(Papas 3). Como Iglesia, el Papa es infalible (siendo muy falible).


Concilio
El Romano Pontífice, cuando habla ex cátedra –esto es, cuando cumpliendo su cargo de pastor y doctor de todos los cristianos, define por su suprema autoridad apostólica que una doctrina sobre la fe y costumbres debe ser sostenida por la Iglesia universal–, por la asistencia divina que le fue prometida en la persona del bienaventurado Pedro, goza de aquella infalibilidad de que el Redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia en la definición sobre la fe y las costumbres; y, por tanto, las definiciones del Romano Pontífice son irreformables por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia (Denz-H., 3074).
Bibliografía
Cf. L. M. BERMEJO, Infallibility on trial: Church, conciliarity, and communion, Westminster, Maryland 1992A. B. HASLER, Cómo llegó el Papa a ser infalible, Planeta, Barcelona 1980; H. KUNG, ¿Infalible?: una pregunta, Herder, Buenos Aires 1972; Respuestas a propósito del debate sobre "infalible: una pregunta", Paulinas, Madrid, 1971; Ch. OHLY, Sensus Fidei Fidelium: zur Einordnung des Glaubenssinnes aller Gläubigen in die Communio-Struktur der Kirche im geschichtlichen Spiegel dogmatisch-kanonistischer Erkenntnisse und der Aussagen des II. Vaticanum, EOS, St. Ottilien 1999; K. RAHNER (ed.), La infalibilidad de la Iglesia: Respuesta a Hans Küng, Ed. Católica, Madrid 1978; B. SESBOÜÉ, El magisterio a examen: autoridad, verdad y libertad en la Iglesia, Mensajero, Bilbao 2004; G. THIELS, L'infaillibilité pontificale: source, conditions, limites, Duculot, Gembloux, 1969; AAVV, «Verdad y Certeza, en Torno al Tema de la Infalibilidad»: Concilium 81, 82, 83, Cristiandad, Madrid 1973.
La declaración conciliar quiere hacer posible la verdad, encontrando un punto de apoyo que nos permita descubrir aquello en que podemos confiar y alejarnos de aquello que nos puede destruir. Esa pasión por la verdad estaba presente en Descartes (que apeló a las ideas claras y distintas) y en Kant (que busco el imperativo de la voluntad universal). Ambos tenían sus argumentos, pero los obispos del Vaticano I buscaban otra base para la verdad definitiva, más allá de los límites y riesgos de la pura Ilustración (que, siendo muy positiva, puede convertirse en principio impositivo, como han mostrado las barbaries del siglo XX: nazismo, estalinismo, capitalismo), y así apelaron a la infalibilidad de Jesús, es decir, del evangelio, no para oponerse a la razón (que ellos defendían), sino para fundar la verdad racional sobre la gracia. Por eso, definieron al mismo tiempo dos «dogmas» o principios, que se encuentran implicados:
1. Conocimiento racional.
Situándose en la línea de Descartes y Kant, los obispos del Vaticano I afirmaron que el hombre está abierto por su misma realidad hacia la Vida originaria, que le fundamenta y sobrepasa: «Si alguno dijere que el Dios vivo y verdadero, creador y señor nuestro, no puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana, por medio de las cosas que han sido hechas, sea anatema» (Denz.-H. 3026). Eso significa que el hombre puede dirigirse a la verdad y acogerla por «la luz natural de la razón» (Ibid. 3004).
Los obispos defienden así la Ilustración, como camino de búsqueda humana, y suponen que el evangelio no es irracional, ni puede imponerse de manera fundamentalista sobre creyentes antiguos o modernos. Ninguno de los ilustrados había logrado decir más que el Vaticano I: hombres y mujeres son capaces de conocer la realidad, conociendo incluso lo divino. Eso significa que el cristiano puede y debe dialogar con la cultura y que la iglesia acepta el proceso de racionalidad, a pesar de los riesgos que ha implicado en occidente, con la búsqueda filosófica y científica de la modernidad. En otras palabras, el hombre es capaz de Dios, capaz de trascenderse (capaz de buscar racionalmente la verdad).
2. Infalibilidad cristiana.
El Vaticano I añade que la búsqueda anterior (racional) de la verdad se encuentra fundada (y abierta) por una experiencia de fe, es decir, por el don de Dios que se revela porque él quiere, libremente. En este plano, desde una perspectiva cristiana, el Concilio afirma que, al acoger y expresar el don de Dios (la gracia de su revelación), el Papa es infalible, en materia de fe y costumbres (de fe y vida), cuando habla «ex cathedra», es decir, en nombre de la iglesia y de la humanidad, en línea de gracia, esto es, de evangelio.
Este dogma puede resultar y resulta escandaloso si se entiende de un modo literal o se relaciona con pequeñas declaraciones que el mismo papado ha venido ofreciendo en los últimos tres siglos, sobre temas de política o cultura, de ciencia o vida social. Pero, tomado en sentido profundo, este es un dogma esencial, porque permite que los cristianos sean conscientes de la firmeza que tiene conocimiento por fe, es decir, su experiencia religiosa compartida, en forma de comunión de gratuidad, desde el evangelio .
Dos dogma
Ambos «dogmas» (conocimiento racional e infalibilidad creyente) son inseparables y, lo mismo que la potestad cristiana, ellos se aplican a todos los hombres, quienes aparecen así como capaces de buscar por razón la verdad y de escuchar o acoger por fe la vida «infalible» de la revelación de Dios. En esa línea, el segundo dogma dice que sólo es infalible Cristo o, mejor dicho, una vida como la de Cristo, en amor abierto al conjunto de la iglesia (de la humanidad), partiendo de los pobres.
El lugar donde se expresa y cultiva esa infalibilidad es la comunión de los seguidores del evangelio (y de los hombres y mujeres buenos, que aman y buscan, en todas las religiones), hombres y mujeres representados (para nosotros) de un modo especial, no exclusivo, por el Papa, cuando asume, según Cristo, la vida del conjunto de la Iglesia, al servicio de los pobres. Así se vinculan ambas líneas: la búsqueda de la verdad (la apertura divina del hombre) y la afirmación de que sólo es infalible (en sentido cristiano) la comunidad de los fieles, precisamente allí donde ellos renuncian a todo poder y a toda verdad impositiva, buscando el bien de los demás.
Esas dos declaraciones resultan esenciales para que sigamos manteniendo el camino de Jesús y seamos cristianos. No son exclusivistas, no se apliquen sólo al Papa (¡él sería infalible, mientras todos los demás son falibles!), ni a la iglesia católica tomada de un modo cerrado (¡sólo ella sería verdadera, las demás son falsas!), sino que expresan un convencimiento humano, de tipo racional (podemos conocer la verdad), y una experiencia de fe gratuita, según la cual sólo conocemos la Verdad de Dios en la medida en que, renunciando a imponerla de un modo dictatorial (por encima de los otros), afirmamos que ella se expresa como amor gratuito, allí donde acogemos el don de la vida, con Cristo, amando a los más pobres.
Según eso, la Iglesia católica es infalible en la medida en que renuncia a serlo de un modo impositivo, dejando de situarse por encima de otras confesiones cristianas o de otras religiones y, sobre todo, por encima de los pobres. Ella es infalible en la medida en que recibe el don de amor de Dios y lo comparte en actitud dialogal (Hech 15, 28), en gesto de servicio a los pobres, sin condenar a nadie, pero rechazando toda imposición violenta, toda superioridad racionalista, legalista o política. Sólo es infalible si mantiene la experiencia y mensaje de Jesús: si evangeliza a los pobres y ofrece esperanza a los excluidos del sistema, en gratuidad, no por fuerza.
Quien quisiera ser infalible en clave de poder se equivocaría siempre. Quien pretendiera «yo soy infalible, tú no lo eres» sería un soberbio y no cristiano. Quien dijera «mi iglesia es infalible, las demás falibles» sería un dictador o un enfermo.
En contra de eso, la infalibilidad del Papa (de cada uno de los cristianos y los hombres que se mantienen en gesto de escucha y comunicación amorosa) sólo puede entenderse en perspectiva de pobreza agradecida, allí donde los hombres y mujeres se descubren amados por Dios y descubren que pueden responder amando (amándose entre sí, al servicio de la vida), en un diálogo en que pueden ponerse de acuerdo porque el mismo Dios Padre lo anima y fundamenta (cf. Mt 18, 19).
Éste es el poder de la impotencia y la razón de una gracia que está por encima de toda las razones: la verdad de la luz amorosa, que el evangelio ha expresado de forma lapidaria: «Gracias te doy Padre... porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los pequeños...» (Mt 11, 25-27). Esta es la infalibilidad de la pobreza y de la pequeñez del hombre, abierto al don del Padre, la infalibilidad del Dios de Jesús que ha creado a los hombres para la vida y que no puede permitir que se destruyan para siempre.