Resurrección (1): ¿Algo de todas las religiones, o sólo del cristianismo?

La resurrección de Jesús, como revelación de Dios y plenitud de vida para los hombres y mujeres, dentro de la historia, constituye un dato y experiencia singular. De ningún otro fundador histórico o simbólico de las religiones (Moisés o Juan Bautista, Zoroastro o Mani, Sócrates o Buda, Mahoma o Baha’Ulla, Krisna o Rama, Confucio o LaoTze) se ha dicho nada semejante a lo que se ha dicho y se cree en la Iglesia cristiana.

Sólo Jesús aparece en la conciencia de la humanidad como el resucitado: mutación personal y universal en el despliegue de la vida.

Jesús hombres sigue siendo el mismo ser humano (no se convierte en Dios), pero cambia de manera final y radical la forma de serlo (de “serse” a sí mismo y darse a los otros).
Ya no es una simple partícula, un breve momento que pasa, en el proceso exterior y general de vida que sigue rodando indiferente a sus dolores. No es tampoco un ser divino que ha caído en esta tierra mortal, para volver a su divinidad que nunca muere.
Jesús es como cada ser humano: una persona que ha recibido gratuitamente la vida y que, al darla de un modo gratuito (esto es, al morir)... Pero vive de tal forma, entregando su vida humana, que Dios se la recoge y la ofrece a los hombres como germen de vida y resurrección.
Entendida así, la resurrección forma parte del Conocimiento de la vida y Entrega hasta la muerte que define la historia de especial de Jesús, dentro (no en contra) de la historia de los hombres.


En ese sentido, la resurrección constituye un elemento nuevo, algo que los discípulos de Jesús no habían previsto de esa forma, de manera que no estaban preparados para recibirla y entenderla. Y, sin embargo, ella forma parte de la misma entraña de la vida y mensaje del evangelio, que recibe ahora su sentido.

En un aspecto, ella constituye un acontecimiento, es decir, una mutación real, algo que ha sucedido (no es una simple idea, ni una interpretación subjetiva), sino una realidad o, mejor dicho, la realidad final y radical de la existencia humana, tal como ha venido a expresarse ya por siempre en Cristo, el resucitado. Pero, al mismo tiempo, ella es la verdad y sentido de todo lo anterior y posterior, la revelación del ser divino, Conocimiento real de la Vida que permanece y alcanza valor personal allí donde cada uno se recibe y regala, de manera que existe en sí siendo en los otros, superando así la muerte.

Introducción

Se ha podido decir alguna vez que la resurrección cristiana es evasión, que nos separa de la historia de la tierra y de la vida. Pues bien, en contra de eso, ella constituye la expresión suprema de la fidelidad a la historia y a la tierra, es decir, a la humanidad.


Una y otra vez, los discípulos de Jesús han querido evadirse y ver fantasmas. Han esperado que venga Jesús de forma externa (parusía) y resuelva desde fuera, con poder impositivo, sus problemas, en resurrección final, más allá de la historia. Pues bien, en contra de eso, la experiencia y mensaje pascual de Jesús les ha llevado de nuevo a su historia, pues la pascua cristiana ratifica y confirma para siempre el valor de su vida y su muerte a favor de los otros.

La resurrección no es otra vida, sino la plenitud de ésta; no es una mutación hacia otra cosa (olvidando las pasadas), sino el descubrimiento del valor pleno de la vida concreta de Jesús, entendida como gratuidad, donación completa para bien de los demás . Para situar el tema empezaremos evocando una serie de experiencias y esperanzas que definen, de un modo u otro, al conjunto de las religiones de la humanidad.

Hemos dicho que es una mutación: se ha dado en Jesús y por Jesús se ha expandido a los humanos, de manera que en él todos descubren y despliegan su verdad y resucitan, pero no a través de una trasmisión genética (como en los procesos anteriores de la vida), sino por medio de la palabra y la comunicación personal del Espíritu Santo, esto es, de la misión mesiánica. Esta es la novedad cristiana: Jesús el hombre nuevo (nuevo Adán) que se ofrece gratuitamente a todos, para que puedan ser y sean en resurrección.

El lector atento podrá ver cómo acepto algunos elementos de la teología de AT Queiruga y como disiento en otros, desde una perspectiva de historia de las religiones y desde la misma exégesis del dato cristiano. Ofrezco mi visión de forma positiva, sin entrar en polémicas.


Bibliografía

Entodas las grandes obras sobre Jesús (H. Braun, Brown, Crossan, Dunn, González de C., González F., Karrer, Schenke, Schweitzer, Theissen, Vouga, Dunn, Wright…) se habla de su resurrección. Cf. además
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1. Culto a los antepasados y reencarnaciones

Algunos interpretan la muerte como una experiencia no traumática: se hallaría inscrita sin más en el proceso de la vida y debería aceptarse como se aceptan las restantes realidades y procesos cósmicos: agua y aire, tierra y fuego, generación y corrupción, verano e invierno. Pues bien, en contra de eso, la mayor parte de los pueblos han evocado desde antiguo la dureza y carácter anti-humano de la muerte, elevando algún tipo de protesta contra ella.

Los animales mueren y terminan, no elaboran un rito a los muertos; simplemente los dejan o abandonan dentro del continuo cósmico; nacen y mueren en su forma exterior los vivientes, pero el conjunto de la realidad sigue imperturbada. Los humanos, en cambio, han empezado a enterrar o rendir algún tipo de culto a los muertos, reconociendo de esa forma su presencia, acogiendo y venerando de algún modo su memoria o realidad sagrada.

Es muy posible que la religión comience con el descubrimiento de la singularidad humana de la muerte, que no es ya un simple suceso exterior, sino principio significativo (fuente de significado), expresión de ruptura y continuidad, fracaso y esperanza, violencia y ternura para los humanos. En ese contexto se sitúan algunos ritos que evocan la fe en la vida por encima de la muerte.
1. Antropofagia ritual: los vivos se alimentan del muerto, en gesto ambivalente de dominio (para destruirlo) y veneración (para recibir su fuerza).
2. Enterramiento: de la madre tierra venimos, a ella volvemos; por eso colocamos en su seno a los que mueren, para que sean acogidos en el proceso de renacimiento de la vida. Estos ejemplos suponen que la vida del hombre se transmite por encima de la muerte, como alimento para las nuevas generaciones, como semilla que fecunda la tierra. Desde ese fondo queremos evocar otras visiones más precisas de la supervivencia:

1. Culto a los antepasados: los que han muerto dejando descendencia se vuelven divinos; son venerados y siguen viviendo en quienes les suceden. Desde ese fondo podemos decir que los hombres no mueren del todo: perduran en sus hijos, a los que transmiten no sólo el semen biológico, sino una existencia cultural e historia. Este culto está presente en casi todas las culturas antiguas, destacando en el África Negra (tradiciones bantúes) o en China. Los antepasados expresan la continuidad de la vida en cuyo seno nacemos y existimos, en un proceso cósmico y biológico de tipo sagrado: la realidad de los anteriores pasa a los siguientes, perdura y se expande por ellos, sin que ninguno por aislado tenga valor definitivo, sino sólo el continuo vital que transmiten unos a otros, a través de su generación y educación.

2. Interioridad sagrada. En un momento determinado, en torno al tiempo-eje (siglos VII-V a. C.), diversas culturas han descubierto y destacado el carácter específico y supra-material del ser humano (alma). En este contexto se entiende la cremación de los muertos, que sirve para liberar su espíritu y devolverlo a lo divino: el fuego les purifica, para que pierdan la ganga de la vieja tierra y retornen a su esfera superior, quizá al mundo de los astros, de donde se dice con frecuencia que han bajado. Siguiendo en esa línea se ha podido hablar de la inmortalidad de las almas (o los muertos): los hombres son más que mundo (proceso de muerte), más que vida transmitida por generaciones (como en el culto a los antepasados); en su realidad más honda, ellos son alma, divinidad caída, que por alguna razón misteriosa ha perdido su estatuto originario, de quietud eterna y felicidad completa, para introducirse en la rueda cósmica de muerte. Mientras gira en el mundo, re-naciendo y re-muriendo, el alma se encuentra alejada de su esencia original. Para encontrar su plenitud, ella debe volver a sí misma, retornar a lo divino como suponen las religiones de la interioridad (hinduismo y budismo, orfismo y gnosis).

Esas últimas religiones (de la interioridad) se elevan contra el culto a los antepasados, que nos seguiría atando al destino del cosmos. Ciertamente, dependemos de ellos y por eso debemos aceptar el puesto donde nos han colocado, pero no para mantener lo anterior, sino para buscar la liberación más alta, que nos capacite para superar el tiempo y alcanzar la vida eterna. De esa forma, el rechazo del culto a los muertos (que así quedan des-divinizados) aparece como ruptura o superación de la esclavitud del tiempo.

El hombre religioso sabe que, en un plano, se encuentra "atado" a las reencarnaciones, pero ha descubierto su verdad más alta en lo divino (que no nace ni muere) y así puede iniciar su marcha de superación del tiempo, a través de una interiorización y profundización que le devuelve (le abre) por fin a su verdad eterna.

La liberación significa, por tanto, retorno y des-encarnación: el ser humano reconquista su eternidad o se deja transformar por ella, superando la rueda de las re-encarnaciones, vinculada al culto de los muertos. La religión ya no se expresa como fidelidad agradecida a lo anterior (antepasados), sino como descubrimiento de aquello que no tiene que nacer ni morir, porque es eterno: ella nos sitúa ante el ascenso sin retorno a la supra-vida inmortal, primigenia, de donde hemos caído. Sólo el ser divino (nirvana) es antepasado verdadero y verdad del ser humano. Por eso, el camino de las reencarnaciones (que nos ata a los antepasados en el tiempo) pierde su sentido cuando el alma descubre su más honda verdad en lo divino, sin nacimiento ni muerte. Esa liberación del alma es olvido: trascender el tiempo, borrar la memoria (deseos, violencias) de la historia. Un mal sueño ha sido la vida sometida a las re-encarnaciones sucesivas, por eso el alma que descubre su identidad divina debe olvidarlo, superarlo, buscando un encuentro superior, un retorno al principio sin principio. En esta perspectiva no existe verdadera creación. La tarea del hombre no es trazar su identidad, edificar su historia, sino liberarse del pasado malo del mundo para volver a lo divino, por encima del tiempo. No hay inmortalidad personal o individual, pues persona e individuo pertenecen a una historia de olvido y miseria que debe superarse.

2. Reencarnaciones y resurrección. Principios

Hemos diseñado así el tema de la continuidad y pervivencia del ser humano, que se funda y expresa en su carácter cultural e histórico. Los vivientes anteriores (plantas y animales) transmiten una información genética, que va cambiando (se adapta) a través de un proceso de mutaciones y selección biológica, que configura el genoma de cada especie y sus formas corporales. Con el hombre, en cambio, se estabiliza el genoma, cesan las mutaciones corporales y se inicia un cambio cultural, que definimos como historia: unos seres humanos nacen de otros, recibiendo de ellos su configuración genética (genoma) y, sobre ella, un tipo de cultura, es decir, de individualidad y comunicación que ha ido cambiando a través de tiempos y lugares en la historia.

Los hombres son seres individuales (tienen conciencia de sí mismos) siendo sociales, no sólo en línea genética (forman una especie biológica), sino, sobre todo, cultural: sólo pueden nacer y vivir humanamente desde una matriz de comunicación personal, de palabra y afecto, esto es, de lenguaje. Además de los padres biológicos necesitan unos padres humanos (culturales), que les acojan y eduquen, de tal forma que nacen de la palabra y afecto, en un plano histórico, dentro de una comunidad en la que viven y se expanden, dándose la vida unos a otros. Sólo en este contexto pueden descubrir su identidad religiosa y su vinculación a lo divino como indicaremos profundizando en lo anterior y ampliándolo desde una perspectiva de resurrección:

1. Generación vital divina. Los muertos sagrados. La religiones de los muertos suponen que los hombres nos hallamos inmersos en un despliegue vital intra-divino que se vincula al proceso cósmico. Formamos parte de la gran génesis divina, simbolizada por la unión de cielo y tierra y, de un modo especial, por la comunicación entre varones y mujeres, padres e hijos. No somos creadores y dueños, sino trasmisores de una vida sagrada que se expresa en lo que existe y de un modo especial en el nacimiento de nuevos humanos. Los antepasados que nos han comunicado la vida, por biología y cultura, generación y cuidado personal, educación y afecto, son divinos: signo del Dios generador, que se identifica con el proceso de la vida; por ellos vivimos y viviremos, si seguimos transmitiendo la vida que nos dieron.

2. Divinidad interior. Reencarnación y liberación final. Las religiones de la interioridad aceptan la experiencia de los antepasados (nos han transmitido de hecho esta vida), pero añaden que, en su realidad más honda, los hombres son divinos otro nivel, fuera de las generaciones. En un plano exterior, dependemos unos de los otros, en la cadena de vida, que ofrece a cada uno un lugar y tarea, que derivan de las existencias anteriores. En esa línea, nuestros antepasados verdaderos no son los padres biológicos, sino todo el proceso anterior de la vida, que tenemos que aceptar, pero con el deseo de superarla, abriendo un camino que lleva más allá de las generaciones, a la verdad eterna que en el fondo somos. Por eso, nuestra verdad y raíz divina no es engendrada ni engendra; a ese nivel, no tenemos padres; no nacemos ni morimos, simplemente somos .

Esta visión desborda el plano del culto a los antepasados (proceso de la vida), pero falta en ella la experiencia de individualidad y comunión personal. Según ella, los hombres estaríamos escindidos entre el proceso vital de las reencarnaciones (plano externo) y la eternidad divina en la que estamos inmersos (plano interno).

3. Divinidad en la vida, resurrección. Las religiones de la historia empiezan rechazando el culto a los muertos (en sí mismo, el proceso cósmico no es Dios) y la búsqueda de interioridad (más allá de lo que nace y muere) y afirman que Dios se introduce de tal forma en el camino de la vida que asume la muerte y la transforma en resurrección. Eso significa que, en contra de las perspectivas anteriores, varones y mujeres son en sí absolutos, imagen y semejanza de Dios (personas, cf. Gen 1, 27-28), y lo son estando inmersos en un itinerario de comunicación que se funda a la herencia biológica (brotan de un proceso de vida), pero la desborda, pues, como hemos dicho, nacen y existen en un contexto de palabra, esto es, de comunión gratuita, abierta a la resurrección. En ese último nivel, los hombres reciben su vida por gracia de otros hombres y con ellos la comparten, en creatividad personal, que supera la muerte .

Según eso, las religiones de la historia tienden a ser mono-teístas (hay un Dios personal) y mono-animistas (cada humano es persona, en comunión con otras) y así se distinguen de las religiones de la interioridad, que tienden a ser supra-teístas (no hay Dios personal) y supra-animistas (no hay almas individuales, sino un proceso espiritual de caída y liberación). Desde este fondo se entienden las restantes diferencias, tanto sobre Dios como sobre el ser humano:

– Las religiones de la interioridad conciben nacimiento y muerte como momentos del proceso que comienza con una gran caída, que sigue a través de las re-encarnaciones y culmina o acaba cuando al fin la sustancia superior pueda liberarse de la cadena de nacimientos y muertes, retornando a lo divino (moksa, nirvana). En ese contexto no se puede hablar de salvación o plenitud para los individuos, pues ellos pertenecen (pertenecemos) a la historia de caída donde estamos sometidos al tiempo, con su engaño y sus procesos de ilusión y muerte. Tampoco se puede hablar de re-surrección personal, pues ello implicaría un retorno a las condiciones de esta vida mundana en que estamos cautivados .

– Las religiones de la historia conciben a los hombres como individuales, creados por Dios, a través de un proceso de comunicación o historia. Por eso, ellos no deben salir de este mundo, para introducirse en lo nirvana, sino liberarse y alcanzar su identidad dentro del mundo, en un proceso en que reciben, comparten y entregan la existencia. Ellos (varones o mujeres) brotan de la tierra (son mundo) y de unos padres, como heredemos de una historia cultural.. Pero, al mismo tiempo, nacen de Dios, por el Espíritu, y deben hacerse a sí mismos, alcanzar su autonomía, desde y con los otros. Cada uno ha de asumir así su propia muerte, intransferible y única, no para renacer y seguir en la cadena de existencias, sino para abrirse al amor creador de Dios, poniendo su vida al servicio de los otros. Por eso, la muerte es un momento del proceso de comunicación que culmina la resurrección compartida, como saben los cristianos por Jesús.

En esa perspectiva final nos situamos: no hay retorno a lo divino, sino resurrección, es decir, culminación de las personas. No hay retorno porque no ha existido caída precedente: las almas no pueden volver a lo que fueron, olvidando su historia, porque no empezado saliendo de un todo divina en que estaban inmersas.

Las "almas" no deben liberarse de la historia, porque ellas son historia (son almas corporalizadas) y porque la historia no ha sido esclavitud, sino tiempo creador, de realización en el que los hombres existen recibiendo y regalando la vida recibida. No hay fin de la reencarnación de las almas, porque ellas no han estado sujetas a una carne externa (sometida, esclavizadora), sino resurrección de la carne, es decir, culminación de la historia personal de cada hombre, en su relación de gratuidad con otros hombres.

3. Resurrección. Elementos distintivos.

La resurrección es centro y nota distintiva de las religiones de la historia, aunque recibe en cada una matices y signos distintos: los israelitas la vinculan a la esperanza mesiánica, los cristianos a la historia de Jesús, los musulmanes al juicio de Dios... Estas son sus notas comunes.

1. Resucita la carne, es decir, la naturaleza e historia; por tanto, el mundo no es cárcel, lugar de pecado que debemos abandonar, sino camino personal que puede culminar, por gracia de Dios, en una vida más alta.

2. Resucita la persona, no el mundo ni los organismos sociales, sin individualidad y conciencia estricta (ni autonomía), sino sólo las personas, que culminan así su camino creador.

3. La resurrección empieza dentro de la historia: no es para negar (abandonar) el mundo, como pensaban las religiones de interioridad, sino para culminarlo.

. 4. Ella es dialogal. Dios es divino, trascendente, los humanos limitados, pero se vinculan entre sí de forma creadora, fecunda. No es que lo divino vuelva a Dios (el alma al cielo), sino que el ser humano en su totalidad (persona) entrega su vida a Dios en amor, compartiéndola con los hombres, y Dios se la recibe, asumiendo el proceso de comunicación humana, del que seguiremos hablando.

Creer en la resurrección significa aceptar el valor definitivo de la vida, entendida como proceso creador de la persona. Frente a las religiones de interioridad, donde importa el deshacerse (perder la identidad mundana para ser en lo divino), las históricas destacan el hacerse: somos aquello que vamos realizando, en un camino que se encuentra integrado en la misma historia de Dios. Esa fe en la resurrección constituye un elemento importante de la tradición judía, teologizada por el Islam, como evocaremos, antes de hablar del cristianismo:

1. Judaísmo. La fe en la resurrección no ha sido punto de partida, sino de llegada. Al principio se pensaba que los individuos morían y Dios actuaba en el conjunto de Israel. Sólo en tiempos tardíos (siglo II-I a. C.), algunos judíos empezaron a creer que los justos (especialmente mártires) resucitarían al final de los tiempos, para así participar en el triunfo del pueblo. La resurrección forma parte de la esperanza del pueblo (de sus justos, mártires) y se vincula al fin de los tiempos, es decir, a la culminación de la obra de Dios, que no ha creado en vano a la humanidad, ni se ha revelado en Israel sin motivo. No todos los judíos del tiempo de Jesús creían en la resurrección, ni lo hacían de la misma forma (en sentido espiritual o corporal, externo). Había discrepancias entre saduceos y fariseos, apocalípticos y esenios. Pero, en general, muchos la aceptaban. En ese contexto situaremos el mensaje de Jesús.

Se ha dicho a veces, apelando a Nietzsche, que la esperanza judía nació del resentimiento de aquellos que, no pudiendo triunfar en el mundo, apelaron a una venganza escatológica. En contra de eso, debemos afirmar que la fe en la resurrección no ha sido para los judíos motivo de evasión o venganza, sino de fidelidad al mundo actual. No ha sido una huida (como algunas formulaciones de la inmortalidad que ven este mundo como apariencia), ni de banalización del presente (como puede suceder en Nietzsche, donde al fin todo da lo mismo, pues todo vuelve sin fin), sino afirmación del mundo: la esperanza de la resurrección consagra y ratifica el dolor y amor del presente, haciendo que podamos vivirlo con intensidad, como revelación de Dios y apertura generosa a los demás, sin imposiciones ni violencias

2. Islam. La resurrección no está vinculad a la historia de un pueblo (Israel), ni a la muerte mesiánica de un hombre (Jesús), sino a la soberana voluntad de Dios. Los musulmanes la toman como base donde se fundan todos los restantes rasgos de la fe, y la entienden de un modo esencialmente teológico, como expresión del poder abrumador de Allah. Adentrándose en las enseñanzas del Corán, el creyente es absorbido por el Absoluto, pues a él pertenecemos y a él regresamos... Por eso, la resurrección supera tanto el tiempo como el no-tiempo, introduciéndonos en las profundidades vertiginosas de la Realidad que es Dios, de manera que intuir la Resurrección es adentrarse y sumergirse en la Libertad absoluta y en los espacios inimaginables del Creador de Realidades, el único Ser verdadero. Por ello negar y rechazar la Resurrección es, en el fondo, negar y rechazar a Allah, negarse a comprender su Inmensidad, más allá de todo tiempo y espacio, como Poder Absoluto, a quien nadie se opone. La Resurrección no es la meta de una historia, ni la expresión de un encuentro personal con Dios, sino la plena afirmación de Dios como Absoluto en quien despertaremos tras la muerte, es decir, cuando superemos la realidad fragmentaria en la que ahora existimos.

La resurrección no es una pascua (ni judía, ni cristiana), fin del proceso de la historia, sino el descubrimiento de la Realidad absoluta de Dios; su negación es en el fondo negación de Allah (de Dios). De esa forma, lo que ha empezado siendo confirmación del valor de la historia (en Israel y el cristianismo), parece acabar siendo negación de la historia.

Resurrección y religiones. La resurrección se encuentra, según eso, internamente vinculada al conjunto de la experiencia religiosa. En un caso (judaísmo), ella aparece como garantía de futuro para el pueblo y como expresión de justicia escatológica para las víctimas de la historia, empezando por los mártires. En el otro (Islam), ella es signo de la soberanía de Dios al que todo vuelve, en quien todo culmina. Sin negar esos aspectos, el cristianismo la entiende como experiencia del triunfo de Jesús, expresión del valor salvador de su muerte y garantía de la llegada de su Reino. Sólo los cristianos afirman, según eso, que la resurrección ha comenzado a realizarse ya, por Cristo, en medio de la historia.

Ampliación y ejercicios. Hemos situado la resurrección en el contexto de la historia de las religiones, destacando algunas perspectivas que pueden ayudarnos para comprender el misterio cristiano:

1. La pervivencia de los antepasados constituye uno de los elementos más reiterados de la experiencia religiosa. Precisar el valor y los riesgos de esa visión de la supervivencia en línea biológica (genoma), cultural y religiosa. ¿Cómo perduran los antepasados? ¿Siguen existiendo en sí mismos o sólo en aquellos que les suceden y acogen?

2. La experiencia de las reencarnaciones constituye una fatalidad y castigo en las religiones de la interioridad que, para superarla apelan a la inmersión final en lo divino. Situar la resurrección monoteísta, superando el riesgo de dualismo que está al fondo de la visión de las reencarnaciones y de la des-encarnación final que ellas postulan.
3. Judaísmo e Islam ofrecen versiones distintas de la resurrección. Evocar sus valores y limitaciones. Situar la experiencia cristiana en un contexto de encarnación y comunicación personal: sólo se puede hablar de resurrección allí donde la vida se concibe como don recibido en el nacimiento y vuelto a recibir en la muerte.
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