiedades, entre las que se encuentra la dote y lo que de ella se derive (si es que la invierte, por ejemplo) sobre las que su esposo no tiene el menor derecho. La escuela jurídica mâlikí sostiene que la esposa tiene la obligación de ocuparse de los asuntos del hogar, pero eso no es obligatorio según las demás escuelas jurídicas sunníes, de modo que teóricamente según estas otras escuelas jurídicas la esposa sólo tiene obligaciones sexuales pero ninguna de limpiar, cocinar o cualquier otra tarea doméstica. Otra cosa es la realidad social de las sociedades musulmanas.

4. Matrimonio temporal

En el islam chií existe el matrimonio temporal, conocido como çawâÿ al-mut´a (“matrimonio de placer”), çawâÿ mu`aqqat (“matrimonio temporal”) o çawâÿ munqati´ (“matrimonio interrumpido”), consistente en un tipo de matrimonio por un plazo fijado, de manera que cuando transcurre ese plazo (sea largo o corto) el matrimonio se rescinde. Esta forma de matrimonio existía en la época preislámica y se practicó por los musulmanes en los primeros tiempos, hasta que el califa ´Umar lo prohibió. Como los chiíes aborrecían a este califa, no reconocieron la abolición del matrimonio temporal y han seguido practicándolo hasta el día de hoy. La cuestión respecto al matrimonio temporal es una de las diferencias más notorias entre la ley chií y la ley sunní.

5. El divorcio

Según un hadiz dice Muhammad: “Nada ha permitido Allâh que me satisfaga tanto como el matrimonio (nikâh), y nada ha permitido que me desagrade tanto como el divorcio (talâq)”. El divorcio, por tanto, jurídicamente es perfectamente lícito, aunque se considera indeseable (makrûh). En árabe las tres palabras para divorcio son talâq (la más habitual), firâq (“separación”) y sarâh. Talâq y sarâh podrían traducirse como “divorcio” o “repudio”, literalmente es “soltar”, en el sentido de desvincular a la esposa de su marido, con lo que éste deja de ser su esposo. El divorcio es muy fácil para el marido, y para ello debe usar la fórmula anti tâliqa (“Estás suelta”). El talâq por decisión del marido es revocable durante el periodo de ´idda (los tres periodos menstruales que debe esperar la mujer para volver a casarse). Con una misma mujer, el marido tiene derecho a dos talâq. Cuando pronuncia el tercero, o si le ha dicho anti tâliqa bi-z-zalâz (“Estás suelta por triplicado”), no podrá volver a casarse con ella antes de haberse casado ella con otro, haber consumado el matrimonio y haberse divorciado. Este segundo marido se llama muhallil (“que hace lícito”). El derecho al talâq unilateral del marido parte de la idea de que el esposo es el que lleva la carga económica de la familia y quien paga la dote. El talâq más que idea de “repudio” tiene –como hemos dicho- el sentido de “soltar”, dejar en libertad, dejar a la ex-esposa sin vinculación y obligación con el marido.

Todas las escuelas jurídicas aceptan que la esposa se puede divorciar a cambio de una compensación: la renuncia al mu`ajjar (la parte aplazada de la dote), el mantenimiento de uno o más de los hijos o pagando dinero. Es interesante observar que en la Arabia preislámica había habido mujeres beduinas que gozaban de la potestad de repudiar a sus maridos simplemente por el rito de cambiar la dirección de la puerta de la jaima, si antes estaba hacia el este poniéndola hacia el oeste o si estaba hacia el sur poniéndola hacia el norte.
El talâq también puede pronunciarlo el juez en caso de malos tratos o de incumplimiento de las obligaciones sexuales por parte del marido. Además se da en caso de que una de las partes padezca enfermedad contagiosa, locura o apostate del islam (en este caso es obligatorio).

J.F.D.V.
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