Ratzinger/Benedicto XVI (4). Iglesia de “padres”, más que de Jesús: Cuerpo de Cristo y ministerios Pikaza: "Ratzinger no fue primero abierto y luego cerrado, fue siempre Ratzinger"

Ratzinger, arzobispo de Munich
Ratzinger, arzobispo de Munich

 Sigue la serie sobre Ratzinger/Benedicto XVI. Tras Jesús (num. 3) viene  la Iglesia, que Ratzinger desarrolla en sus primeros escritos,una iglesia de ley sagrada, dirigida por "padres", que protegen y guían su santidad, más que liberada por Jesús para vivir en libertad, como supo Pablo (Gal 5, 1).

Ciertamente, el mensaje y vida de Jesús está en la base de la teología de Ratzinger, pero lo que define en verdad su iglesia son los "padres" (como en le Misná judía, Avot=padres).

Nuevamente impera la ley, principio de todo es el orden sagrado. Esa re-visión de Ratzinger era normal desde opción  personal y su lectura del Vaticano II.

22/02/2016 – CARLOS GRANADOS: «JOSEPH RATZINGER SIEMPRE HA QUERIDO ACERCAR  LA FE A LA GENTE SENCILLA» | RATZINGER - GÄNSWEIN

Los inspiradores del Vaticano IIeran de varias tendencia, pero entre ellos dominaron los patrólogos, con nombres excelsos como Lubac y Congar). Ellos lograron  que la iglesia superara su etapa post-escolástica y jurídica y pudiera recibir el agua de las fuentes patrísticas. Lamentablemente, el Vaticano II no tuvo auténticos biblistas, un acceso directo al evangelio.

Desde una patrística particular se entiende la eclesiología de Ratzinger/Benito XVI, más cerca de von Balthasar que de Rahner, más helenista que hebrea, más dependiente Platón (República de Sabios gobernando con ayuda de Vigilantes) que de la utopía mesiánica y liberadora de Isaías 2,2-4. 

Esta postal tiene dos partes:

Introducción. Ratzinger reinterpreta el Vaticano II de un modo parcial, desde una mística de iglesia y tipo de autoridad patrística. No vuelve a la radicalidad del mensaje de la Biblia en la actualidad, tal como quiso, en medio de grandes dificultades, el texto conclusivo del “esquema XIII” conclusivo sobre la Iglesia en el Mundo actual.

Texto de Razinger: “El concepto de iglesia en el pensamiento patrístico”, tomado de Obras Completas I, BAC Madrid 2014, 586-602. Texto original: Der Kirchenbegrif im patristischen Denken, publicado en „I grandi temi del Concilio“, Paoline, Roma 1965, 139-158

Comprensión de la revelación y teología de la historia de san Buenaventura  by Joseph Ratzinger Benedicto XVI: Bien tapa dura (2013) | Alcaná Libros

INTRODUCCIÓN. IGLESIA DE LOS PADRES. “SANTA Y PODEROSA”, MÁS QUE BÍBLICA Y MESIÁNICA.

Ratzinger/Benedicto XVI: Es muy fiel a un Vaticano II, pero a un Vaticano de la patrística, más que de la Biblia. Ciertamente, Ratzinger conoce la Biblia, pero no como palabra activa/actual del Dios de Jesus), sino como un tipo de “prehistoria” de la palabra eclesial. A su juicio, de un modo al menos implícito, el fundamento de su teología son grandes Padres del siglo IV-V d. C, como si la iglesia se fundara en Nicea-Calcedonia más que en el Jesús de los evangelio, más helenistas que bíblicos.

En esa línea, Ratzinger deja de hecho a un lado no solo la raíz profética Iglesia (la gran utopía personal, social y cósmica de Isaías y Daniel), sino también la identidad mesiánica del mensaje y vida de Jesús, profeta contra-cultural, amigo de pobre-excluidos, enfermos, posesos y prostitutas, ajusticiado por los poderes oficiales del sistema. Ciertamente, Jesús está allí, pero un Jesús utilizado como sustrato espiritual, recreado como  Cuerpo Místico de una iglesia de poder sagrado.

El Jesús de  Ratzinger es conciliar, pero sólo de una parte del Concilio, como puse de relieve ayer, al comentar las obras de Benedicto XVI sobre Jesús de Nazaret.   No se le puede acusar en modo alguno de anti-vaticano, pero sí de “vaticanista parcial”. Forma parte del gran intento de renovación de la Iglesia en el Vaticano II, y ciertamente supera un tipo de iglesia preconciliar de tipo jurídico y neo-escolástico, pero no llega  a la radicalidad teológica de K. Rahner, ni a la raíz de los grandes renovadores de los estudios bíblicos en el siglo XX, desde Lagrange a Bea. Es como si la iglesia tuviera miedo de volver a fundarse en Jesús-Jesús, como si el miedo a la Biblia siguiera formando parte del ADN del catolicismo postridentino.  

La BAC amplía las obras completas de Ratzinger: un predicador profundo y  claro, dice Carlos Granados - ReL

1. No se trata, como dicen algunos, de que Ratzinger/Benedicto XVI hubiera sido al principio un teólogo abierto, para desembocar después en posturas más cerrada e intransigente de la Iglesia. Ratzinger no fue al principio abierto y después cerrado, sino siempre “Ratzinger”. Pocos teólogos modernos conozco que hayan sido más fieles a su visión originaria de Jesús y de la iglesia. Este Ratzinger joven del trabajo que ahora presento, del año 1965, en pleno Vaticano II, es el mismo Benito XVI de sus años de Prefecto de la Fe y obispo/Papa de Roma.

Es un teólogo papa de la mística eclesial de los Padres helenistas y romanos. No vuelve al Jesús histórico, sino al Cristo del Cuerpo místico; no vuelve al Jesús de la libertad/liberación social, al Jesús sanador y contestatario, al Jesús de la “gran quiebra” del sistema imperial y sacral (Jesús de mujeres y niños, de posesos liberados para la plena libertad), al Jesús “maestro de maestros libres” (varones y mujeres),  sino  a un tipo de Cristo santamente amaestrado y amaestrador, al Cristo del Cuerpo de Dios que no se encarna en la vida mesiánica de los hombres, sino en un tipo de Santa Iglesia.

Por eso, lo que más importa no en este Cristo y esta Iglesia no es la liberación/curación de los pobres, sino que ellos tengan una buena autoridad (una especie de dictadura ilustrada) que les ofrezca camino y les dirija, en una iglesia santa.  Su problema de fondo no es por la libertad y creatividad mesiánica de los creyentes (de los que creen en la libertad de Dios), sino la buena dirección y mando de los buenos pastores.

2.No soy especialista en Ratzinger, un benedictólogo (perdónese la expresión) pero algo conozco el tema, porque tuve que traducir para su gran serie de “obras completas” varios trabajos del primer Ratzinger, incluidos en  el volumenI  de sus obras completas (cf. Pag VI).

Ésta es una edición buena, no “genial”  de las obras completas del Papa Benito ZVI, promocionada (y costeada en parte) por la Fundación Vaticana  Joseph Ratzinger (http://www.fondazioneratzinger.va/content).

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Imágenes:  Fundación Pontificia J. Ratzinger.Financia la publicación de las obras de Ratzinger. Concede cada año premios especiales a los que responden mejor a su obra y pensamiento. Uno de los primeros galardonados,año 2011, fue  D. Olegario G. de Cardedal, Salmanticense).

Yo traduje trabajos académicos muy serios del primer Ratzinger, sobre Orígenes y Agustín, con otros temas de fraternidad. Entre ellos, el más corto y adecuado para los lectores de RD y FB es la síntesis sobre La Iglesia en el pensamiento de los Padres, que me atrevo a presentar a continuación.

 Es un buen trabajo, de los primeros de J. Ratzinger, publicado el 19  65en el año final del Concilio, un trabajo  en el que, de alguna manera, está ya presente toda su obra posterior, desde Introducción al Cristianismo (1968) hasta sus últimas encíclicas como papa.

  Me alegro de haber formado parte (aunque exigua) del cuerpo de traductores de su obra, puesRatzinger/Benito XVI, un gran cristiano del estilo y tiempo espiritual de algunos Padres de la Iglesia …, un pensador y hombre que entendió y expandió el Vaticano II en una línea que, a mi juicio, no era (ni sigue siendo, la más fiel al movimiento de fondo del Vaticano II), la mejor, ni en un plano teológico ni de administración eclesial.

       Ratziger/Benedicto XVI no se fundó directamente en Jesús, sino en su iglesia posterior del siglo IV-V d.C., que era mejor que la del siglo XIX y principios del XX, pero noes la que necesitamos en el siglo XXI.

Para conocer la iglesia de Jesús y retomar su impulso no podemos quedarnos en una visión posterior de, “cuerpo místico de Cristo”, ni retomar sin más el tipo de ministerios posteriores del siglo IV-V, en un contexto de jerarquía helenista, más que bíblica. Tenemos que volver al evangelio “sin glosia”, como decía y quería Francisco de Asís en el siglo XIII.

       A mi juicio, esta iglesia de Ratzinger/Benedicto XVI tiene demasiadas glosas posteriores, de tipo muy místico, de mucha y grande autoridad, pero de una autoridad que, a  mi juicio, no responde al movimiento mesiánico de Jesús, ni a su visión del Dios Padre de la libertad y la resurrección, Dios de “carne” humana, de pueblo abierto al gozo intenso de la vida, a la esperanza práctica y creadora del Reino.

EL CONCEPTO DE IGLESIA EN EL PENSAMIENTO DE LOS PADRES DE LA IGLESIA  (Joseph Ratzinger 1965)

Texto traducido por X. Pikaza, para  Obras Completas I, BAC Madrid 2014, 586-602. Texto original: Der Kirchenbegrif im patristischen Denken, „I grandi temi del Concilio“, Paoline, Roma 1965, 139-158

 Querer decir en unas pocas páginas algo sobre el concepto de la Iglesia, tal como fue comprendido y expresado por los Padres constituye ciertamente un intento atrevido. La riqueza del pensamiento de los Padres es tan grande y multiforme que no puede ser condensado en unos rasgos escasos y cortos. Aquí nos limitamos por eso a presentar sólo algunos pensamientos que son fundamentales para su eclesiología.

Quizá pueda decirse que los motivos que han determinado la elaboración y despliegue del concepto de la Iglesia en el pensamiento de los Padres son cuatro:

(1) En primer lugar el concepto paulino de la Iglesia como Cuerpo de Cristo;

(2) después la estructura concreta del ministerio de la Iglesia que, por su parte, está vinculada de un modo muy íntimo con las dos tareas capitales de la Iglesia, que son el ministerio de la Palabra y el ministerio del sacramento. A estos dos elementos centrales de la realidad cristiana en sí misma se añaden dos motivos de tipo polémico:

(3) el enfrentamiento con la Roma pagana, es decir, con el poder político e intelectual del antiguo paganismo; (4) y el enfrentamiento con la gnosis pseudo-cristiana, que representó la gran tentación interna del cristianismo de los primeros siglos. Por razón de las limitaciones ya citadas, nos contentamos con desarrollar los dos aspectos interiores (primeros) del concepto de Iglesia.

LA IGLESIA COMO CUERPO DE CRISTO

El concepto de Cuerpo de Cristo consta de dos estratos, y así vincula un aspecto de tipo cósmico-mítico con otro de tipo sacramental-jurídico. La dimensión cósmica de la idea del Cuerpo de Cristo ha sido desarrollada por san Pablo, especialmente en las cartas de la cautividad, en las que Cristo aparece como el primogénito de la creación, el primogénito de los (resucitados) de la muerte, y como cabeza de la Iglesia (Col 1, 15-19), y de esa forma la Iglesia aparece, al mismo tiempo, como el Cosmos de Cristo, como el cumplimiento de la voluntad divina de la nueva creación.

Los Padres de la Iglesia han comprendido que este pensamiento de san Pablo se encuentra estrechamente vinculado con la doctrina del Apóstol sobre los dos-adanes en la que dice: todos nosotros pertenecemos por nuestra descendencia al espacio del antiguo Adán del pecado, pero todos juntos debemos formar con el «segundo Adán» (1 Cor 15, 45) una nueva humanidad (cf. Rom 5, 12-25; 1 Cor 15, 44-49). El realismo hebreo de la «persona corporativa», que ve en el patriarca (creador de estirpe) a la totalidad de aquellos que descienden de, él se vincula en los Padres con el realismo platónico de la idea, que les capacitó para repensar el concepto paulino en su mundo espiritual, y desarrollarlo más ampliamente. 

1) La Iglesia como cosmos de Cristo

Según los Padres, era evidente que la humanidad no está compuesta por una gran cantidad de individuos yuxtapuestos, que son más o menos señores de sí mismos, sino que «Adán» es una realidad fáctica que, a los ojos de Dios, hace que todos los hombres aparezcan como un único ser humano. De un modo especialmente plástico, siguiendo a la patrística griega, Agustín ha expresado este convencimiento en una homilía. En su comentario al Salmo 95 [96] 10, «juzgará el orbe de la tierra con justicia», él precisa:

«No (juzgará) sólo una parte, pues él no ha comprado sólo una parte. Él ha de juzgar la totalidad, pues ha dado el precio del rescate por la totalidad. Habéis escuchado el evangelio donde se dice que en su venida “él reunirá a sus elegidos de los cuatro vientos de la tierra”. Él reúne a todos los elegidos de los cuatro vientos, es decir de todas las direcciones del mundo. Pues el mismo Adán ‒ como os lo he dicho ya a menudo ‒ significa en griego la totalidad de la tierra. Pues su nombre consta de hecho de cuatro letras: A, D, A y M. Pues bien, las cuatro direcciones del mundo comienzan en griego con estas letras: El Éste se llama Anatolé, el Oeste se llama Dysis, el Norte es Arktos y el Sur Mesembria. Estas cuatro letras juntas dan ADAM. Según eso, Adán (=Adam) está extendido sobre todo el orbe de la tierra. En otro tiempo él se encontraba en un único lugar, pero luego cayó y se dividió en pedazos y llenó el orbe de la tierra; pero la misericordia de Dios reunió de nuevo los pedazos de todas partes, y los fundió en uno con el fuego del amor, y reunió de nuevo lo que se había roto» (Enarratio in Ps 95, 15;[PL 37, 1236]).

 Un nuevo paso en adelante en esa dirección lo dio Gregorio de Nisa pues, conforme a su enseñanza, igual que no se puede hablar de tres dioses, tampoco se puede hablar de muchos hombres en plural, de manera que así resulta visible la unidad de los hombres (De hominis opificio). Ireneo, Gregorio de Nacianzo, Gregorio de Nisa y muchos otros han visto en la oveja perdida del evangelio una imagen de la naturaleza humana, que el Hijo de Dios salió a buscar, para llevarla a casa. Este concepto realista de la unidad de la humanidad incluye dos nuevos aspectos en relación a la Iglesia, de los cuales uno se refiere a la comprensión del pecado y el otro al restablecimiento de la salvación.

El pecado consiste según eso en el desgarramiento de la especie humana, y su consecuencia es que el primer Adán se dividió en muchos pedazos, de forma que ahora está constituido por muchos individuos y por muchos pueblos dispersos sobre la tierra. Según eso, por medio del pecado la humanidad se ha dividido en individuos, cada uno de los cuales sólo se mira y conoce a sí mismo. De esa forma «Babilonia» (que según la etimología de los Padres significa «confusión», es decir, discordia, caos, división) se ha convertido en el símbolo misterioso de la esencia del pecado, que ha arrojado al hombre que era “uno” en la discordia que enfrenta a unos contra otros, de lo cual constituye un primer síntoma superficial la diversidad de idiomas.

En ese contexto se vuelve al mismo tiempo claro aquello en lo que debe consistir la salvación: se tratará de «colligere in unum», es decir, de reunir a la humanidad dividida en una unidad nueva y definitiva. Precisamente de esto había escrito de un modo maravilloso la carta a los Efesios, que presenta a Cristo como la Paz, aquel que ha rasgado el muro de la división y que ha vinculado de nuevo en un hombre único a las diversas partes de la humanidad, enfrentadas por enemistad. De ello habla también ciertamente la imagen paulina del cuerpo de Cristo, que a partir de aquí manifiesta toda la riqueza de su significado, es decir, el hecho de que Cristo es el nuevo Adán, que ha destruido la enemistad y que ha vuelto a llevar a todos a la unidad originaria. Por eso, Jerusalén, que los Padres tradujeron como «visio pacis», aparece como símbolo de aquello que es la Iglesia, y el misterio de Pentecostés viene a presentarse como anti-misterio de la división de lenguas de Babilonia y, en último término, como secreto fundante de la Iglesia. Citemos otra vez a Agustín, que habla de esta forma a los cismáticos donatistas, que intentan encerrarse en su cristianismo particular:

«¿Por qué no quieres hablar en todas las lenguas? Mira, allí (en Pentecostés) resonaron todas las lenguas. ¿Por qué no podrá hablar ahora en todas las lenguas aquel a quien se le ha otorgado el Espíritu Santo? Éste fue entonces el signo de que el Espíritu Santo había sido otorgado a los hombres: Que ellos podían hablar en todos las lenguas. Y tú, hereje ¿qué podrás decir ahora? ¿Quizá que el Espíritu Santo no ha sido concedido? […] Pero si él ha sido concedido ¿por qué no hablan en todas las lenguajes aquellos a quienes ha sido concedido? […] ¿Por qué no aparece ahora el Espíritu Santo en todas las lenguas? Pues bien, él se manifiesta también hoy todavía en todas las lenguas. Entonces, la Iglesia no estaba todavía extendida sobre el orbe de la tierra, de manera que los miembros de Cristo no podían hablar en todas las lenguas. Entonces se cumplió en una lengua aquello que servía de un modo anticipado para todos. Ahora el Cuerpo de Cristo habla en todas las lenguas, y hablará también en aquellas en las que no habla todavía. Pues la Iglesia ha de crecer de tal manera que abarque todas las lenguas… Yo hablo en todas las lenguas, me atrevo a decirte. Yo estoy en el cuerpo de Cristo; yo estoy en la Iglesia de Cristo; si el Cuerpo de Cristo habla ya en todas las lenguas, entonces yo también hablo en todas las lenguas: A mí me pertenece el griego, a mi me pertenece el siríaco, a mí el hebreo, a mi me pertenece aquello que es de todos los pueblos, porque yo estoy en la unidad de todos los pueblos» (Enarratio in Ps 147, 19). «Aquello que había dividido aquella torre, lo reúne ahora la Iglesia. De una lengua surgen muchas; no te admires, es la Hybris la que lo hace. De muchas lenguas surge una, es el Amor el que lo hace» (Tractatus in Io 6, 10).

 Para Agustín ser cristiano significa esencialmente salir de la división a la unidad, de la torre de babilónica al cenáculo de Pentecostés, en el que a partir de los muchos pueblos de la humanidad surge un nuevo pueblo.

Pero, a fin de captar mejor lo que eso significa en concreto, tenemos que preguntarnos cómo todo esto se vincula con el pensamiento del Cuerpo de Cristo. De un modo muy condensado, y con algo de simplificación, podemos decir lo siguiente: Conforme al pensamiento de los Padres, como hemos dicho ya de una forma expresa, la humanidad es una misma en todos los hombres. Por eso, el hecho de que nosotros llamemos «hombre» a todos los que tienen un rostro humano no es para los Padres una mera palabra, sino la más plena realidad. Así lo que se experimenta en un punto de la naturaleza humana actúa de algún modo en toda la naturaleza. Dado que el ser humano es en cierto modo un organismo, cuando se le toca en algún lugar, cualquiera que sea, se está tocando a toda la humanidad. Pues bien, cuando Dios se ha hecho hombre, él ha introducido a un hombre concreto en la unidad con Dios, y de esa forma él ha influido en la humanidad de todos los hombres, de manera que todo ese organismo (humano) ha sido puesto en movimiento hacia Dios.

Tomando y aplicando una imagen de Orígenes se podría afirmar que la humanidad de Jesucristo es como la caña de pescar de Dios que ha agarrado a la humanidad de todos los hombres y que ahora la va trayendo hacia sí, de manera que la humanidad total de todos los hombres viene a ser introducida en la unidad del Cuerpo de Cristo, el Dios-hombre, sacándola así de la división mortal de aquella separación que se llama «pecado». Los Padres tienen una concepción muy realista de esta inclusión de la humanidad de todos los hombres en un único ser humano, Jesucristo.

Metodio de Olimpo presenta precisamente de Cristo como una nueva manifestación de Adán que ha vuelto a la vida por la Palabra (Banquete III, 4-8). Hilario de Poitiers concede gran importancia al hecho de que la inclusión de los cristianos en Cristo no se realiza sólo unidad de espíritu, sino como unidad de «natura» (una unidad del ser). Agustín condensa también aquí las convicciones comunes de la patrística cuando él comenta la llamada del Redentor desde la Cruz («Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?»), diciendo: «¿Por qué esta palabra? Precisamente porque nosotros estábamos allí, precisamente porque el cuerpo de Cristo es la Iglesia». «Él hablaba allí de algún modo por mí, por ti, por cualquiera que formaba parte de su cuerpo, es decir, es decir, por la Iglesia» (Enarratio in Ps 21, 2. 3 [PL 36, 172]).

De esa manera la existencia terrena de Jesús alcanza una importancia dinámica que se despliega en la historia de la humanidad. El ser de Jesucristo ha producido en la humanidad una nueva dinámica, la dinámica que va del ser aislado de muchos individuos a la unidad con él, a la unidad con Dios. Y la Iglesia (de la que, de esa manera, nos hemos ido ocupando directamente) no es en cierto modo otra cosa que esta dinámica, este irse poniendo en marcha de la humanidad hacia la unidad de Dios. Según su esencia, la Iglesia es un “paso” que lleva desde la humanidad desgarrada, enfrentada con otros, a la nueva humanida, a la unificación de los que estaban disgregados.

a) Cuerpo de Cristo y Eucaristía

De lo arriba dicho se deduce lo siguiente: El hecho de que la Iglesia sea el Cuerpo de Cristo explica su carácter cósmico como paso (travesía) que saca a la humanidad de la disgregación del egoísmo a la unidad de Cristo. Sobre el sentido de ese paso han desarrollado los Padres unos pensamientos muy precisos. Ellos destacan la palabra «Cuerpo de Cristo» y la sitúan en un plano que está muy alejado de la mera especulación, hermosa pero irreal, como lo ha mostrado el redescubrimiento de la teología patrística en los últimos decenios. Para tomar conciencia de ello, volvamos de nuevo a Hilario quien entre otros pone de relieve la inmersión de los cristianos en Cristo, que no es puramente espiritual, sino una inmersión real, con las siguientes palabras: 

«Pero la forma en que nosotros somos en él, a través del Sacramento de la comunión del cuerpo y de la sangre, la testifica él con estas palabras: “Y este mundo no me verá más…” (Jn 14, 19). Si él hubiera querido que esto se entendiera sólo como una unión de voluntad ¿qué es lo que quería decir cuando habla del progreso y del orden en la participación de la unidad? Ciertamente esto: que así como él está en el Padre a través de su naturaleza divina, así estamos nosotros en él por su nacimiento en la carne, y así está él de nuevo presente en nosotros a través del misterio del sacramento» (De Trinitate VIII 15 [PL 10, 247s]).

El misterio del Cuerpo de Cristo que forman los creyentes se aclara aquí por medio de su participación en el Cuerpo de Cristo a través del sacramento. Los Padres que, en general, ven una vinculación totalmente directa entre el Cuerpo de Cristo de la Eucaristía y el Cuerpo de Cristo de la Iglesia, se apoyan también aquí sobre el sólido fundamento de la teología paulina, pues el primer texto en el que Pablo utiliza expresamente la palabra  «Cuerpo de Cristo» dice así:

 «El cáliz de bendición que nosotros bendecimos ¿no es la comunión en la sangre de Cristo? El pan que nosotros partimos ¿no es la comunión en el Cuerpo de Cristo? Pues siendo el pan uno, nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo» (1 Cor 10, 16 s.).

  Esta palabra siguió siendo para los Padres el texto fundamental, aquel donde, por así decirlo, se expresaron de un modo evidente todos sus pensamientos más profundos sobre el «Cuerpo de Cristo». La novedad inaudita hacia la que se afana la historia, que es la inserción de la humanidad en la unidad de Cristo, recibe su comienzo en la vida y sufrimiento terreno del Señor. El despliegue de esa novedad en la historia concreta de cada uno de los hombres se realiza pues en la celebración de la eucaristía, sobre la base del bautismo. Aquí, en la mesa del Señor, acontece el hecho de que, al comer el Cuerpo de Cristo, los hombres, ellos mismos, se vuelven Cuerpo de Cristo, siendo asimilados en la corporalidad del nuevo Adán.

Para los Padres, la eucaristía tiene siempre un significado eclesiológico, y por su parte la Iglesia tampoco puede concebirse a sí misma sin la eucaristía, a partir de la cual ella se edifica sin cesar. La separación entre la doctrina eucarística y la eclesiología, que se fue realizando paso a paso desde el siglo XIII, fue no sólo algo que no estaba exigido por las esas dos disciplinas teológicas (pero ¿se trataba sólo de disciplinas teológicas? ¿no se trata más bien de la manifestación conceptual de aquello que significa nuestra vida como cristianos?), sino que implicó más bien un encogimiento lamentable y peligroso para las dos (le eclesiología y la doctrina eucarística), un encogimiento cuya superación aparece en el momento presente como la gran tarea de la Iglesia.

Como resumen del pensamiento patrístico citaremos la formulación (quizá la más sublime que nunca se haya dado) con la que Guillermo de San Thierry ‒ totalmente imbuida del espíritu de Agustín y de los Padres ‒ ha descrito aquello que acontece en la eucaristía, con estas palabras: «Corpus Christi manducare nihil aliud est quam corpus Christi effici» (Liber de natura et dignitate amoris 13, 38 [PL 184, 403]). La mesa del Señor, que Cristo nos ha preparado y ofrecido con su ofrenda, es al mismo tiempo el lugar de la verdadera comunión de los hombres entre sí: Allí donde los hombres comulgan con Dios, comulgan entre sí y se funden al mismo tiempo unos con otros, para formar el hombre nuevo.

b) Cuerpo de Cristo y existencia cristiana

  De ese punto, dado que ahora la totalidad del sacramento de la eucaristía viene a presentarse como parte del concepto de la Iglesia, brotan como por sí mismas dos consecuencias posteriores. El sacramento de la eucaristía, que tiene su raíz más honda en la realidad cristológica, de la que ya hemos hablado, implica dos nuevos referencias: Ese sacramento está ordenado al hombre, en el que debe desplegar su acción, y está integrado en la Iglesia y en el servicio de su ministerio, por el que debe ser administrado conforme a derecho y celebrado de un modo válido.

Presentemos ante todo el primer aspecto. En su teología eucarística, los Padres parten del aspecto cósmico-universal del acontecimiento de Cristo, y de esa forma su pensamiento va más allá de la esfera del acto de culto. De un modo consecuente, el hecho de que los cristianos compartan sin diferencias el cuerpo y la sangre de Cristo en el sacramento de la eucaristía sólo tiene sentido para ellos cuando superan en la vida diaria sus diferencias y viven como hermanos. Escuchemos en este contexto a Juan Crisóstomo, que expone la doctrina de muchos Padres: Los pobres, dice, son el altar vivo de la ofrenda del Nuevo Testamento, edificado con los miembros de Jesucristo.

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«Ese altar [de los pobres] suscita incluso más pavor que el altar que está en nuestra iglesia, y no lo hacer meramente como aquel altar de la antigua Alianza. No os dejéis engañar. Este altar [en el edificio de la iglesia] es admirable a causa del don de la ofrenda que allí yace; pero aquel otro, el altar de las limosnas, no lo es sólo por eso, sino porque él mismo está constituido por el don de la ofrenda que suscita tal santificación. Para decirlo de nuevo. Este altar es admirable porque, a pesar de estar hecho de piedra, queda santificado cuando sostiene al cuerpo de Cristo. Aquel altar [formado por los pobres y, en general, por los otros hombres] es sin embargo santo porque es el mismo cuerpo de Cristo» (In 2 Cor, hom 20, 3 [PG 61, 450]).

Y escuchemos otra vez a Hilario: «Cristo ha asumido nuestro cuerpo, y a causa de esta unidad de cuerpo se ha hecho prójimo de cada uno de nosotros» (Comm in Mt 19, 5 [PL 9, 1025]). La fraternidad de los cristianos, más aún, el sentimiento de fraternidad de los cristianos hacia todos los hombres es la consecuencia necesaria de aquella comunicación entre los hombres que está inseparablemente unida con el sacramento de la mesa del Señor.

La «comunión» es por tanto, al mismo tiempo, una llamada dirigida a cada uno para sacarlo de su aislamiento; una llamada para que cada uno se pierda a sí mismo, de manera que se encuentre verdaderamente en el todo. El «paso» en que consiste la Iglesia se realiza en cada uno de los hombres como paso desde la autoglorificación de su propio “yo” a la unidad de los miembros del Cuerpo de Cristo. La ley de la pascua, es decir, de ese paso, constituye de hecho la ley fundamental del cristianismo, algo que está inscrito, una vez y para siempre, en el fundamento del sacramento de la eucaristía, del que vive la Iglesia.

La visión que los Padres tienen de la unidad de la humanidad comienza en este lugar, a fin de ganar unos contornos totalmente concretos: En la red de comunidades de comunión, que la misión cristiana ha establecido a lo largo de toda la ecumene, comienza ya aquella comunicación de la humanidad entre sí y con Dios, que es la meta última del acontecimiento de Cristo. Según eso, cada comunidad de comunión es «fraternidad», entrelazada en una única fraternidad con todas las mesas de Dios de este mundo, y a su vez esas comunidades de mesa están básicamente abiertas, no son en modo alguno círculos cerrados, sino que se elevan como expresión concreta de la invitación de Dios a todos los hombres para que participen en la mesa de las bodas eternas de Dios. La red de comunión de la Iglesia es al mismo tiempo ‒ para seguir utilizando el lenguaje de los Padres ‒ la forma concreta de la red que Dios ha introducido en el mar de este mundo, para atraer a la humanidad hacia sí y conducirla a la tierra de la eternidad.

LOS PORTADORES DEL MINISTERIO DE LA IGLESIA Y EL CUERPO DE CRISTO

 Las reflexiones anteriores han evocado ya otro factor, que constituye el segundo motivo de la eclesiología de la patrística y que al mismo tiempo nos hace comprender bien la estrecha relación de lo que sigue con las cosas ya dichas. Nos hemos referido ya a ello: La comunidad se realiza siempre en un determinada grupo, cuya existencia depende esencialmente de esa comunidad. Pero, por su parte, una comunidad de ese tipo no permanece aislada, sino que está vinculada con otras comunidades que, tomadas de un modo conjunto, constituyen la Iglesia. Pero en el lenguaje de la patrística (siguiendo el uso de la palabra en el Nuevo Testamento) las comunidades individuales se llaman también ecclesia, de manera que podríamos decir: las muchas ecclesiae forman juntas una única Iglesia. Pues bien, ésta (única Iglesia) se encuentra esencialmente determinada por el hecho de que ella también es la comunidad de todos aquellos que comulgan (se comunican) juntos en el Cuerpo de Cristo.

Por eso, una parroquia individual puede ser designada también con este título honorífico de iglesia, el mismo que se aplica también a la Iglesia como totalidad, porque también en ella (en la parroquia) se administra el acontecimiento decisivo que posibilita que la iglesia sea verdaderamente Iglesia: La unificación en ofrenda y comida con el redentor crucificado y resucitado. Uno se pregunta ahora: ¿Cómo han de vincularse las ecclesiae particulares, para que ellas puedan edificar una única Iglesia? Y, además de eso, ¿cómo deben configurarse las parroquias para que ellas puedan llamarse justamente «ecclesia» y puedan ser entendidas como visibilización de la única Iglesia de Dios sobre la tierra?

a) El ministerio eclesiástico y la eclesiología eucarística

 En este punto debemos recordar la realidad del sagrado ministerio, es decir, del «ordo», como se designa en el lenguaje de la Iglesia el sacramente del ministerio eclesiástico. La realidad del sagrado ministerio, igual que cada sacramento, remite a nuestro Señor. Su ordenamiento concreto se ha configurado en sus detalles hacia el final del tiempo apostólico y durante el tiempo del así llamado «catolicismo naciente», al comienzo de la época patrística. En la medida en que aún hoy es posible hacerse una idea de este desarrollo, hubo en el principio una diferencia entre la forma judeo-cristiana y pagano-cristiana del ministerio eclesial.

En el ámbito del judeocristianismo, siguiendo el ejemplo de la sinagoga, se suele hablar fundamentalmente de presbíteros, es decir, de ancianos; en el ámbito del paganocristianismo se suele hablar de obispos. Ambos grupos aparecen en plural y fueron considerados al principio básicamente como idénticos (cf. Ap 20, 17 con 20, 28). En el ámbito del paganocristianismo apareció además desde antiguo el grupo de los diáconos (Flp 1, 1) (los siete varones de los Hechos de los Apóstoles que, en general, suelen considerarse como iniciadores del diaconado, no aparecen en el texto con este título de diáconos).

Merece la pena introducirnos aquí, por un momento, en la terminología que en ese contexto ofrece el Nuevo Testamento. Así descubrimos de hecho que, tanto para los ministerios eclesiásticos como para la liturgia, esa terminología evita precisamente las expresiones del culto pagano o judío. Los portadores de los ministerios no reciben en ningún momento el nombre de «sacerdotes». Por el contrario, el Nuevo Testamento utiliza expresiones que son justamente profanas («supervisor», «anciano», «servidor»). Este dato pone de relieve algunos aspectos importantes de la concepción que se tenía de los ministerios eclesiales en el tiempo del primitivo cristianismo.

El hecho de que en principio el ministerio de los sacerdotes no tenga apenas designaciones fijas, y que las reciba del lenguaje profano y no del sagrado, no sirve para indicar precisamente que el ministerio sea profano, sino que es una consecuencia de la autoconciencia del cristianismo primitivo, que, al formular su mensaje rompe, de un modo consciente las conexiones con las religiones antiguas, y así hace visible su inaudita revolución espiritual que proclamaba la santidad de lo profano y la carencia de santidad de las religiones anteriores.

El cristianismo ha creado una nueva forma de santidad y un nuevo ministerio, que no empalma con la pompa del antiguo culto, sino con la simple humanidad del hombre Jesús, declarando que esta humanidad es verdaderamente sacerdotal. De esta manera se manifiesta ya, al mismo tiempo, el carácter de servicio del ministerio cristiano. Conforme a la palabra de Jesús, todo ministerio cristiano es diaconía:

«Quien quiera ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y quien quiera ser primero entre vosotros sea esclavo de todos» (Mc 10, 43 s).

 Volvamos ahora al despliegue de la estructura del ministerio cristiano en el principio del cristianismo. La situación en el tiempo de los apóstoles está caracterizada por el hecho de que la figura dominante de los apóstoles se sitúa por encima de los obispos y presbíteros: Pablo en el ámbito del paganocristianismo, Santiago en el ámbito del judeocristianismo; y Simón Pedro era como el enganche que vinculaba a los dos. Pues bien, una vez que murieron esas cabezas, vinculadas por el apostolado, se vio que era necesaria una nueva ordenación de los fundamentos del ministerio eclesial, y así apareció claramente por vez primera con Ignacio de Antioquía.

Del colegio de los presbíteros y de los obispos brota el obispo monárquico, que asume el puesto central, y que sigue a los apóstoles. Al mismo tiempo se entremezclan los elementos judeo- y pagano-cristianos, de manera que surge como resultado una estructura de tres planos: Obispo ‒ presbítero ‒ diácono. La existencia de una jerarquía así determinada tiene como consecuencia el hecho de que la Iglesia viene a presentarse como una colectividad que se funda en la Communio, pues cada creyente sólo logra la unión legítima con los apóstoles y de esa manera la vinculación con Jesucristo a través de la vinculación con el obispo. Ésta es la consecuencia: la iglesia se da allí donde existe este ministerio de tres planos (un ministerio que por otra parte permanece todavía durante largo tiempo como algo variable). En una iglesia así determinada existe todo aquello que hace que la iglesia sea Iglesia, aunque la comunidad particular no se baste a sí misma.

Junto a esta articulación vertical, que se repite básicamente en cada comunidad, y que determina su estructura interior, existe, al mismo tiempo, la organización horizontal, que viene dada por el hecho de que cada obispo particular sólo posee su carácter de obispo si se mantiene en comunión con los (otros) obispos católicos. Pues el obispo particular no es sucesor de un único apóstol, sino que es el colegio de los obispos el que sucede al colegio de los apóstoles. Cada obispo particular permanece en la sucesión apostólica a través de su pertenencia a ese colegio.

Según eso, para cada obispo resulta esencial su vinculación (con otros obispos), y ello se expresa en la iglesia antigua de diversas maneras: en primer lugar con la participación de varios obispos en la consagración de cada obispo y además a través de los sínodos, con los cuales ellos despliegan de hecho su fraternidad. Por otra parte, la unidad de los obispos lleva consigo la unidad y comunión de las comunidades particulares en sí mismas, que, de esa manera, a pesar de toda su diversidad, constituyen verdaderamente una única iglesia. De esa forma se vuelve al mismo tiempo visible la forma concreta de unidad de la Iglesia que caracteriza el concepto de iglesia del tiempo de los padres: La Iglesia es ante todo “una” porque ella comparte la palaba y el pan, es decir, el Cuerpo y el Logos del Señor.

Como comunidad eucarística de mesa, cada comunidad particular actualiza en sí (como hemos visto) toda la esencia espiritual de la Iglesia. Pues bien, esto sólo es posible por el hecho de que ella se mantiene en relación de comunión con todas las otras comunidades, cosa que, por decirlo de nuevo, no sería posible sin la unidad de la palabra creída y testimoniada en común. Según eso, la unidad de la Iglesia está fundada en el corazón de la celebración eucarística: El cisma entre la iglesia de Oriente y la de Occidente comenzó en el momento en que, al comienzo del siglo XI, en Constantinopla se dejó de nombrar en el canon a los obispos de Roma.

En la fiesta de la comunión está internamente presente la comunidad de los hermanos. Allí donde esa comunión horizontal se apaga o falta, viene a lesionarse la iglesia como tal y en su totalidad. Así podríamos decir que la Iglesia está constituida por las muchas iglesias en comunión entre sí; la red de comuniones, que constituye de esa forma la Iglesia, tiene su punto de fijación en los obispos; a ellos compete, como continuadores postapostólicos del Collegium apostolorum, la responsabilidad de mantener la pureza de la palabra y la rectitud de la comunión.

A partir de aquí podemos hacernos también conscientes de lo que ha significado originalmente el primado del obispo de Roma, y de la razón porque en aquel tiempo se acentuaba mucho menos que ahora. El primado significaba simplemente que el obispo romano de la sedes Sancti Petri era el punto de orientación obligatorio de la unidad de comunión: Quien se mantenía en comunión con él sabía que estaba en la recta Communio, algo que entre los muchos movimientos cismáticos menores y mayores resultaba a menudo difícil de reconocer. En los escritos que se nos han transmitido se encuentra por todas partes la confirmación de que se tenía el convencimiento profundo de que la comunión romana era la garantía para la Communio católica.

Según eso, el primado del Papa no se comprendió tanto en un sentido administrativo, sino como algo que derivaba de una eclesiología eucarística: Ese primado significaba ante todo simplemente el hecho de que Roma corporalizaba la verdadera communio y que por tanto era el punto de referencia de la red horizontal de iglesias, sin relación con la cual ninguna comunidad podía seguir siendo verdaderamente Iglesia. Además de eso, en vista del surgimiento de enfrentamientos, se le concedió a Roma la posibilidad y el derecho de decidir, dentro de la red de comuniones, de una manera indiscutible, en qué comunidad se predicaba de manera auténtica la palabra del Señor, de manera que esa comunidad fuera representante de la verdadera Communio. Evidentemente, este primado no excluyó en aquel tiempo la pluralidad de las ecclesiae que eran administrativamente independientes, sino que más bien las incluyó.

b) Ministerio y Palabra

Partiendo de lo dicho, debe quedar claro que la enseñanza patrística sobre el ministerio de la Iglesia no estaba separada de la eclesiología eucarística, como ha sucedido en los tratados apologéticos de la Edad Moderna, donde muchas veces la enseñanza sobre el ministerio se inspiraba más en la Política de Aristóteles que en la Escritura, y donde a menudo era difícil reconocer incluso la vinculación del ministerio con el misterio fundamental de la iglesia. El concepto del ministerio, tal como los Padres lo han desarrollado, no está en contra de la idea de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, sino que es una parte de ella: Precisamente como Cuerpo de Cristo surge en la Iglesia la red de comunidades, estrechamente vinculadas entre sí, comunidades que, por su parte, llevan consigo de un modo necesario la estructura episcopal.

Pues bien, en este momento debe ser introducida todavía la segunda dimensión que caracteriza el concepto de ministerio en los Padres, la vinculación entre ministerio y palabra, pues fue aquí donde se fundaron los Padres cuando desarrollaron por primera vez el concepto del ministerio eclesial. Ese modo de actuar se encuentra estrechamente vinculado con la tentación gnóstica de la cristiandad. Pues la gnosis consiste simplemente en el convencimiento de que el hombre, una vez que se ha apropiado de la Palabra de Dios, puede seguir avanzando por sí mismo (según su voluntad) para pensar y realizarse.

Como se sabe, para justificar ante los creyentes sus especulaciones, a menudo fantásticas, los gnósticos han supuesto que se hallaban en posesión de tradiciones apostólicas, a través de las cuales se habían transmitido tales conocimientos de las cosas divina. En contra de eso, la polémica de la Iglesia no podía apelar a la Biblia, porque el canon del Nuevo Testamento no se había establecido todavía, y porque, por su parte, los herejes apelaban a testimonios que no habían sido fijados por escrito, sino que habrían sido transmitidos de un modo secreto al lado de la Escritura.

La respuesta definitiva la formuló Ireneo de Lyon: Él apeló a las así llamadas Sedes apostolicae, que habían sido dirigidas por los apóstoles o donde ellos habían sufrido martirio. Era precisamente allí donde se podía encontrar un recuerdo de la herencia de los apóstoles, y esto tanto más porque los apóstoles habían dejado tras de sí unos testigos autorizados, cuya sucesión podía documentarse nombre a nombre y ciertamente (como en el caso de Roma) hasta llegar, en cierta manera, hasta el mismo testimonio oral de los apóstoles. En contra de la anonimidad de la voz gnóstica se eleva por tanto la función del testigo, es decir, de aquel que con su propio nombre y su propia existencia, es garantía del mensaje.

Esta afirmación de san Ireneo es mucho más que una solución polémica contingente. Ella muestra con claridad el presupuesto fundamental que viene dado ya como tal en el Nuevo Testamento: En la Iglesia de Jesucristo, la forma original de la Palabra no es la que ofrece Escritura, sino la que ofrece el “testigo” autorizado. Tanto en el Nuevo Testamento como también en los Padres, la teología de la Palabra es la teología del Ministerio, y viceversa. La Palabra está vinculada al enviado, que por su parte está vinculados a su envío y por medio de ese envío también a la Palabra.

Esto se muestra también por el hecho de que en el principio de la patrística los conceptos vinculados a la «sucesión» apostólica y a la «tradición» son idénticos, pues ambos se designan de hecho con la palabra diadoc» / diadoje. De esta manera la vinculación mutua de los testigos a la palabra y de la palabra a los testigos viene a expresarse de tal forma que puede ya decirse: La sucesión es la forma de la tradición, y la tradición es el contenido de la sucesión.

Sin embargo, debe mantenerse firme el hecho de que esta teología no ofrece ninguna autorización para llevar la palabra más allá del mensaje proclamado para su tiempo (tiempo apostólico), sino que esa teología ha sido formulada precisamente para resguardarse en contra de una expansión de ese tipo. La tradición que conservó la Palabra, que es una, en la sucesión de los apóstoles, sirvió para oponerse precisamente a la multiplicación de las tradiciones pasajeras, que eran extrañas a esa tradición. La teología patrística vinculó de esa manera la conciencia de la dinámica de la Palabra siempre viva de Dios con la obediencia a la Revelación, que tuvo lugar en su tiempo.

El concepto de Iglesia que surge a partir de este trasfondo mantiene el recuerdo del prólogo de san Juan, donde se dice que la Palabra se hizo Carne y habitó entre nosotros (Jn 1, 14). En la visión que hemos expuesto, la Iglesia aparece como la tienda de la Palabra. Tienda de la Palabra, Cuerpo de Cristo: No es difícil descubrir que no estamos aquí ante dos eclesiologías distintas, sino ante el despliegue, en forma de abanico, de la verdad de Jesucristo, que es una única.

Esta Navidad, Religión Digital

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