La mujer en las religiones La primera liberación de la mujer es la liberación religiosa

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LA MUJER EN LAS RELIGIONES. VISIÓN DE CONJUNTO

Con ocasión del día de la mujer (8.3.19), quiero ofrecer una visión de conjunto de la mujer en las religiones, pues como dice el título la primera liberación de la mujer es la liberación religiosa.

Dejo a un lado el tema cristianismo, porque lo he tratado en diversas ocasiones, y pienso hacerlo todavía con más calma (ayer mismo ofrece una visión general del tema desde la perspectiva de Marta y María en Lucas).

Como verá quien siga leyendo, he desarrollado el tema en varios libros, cuyas portadas iré intercalando en el texto  (Lo hago especialmente en el Gran Diccionario de las religiones).

Ofrezco sólo un esquema general de los motivos principales, para un desarrollo más concreto de los argumentos puede servir alguno de esos libros.

No hará falta insistir en la importancia del tema y en la necesidad de un cambio urgente, es decir, de un cambio de paradigma, desde una perspctiva no sólo religiosa (cristiana), sino también cultural, social y política.

Ésta es una postal muy larga, recoge temas de algunos de mis libros y de unas conferencias que pronuncié  hace algún tiempo en un  congreso de teología de León (España), en otro de Córdoba (Argentina), y el último hace unos días en la Universidad de Granada (España) en un curso sobre Mujer y Religión . Tómese su calma quien quiera leerlo. Buen día a todos.

  1. DIOSA MADRE EN LAS RELIGIONES ANTIGUAS (EUROPA Y ASIA) 

 Gran Madre, pura maternidad

           Cómo símbolo divino, la figura de la Gran Madre constituye uno de los elementos fundamentales de la cultura mundial (al menos en Eurasia). Ella ha sido representada desde el neolítico, como mujer gestante, “gran Venus” donde se destaca el seno (caderas) y el pecho. Su rostro es secundario (ella carece de identidad); tampoco son importantes sus manos (no importa lo que hace). Esta mujer se define, básicamente, como vientre y pechos: es la divinidad generadora, pura madre-materia. Así aparece gestando y alimentado sin fin a los hijos. Resulta evidente que esta identidad de la mujer como pura madre pertenece a un estadio superado de nuestra cultura. Podemos sentir alguna vez nostalgia de él, pero no podemos volver a ese estadio.

De todas formas, esta imagen de la pura madre parece estar al fondo de un tipo de exaltación del sentimiento oceánico, de la totalidad sagrada de la que nacemos y dependemos. Entendida así, la Gran Madre se identifica con el todo cósmico. En sí misma, ella no es masculina, ni femenina, pues no hay a su lado alteridad ninguna (no hay lugar para marido, ni para hijos distintos). Ella es todo, es simplemente lo absoluto, el océano de vida en que estamos insertos. Es evidente que este símbolo no puede aplicarse sin más a la Virgen María, pues ha sido una mujer histórica, aunque fecundada por el Espíritu de Dios. De todas formas, ciertas representaciones marianas, vinculadas a la figura de la Gran Madre Tierra, siguen evocando esta figura originaria.[1]

 Madre Asesinada, mito de Tiamat y Marduk. 

           Como he indicado ya, Tiamat representa la “madre naturaleza”, reflejada en las aguas primordiales donde todo surge y se asienta. Ella tiene un consorte (Apsu), pero de menos importancia, de manera que en el momento decisivo ella aparece sola, sea porque su consorte ha muerto, sea porque en el fondo es sólo una parte de ella. En este principio, la madre Tiamat lo llena todo; el principio masculino es derivado. Pues bien, esta madre ha terminado pareciendo amenazante para sus hijos, a quienes (según ellos) impide salir del claustro original, del útero en que se encuentran oprimidos, para tomar independencia y realizarse de manera autónoma...

           A fin de conseguir su objetivo y volverse independientes, los hijos se alzan contra la madre y el más audaz de todos, Marduk, que es signo de los nuevos poderes masculinos de la vida, la derrota, la destruye, y con su cadáver construye el mundo. Eso significa que la madre comienza existiendo por sí misma, es necesaria como maternidad que funda todo lo que existe. Por el contrario, los hijos, que nacen de ella, sólo pueden realizarse y ser independientes si la matan.

           De esa forma, la cultura de los hombres, representados en Marduk, comienza con el asesinato de la madre. Quien tome a la madre como inocente y buena, entenderá toda la escena como un matricidio. Por el contrario, quien se ponga de parte del varón entenderá su gesto como acción liberadora: a fin de realizarse como independientes y libres, los hijos tienen que superar su origen y matar a su misma engendradora.

            Parece evidente que este esquema no puede aplicarse a la visión cristiana de María, la madre de Jesús, a quien el mismo Espíritu de Dios ha fecundado, para que pueda convertirse en Madre del Hijo divino. Ella no oprime al Hijo, sino que le engendra para que viva y se realice como libre. Pero, miradas las cosas en otra perspectiva, se ha podido afirmar que, en la visión de algunos cristianos, el Hijo ha sustituido a la madre: ciertamente, el Hijo Jesús ha recibido a la Madre en el cielo, para coronarla como Reina y Señora de todo el universo; pero en este mundo los hijos varones han tomado el poder y lo ejercen con un tipo de violencia.[2] 

  1. Madre desposada: esposa celeste. 

            Hay culturas donde Madre y Padre aparecen vinculados, como Señor y Señora de la dualidad, y de esa forma suscitan y mantienen el orden primigenio (cf. cultura náhuatl de México). Pero, normalmente, la pareja primera suele aparecer en muchas religiones como “jubilada”, divinitas otiosa, deidad antigua que ha perdido su poder y permanece arriba, fuera del contexto de conflictos y batallas de la historia. Esto es lo que sucede en el antiguo México y, para referirnos al contexto de la Biblia, en la religión cananea ya evocada: El y Ashera habitan en la fuente de las aguas, en el origen de toda realidad, pero han dejado de reinar; en lugar de ellos, se alza y triunfa el Dios joven Baal, en batalla con los dioses enemigos.

            De todas formas, aunque a veces los dioses paternos (padre y madre) aparezcan como jubilados, este modelo constituye uno de los símbolos divinos más persistente de la cultura religiosa de gran parte de los pueblos conocidos. Es normal que aquí domine la figura del esposo, sobre todo en los casos en que los dos dioses se encuentran en activo. Pero puede haber entre ambos un tipo de igualdad: se complementan y completan mutuamente. No hay, por tanto, una imagen paterno-materna de Dios sino dos imágenes que se completan y determinan mutuamente.

            En sí misma, esta figura divina resulta positiva, pero puede faltarle hondura personal, pues, tomadas en sentido radical, en cuanto tales (como pura pareja), dios y diosa se limitan a ser engendradores. Viven para engendrar, en el principio de las aguas, es decir, del proceso de la vida. Así aparecen El y Ashera, en el mito cananeo. Ellos quedan así arriba, fuera del proceso de la vida. Por eso han dejado a otros dioses la función de regir el mundo: la maternidad y paternidad en cuanto tales no bastan para explicar la complejidad de la realidad.

            El símbolo cristiano nunca ha colocado a María al nivel del Padre, ni les ha convertido en pareja engendradora. Ella, María, no es el rostro materno de Dios, a pesar de que algunos teólogos y cristianos han podido interpretarla de esa forma, situando en el principio divino una pareja: la divinidad masculina (Padre) y la femenina (expresada por el Espíritu Santo). Ciertamente, María puede aparecer y aparece a otro nivel como “esposa del Espíritu Santo”, simbolizando los aspectos más comunitarios de la iglesia. Pero, estrictamente hablando, ella no es maternidad divina, ni diosa.[3]

 Madre con Hijo, Reina materna (Isis).

            En ciertos mitos, especialmente en el de Isis, ha venido a colocarse en el centro la figura de una madre diosa con el hijo dios. El padre ha desaparecido o ha muerto. Así vemos que Osiris (esposo de Isis) se encuentra en el fondo de la tierra (en el más allá de la muerte) y desde allí ha fecundado a Isis, su esposa. Ella ha dado a luz a Horus, que es el Dios de la nueva vida, que va a luchar y defender a su madre. Así suele aparecer Isis, llevando quizá los signos lunares (como diosa de la noche), con el niño divino en brazos o sobre sus rodillas, si está sentada.

            Esta imagen de la madre divina con niño que está llamado a ser rey ofrece uno de los testimonios más persistentes del valor de la mujer sagrada. Su relación con el esposo es secundaria, sea porque ese esposo ha muerto, sea porque tiene también otras esposas. Esa mujer es (=se hace) importante por ser madre; de esa forma se convierte en Señora y Diosa (en hebreo Gebira), cuando puede presentarse como Madre del Rey. Ella no vale en sí misma, ni siquiera como esposa (pues las esposas del Gran Rey son intercambiables, dentro del harén), sino como Madre.

            En esta perspectiva, que sigue aún vigente en ciertas culturas de tipo muy patriarcalista (como en algunas zonas del altiplano andino o en países de religión musulmana), la mujer carece en sí misma de identidad, pero se convierte en valiosa en cuanto madre. Ella es poderosa cuando tiene al niño en brazos, sobre todo si ese niño es heredero: a través del hijo se hace fuerte y puede expresar de esa manera su dominio.

            Este modelo se ha expandido a través de la figura de la Virgen María, Madre de Jesús, que lleva al niño en brazos (cf. Mt 2) y así lo ofrece a quienes vienen a adorarle. De esa forma puede presentarse como signo de la maternidad de Dios, convirtiéndose casi en figura divina (=Rostro materno de Dios). Dentro de la confesión cristiana, Dios está escondido (evidentemente como Padre oculto). Ella, María, aparece como rostro materno del Dios paterno, cuyo Hijo lleva en brazos, como hijo propio. [4]

 Madre con Hija, Deméter sufriente.

            Normalmente, la Diosa suele tener hijos varones, que veneran y ensalzan a la propia madre, haciéndola reina. Pero hay casos en que la madre divina aparece vinculada a una hija también divina. El caso más conocido en los mitos de occidente es el de Deméter y Perséfone.

            Deméter, reina y diosa de la tierra, ha tenido con Zeus, su esposo y hermano, una hija querida, Perséfone, que juega sobre el campo. Hades, dios del subsuelo, rapta a la niña, porque quiere tenerla por esposa, en los mundos inferiores. Deméter la busca, llora por ella y lucha con vigor hasta encontrarla. Las dos mujeres forman una preciosa pareja divina. Son la pareja femenina por excelencia, la madre y la hija, que se mantienen unidas en medio de un mundo de duros varones (el padre Zeus que desoye el gemido de Deméter, el tío Hades que rapta a su sobrina).

            Ella, la diosa madre, tiene que defenderse a sí misma, defendiendo a la hija, a la que busca por doquier, dolorida y fuerte. Esta imagen del llanto de la madre diosa constituye un elemento característico de muchos mitos, pero hay una diferencia: en otros casos son los hijos varones los que defienden a la madre divina; en este es la misma madre la que rescata, al menos temporalmente, a su hija.

             Isis llora buscando a su marido muerto (Osiris), pero el Hijo Horus puede vengarla; de una forma semejante, conforme al símbolo cristiano, la Madre María llora por Jesús, su Hijo muerto, que la consolará en la resurrección. Pero aquí es la misma Deméter, que llora por su hija raptada, la que debe liberarla, imponiendo de algún modo su ley materna sobre los varones.

            La misma Deméter, secando el caudal de la tierra (negando su maternidad a los varones guerreros), impone de algún modo su norma a los grandes dioses del cielo (Zeus) y del subsuelo (Hades), obligándoles a que liberen por seis meses a su hija raptada. El mito acaba así en forma de pacto: la madre estará con su hija gozando por seis meses, pero otros seis meses tendrá que sufrir, dejando a su hija en manos del raptor-esposo[5].

  1. ¿Mujer, pero no madre? Diosa sin niño ni esposo.

            Destacamos, finalmente, la existencia de un signo sacral femenino que no está vinculado a la maternidad. En ese contexto podemos incluir diversas figuras de mujer que valen por lo que hacen o por lo que simbolizan por sí mismas, en cuanto mujeres, sin necesidad de aparecer como madres.

            Suele decirse que la vieja religión de Grecia (lo mismo que las religiones más antiguas del oriente) estuvo centrada en la veneración de la madre y los poderes de la sangre, es decir, de la fecundidad y de la muerte. Pero en un momento determinado, superando ese nivel de maternidad sagrada, los griegos clásicos, partidarios de la religión olímpica, habrían venerado sin más la belleza y realidad humana, simbolizada en una serie concreta de diosas.

            Pero no han sido sólo los griegos. También otros pueblos han venerado la figura de la mujer, entendida como diosas en sí misma, sin marido y sin hijos. Ella, la mujer celeste, viene a mostrarse como un (el) signo supremo de la divinidad. Así podríamos decir que, religiosamente hablando, el cielo es femenino, el dios original es diosa. En este contexto de mujeres divinas no maternas podemos situar algunos ejemplos significativos:

 – Anat, diosa hermana. El mito de Canaán la presenta como hermana y amiga de Baal. Ella puede realizar funciones de amante, pero no es madre ni esposa estrictamente dicha, sino mujer luchadora y amiga, es la compañera que sostiene y dirige al héroe (Baal), que corre el riesgo de quedar destruido por la muerte.

 – Isthar, diosa reina. Su figura aparece vinculada algunas veces a la gran madre de los dioses. Pero, en sí misma, ella no es diosa materna sino expresión femenina del misterio de la realidad, es Señora del día y de la noche, Divinidad celeste que preside desde arriba el ritmo el ritmo de la vida y de la muerte. Así puede presentarse como amiga-amante de todos los humanos.

 – Diosas griegas: Atenea, Artemisa, Afrodita... Las tres son mujeres, las tres independientes. Cada una de ellas simboliza y preside un campo de la realidad: Atenea es signo de la sabiduría y el orden ciudadano; Artemisa es la expresión de la naturaleza; Afrodita es el amor... Todas son importantes para mujeres y varones, pero ninguna es esposa o madre. Para ser diosas, en un mundo dominado por varones, ellas deben ser independientes. Por eso, reflejan el principio femenino, pero no materno ni esponsal de la realidad. Así pueden ser inspiradoras de una nueva visión de la mujer, que vale en sí misma, y no sólo en cuanto esposa o madre de varones.

María Inmaculada, mujer y Espíritu Santo. Ella aparece en la conciencia de la iglesia cristiana, como signo de la belleza y libertad femenina: es mujer desde Dios, en clave de gozo y plenitud, quizá como signo del Espíritu Santo. Ciertamente, la iglesia cristiana sabe que María es “madre” mesiánica, y así aparece de manera dominante con el niño, al servicio del nuevo surgimiento cristiano. Pero en muchas representaciones, ella ha venido a presentarse simplemente como mujer llena de belleza, expresión del valor supremo de lo humano, sobre todo en las representaciones que la muestran como Inmaculada (joven llena de belleza) y Asunta al cielo (mujer madura, que alcanza plenitud celeste). Es claro que ella viene a presentarse de esa forma como signo de la divinidad.[6]

            Esta sacralización de la mujer en sí mismas (no en cuanto madre) resulta básica para situarnos ante la nueva antropología que está empezando a destacar el valor de la mujer en cuanto tal, no simplemente en cuanto madre o esposa. Puede afirmarse, sin más, que el varón ha cumplido otras funciones diversas de lo paterno (ha sido guerrero y rey, conquistador y sabio...). En cambio, la mujer ha estado más cerrada en su función materna, como si ella por sí misma no tuviera más tarea ni sentido sobre el mundo; esa situación ha terminado..

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  1. Conclusión.

            Los mitos han explorado de manera extensa el símbolo materno de Dios, presentándolo desde diversas perspectivas. Quizá pudiéramos afirmar que la Gran Madre y la Madre Asesinada son expresión de un fantasma más que un símbolo materno, pues en ambos casos la mujer resulta amenazante, al menos para los varones que quieren ser conquistadores. Pero en los restantes casos nos hallamos ante formas distintas y positivas de entender el símbolo materno, pues la madre realiza funciones positivas: ella se encuentra junto al padre (Ashera y El), o lleva en brazos al hijo rey (Isis y Horus) o defiende con vigor a la hija perseguida (Deméter y Perséfone) etc.

            En los últimos ejemplos, ella no es simple fecundidad (naturaleza), como se ha podido afirmar, sino un signo de fuerte cultura e incluso de intensa piedad humana. Ciertamente, ella es un símbolo, como han sabido desde antiguo los devotos de la Diosa y los tratadistas de la religión (como Plutarco).

            Nosotros, descendientes espirituales de los israelitas, que hemos superado el nivel simbólico de las viejas religiones paganas, podemos y debemos acoger el mensaje de este símbolo materno, para entender mejor el sentido de nuestro Dios (y la figura simbólica de María, la madre de Jesús).

  1. DIOS EN ISRAEL: NI PADRE NI PADRE.

  1. Dios sin imagen ¿silencio sobre Dios? (Ex 20, 2-6)

Al prohibir las imágenes de Dios, la Biblia alude no sólo a sus figuras exteriores (ídolos de madera o bronce), sino incluso a las representaciones mentales de su realidad (las ideas sobre Dios). Por eso, en principio, no podemos atribuir a Dios los rasgos de los grandes poderes del cielo, de la tierra o del abismo, ni decir que es padre, pues ese mismo nombre pude convertirse en ídolo o figura falsa. Así reza el texto:

[Yo, Yahvé]   Yo soy Yahvé, tu Dios, que te saque de Egipto, de la esclavitud.

                       – No tendrás otros dioses frente a mí.

[Sin imagen]   – No te harás ídolos, imagen alguna

                      de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra

                      o en el agua, debajo de la tierra.

                      – No te postrarás ante ellos, ni les darás culto;

                      porque yo, Yahvé, tu Dios, soy un Dios celoso: castigo

                      la culpa de los padres en los hijos, nietos y biznietos, si me aborrecen;

                      pero me apiado por mil generaciones

                      cuando me aman y guardan mis preceptos (Ex 20, 2-6).[7]

Este es el Dios de la gran paradoja. Es celoso, exclusivista, no deja a su lado lugar para ninguna otra figura sacral: no tiene esposa ni hijos; no tiene hermanos ni compañeros; así emerge solitario y fuerte ante su pueblo. Es también invisible, sin imagen ni semejanza: ninguna de las realidades de este mundo (del cielo, de la tierra o del subsuelo) puede representarlo. En este contexto se sitúa palabra clave de la Ley israelita, que ratifica la prohibición de las imágenes:

[Teofanía]        (Recordad)... el día que en estuvisteis delante de Yahvé, vuestro Dios,

                       en el Monte Horeb, cuando Yahvé me dijo:

Reúneme al pueblo, para que yo les haga oír mis palabras,

                       para que aprendan temerme todos los días que vivieren....

                       Y os llegasteis, y os pusisteis al pie del monte;

                       y el monte ardía en fuego… con tinieblas, nube y oscuridad.

[Voz de Dios]  Y habló Yahvé con vosotros de en medio del fuego:

                       oíais la voz de sus palabras, sin ver figura alguna,

                       sólo se oía una voz. Y Él os comunicó su alianza....

[Sin imagen]    – Guardáos mucho de esto, pues ninguna figura visteis

                       el día que Yahvé habló con vosotros de en medio del fuego.

                       No os pervirtáis y hagáis para vosotros escultura, imagen de figura alguna,

                       efigie de varón o hembra, imagen de animales terrestres,

                       imagen de aves que vuelan por el aire, de reptiles del suelo,

                       de peces que nadan por el agua, debajo la tierra… (Dt 4, 11-20).[8]

“No os hagáis imagen de varón ni hembra, es decir, de padre o madre, de lo masculino o femenino...” Estrictamente hablando, los israelitas y sus herederos (judíos, cristianos y musulmanes) debemos superar los signos de la paternidad/maternidad y del sexo al referirnos a Dios. Sin duda, Dios habla y escuchamos su palabra personal, pero no podemos confundirle con ninguna de las realidades de la tierra; no podemos llamar a Dios padre ni madre. No podríamos atribuir a Dios ninguna idea o forma de la mente: no podríamos llamarle ni siquiera padre, por ser este un símbolo familiar propio del mundo.Sin embargo, paradójicamente, este Dios sin imagen se ha vuelto muy cercano: la misma Biblia sabe (cf. Gen 1, 28) que él ha creado a los humanos a su imagen y semejanza y le presenta como principio de liberación: ha sacado a los hebreos de Egipto, ama apasionadamente a sus amigos, actúa en el proceso de la historia, abriendo para ellos un camino social y/o religioso. Por eso le podremos llamar Padre.

Yahvé, Dios de Israel, desborda la clausura cósmica y social, de manera que no podemos aplicarle ni siquiera el nombre de Padre, pues de hacerlo acabaríamos identificándole con una de las realidades de la naturaleza o sociedad humana. Dios desborda también la fijación religiosa del poder, de manera que, al menos en principio, no podemos verle en ninguno de los signos de poder del mundo (una ciudad potente, un templo santo, un rey fuerte).

Pero, al mismo tiempo, ese Dios trascendente se revela como muy cercano, abriendo para los suyos un camino de humanización liberadora. Eso significa que él es paradójico: es el más cercano, siendo el más lejano. En esa línea de cercanía salvadora (no de surgimiento biológico) podremos verle y le veremos como Padre. No necesita figuras, como los otros dioses, porque viene él mismo, actúa de manera inmediata y salvadora, como Padre amoroso para los humanos.[9]

Esta visión tiene grandes consecuencias sociales y políticas: los israelitas han in­terpretado la estructura y práctica religiosa de los pueblos vecinos (egipcios, babilonios, cananeos) como idolatría, adoración de los pode­res cósmicos, sometimiento mundano. Sólo así, rechazando el paganismo de la religión cananea y descubriendo a Dios en un camino de liberación abierto de los oprimidos y expulsados del sistema, los israelitas han podido descubrir e interpretar a Dios como Padre liberador y amigo de los humanos.[10]

  1. Dios sin imagen, pero con Nombre: Yahvé (Ex 3, 11-15; Dt 4, 11-20)

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 En principio, Dios aparece como fuente de la realidad, pero en forma no dual (no tiene esposa), ni engendradora (no tiene hijos), ni icónico (no tiene imágenes). De esa manera, Yahvé, Dios de Israel, emerge por encima de todas las figuras paternas y/o maternas de los pueblos del entorno. Ciertamente, es Dios con tradición (Dios de los padres o antepasados del pueblo), pero, en principio, su realidad no puede expresarse utilizando una imagen familiar como la de Padre. [11]

 Pues bien, este Dios sin nombre ni figura viene a presentarse de manera sorprendente como alguien muy cercano, que habla y acompaña a sus amigos oprimidos, los hebreos que se encuentra dominados por Egipto. Así lo indica el texto fundacional de la teología israelita. Recordemos. Moisés ha llegado hasta el monte Sinaí; Dios (=Elohim) se le muestra en la zarza de fuego y le manda que vaya a liberar a su pueblo en Egipto, revelándole su nombre misterioso: Yahvé:

[Moisés]         ¿Quién soy yo para ir al Faraón y sacar a los israelitas de Egipto?

[Elohim]         ¡Yo estaré contigo! Y este será el signo de que te he enviado:

                      cuando saques al pueblo de Egipto

                      vendréis a adorar a Elohim sobre este monte.

[Moisés]         Cuando yo vaya a los hijos de Israel y les diga:

                      el Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros,

                      si ellos me preguntan cuál es su nombre ¿qué he de decirles?

[Elohim]         – Yo Soy el que soy (=el que hago ser, Yahvé).

                       Y añadió: Así dirás a los hijos de Israel:

                      – Yo Soy me ha enviado a vosotros...

[Yahvé]          Yahvé, Dios (=Elohim) de vuestros padres,

                      Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob,

                      me ha enviado a vosotros... (Ex 3, 11-15).[12]

 Este pasaje ratifica la tradición de los antepasados, presentando a Yahvé como Dios de Abraham, Isaac y Jacob, es decir, de los padres del pueblo. Yahvé no empieza negando su paternidad genealógica (el padre de los antepasados del pueblo), sino que la ratifica, para elevarla, apareciendo, en un nivel más alto, como aquel que hace ser (=libera) al pueblo en cuento tal.

 Eso quiere decir que existe (desde Abraham, que ha tenido que dejar la casa de su padre: Gen 12, 1-3), una buena paternidad: los antepasados son signo de Dios. Ciertamente, Dios, en cuanto tal, no es antepasado estricto, no es Padre del pueblo, sino su Señor, en el sentido de Yahvé, el que hace ser. Pero, al mostrarse de esa forma, no niega su paternidad, sino que la sitúa en un nivel más alto de experiencia y vida.

Yahvé no es Padre-Antepasado, al modo humano (no tiene esposa, ni engendra biológicamente), sino Aquel que hace ser, hace que seamos, apareciendo así como padre trascendente: ha liberado y guiado a los hebreos oprimidos, haciendo que ellos puedan superar la esclavitud y existir en plenitud, como dueños de sí mismos. No podemos representar su figura con signos idolátricos, pero podemos y debemos venerarle relacionándonos con él, de manera personal.

            Yahvé, Dios de Israel, no necesita ídolos para manifestarse, pues lo hace por sí mismo, suscitando de un modo personal la vida de los hombres y mujeres de su pueblo. Tomado en sí mismo no es padre ni madre, no copula, ni engendra... En sí mismo, en su absoluta trascendencia creadora, Dios viene a presentarse como aquel que hace ser a los humanos Por eso, en un sentido más hondo, podremos acabar llamándole Padre (Madre). Hemos iniciado un camino, tenemos que salir de Egipto. Al otro lado, en la tierra prometida, encontraremos de verdad a Dios y podremos darle un nombre de misterio para siempre.

  1. HINDUISMO. REALIDAD SOCIAL: CASTAS, MUJER.

  1. Principios generales.

La India ha interpretado y salvaguardado las diferencias sociales y sexuales desde una perspectiva religiosa, permitiendo (y en el fondo exigiendo) así que cada uno sea (asuma) aquello para lo que ha nacido, dentro de un conjunto orgánico donde hay lugar para todos. Eso significa que el destino actual de los humanos, su sexo y forma de existencia, está determinado por las vidas anteriores. Cada surge allí donde debía haber surgido:

Cada cual nace en la casta que merece por su vida anterior;

Y siendo en esta vida ha de ser fiel al dharma de su casta

podrá renacer luego en una casta más alta o liberarse del todo..

Eso significa que el varón (o la mujer) no pueden protestar contra el destino que les toca vivir sobre este mundo: han de aceptar piadosamente la forma y "casta" en la que nacen, con todo lo que eso implica de acogida o sanción religiosa de una determinada situación social. Solo así, viviendo con fidelidad en el presente, pueden superar su situación (su casta) en el futuro, renaciendo en una forma de vida superior o llegando a romper el mismo ritmo de los renacimien­tos, en el moksa de la definitiva libertad.

Esta es una perspectiva de organicismo ético abierto a libera­ción final escatológica. Es un organicismo: todos ocupan su lugar en el conjunto, de manera que se debe respetar cuidadosamente la condición de cada uno. Rechazar el propio nacimiento, romper la casta o negarse a vivir en el lugar (condición) en que uno ha nacido significa rebelarse en contra del sagrado destino (karma), destruyendo de esa forma el propio dharma positivo y recayendo en estados inferiores de existencia. Sólo hay una forma de alcanzar la libertad: aceptando cada uno su propia condición y buscando a partir de ella un nacimiento superior en el camino mismo de la vida.

Esto significa que no existe individualidad estricta en los confines de una breve vida humana: nadie juega su destino (su propia eternidad) en las fronteras de una historia limitada. Estamos dentro de una rueda inmensa: somos resultado y parte de un proceso de vida universal que ha venido a expresarse por medio de nosotros. Por eso lo que hagamos no es nunca irremediable: ni merecemos el infierno (condena) final a través de una sola vida pervertida, porque nuestra vida sigue y aquel que la reciba (nos suceda) en el proceso de las reencarnaciones podrá reconducir nuestro camino. Tampoco podremos conseguir fácilmente la liberación final en nuestra breve vida y por eso otros tendrán que tomar nuestro revelo en la existencia (a no ser que,por virtud de un gesto muy profundo de fidelidad a lo sagrado o de introspección salvadora hayamos conseguido romper en este punto la cadena de las reencarnaciones).

Desde esta falta de individualidad "sincrónica" (en el hoy de nuestra historia) se entiende mejor el carácter relativo de la casta en que nacemos, del sexo que nos toca. Normalmente, las castas superiores (de levitas o brahmanes y guerreros o ksatriyas) se toman como grados más perfectos en la escala de las reencarnaciones (en la vía de la salvación); por eso, los miembros de castas inferiores (especialmente sudras) aspiran a encarnarse en ellas tras la muerte, para ir avanzando de esa forma en el camino de la salvación. Lo mismo sucede en relación a las mujeres. Normal­mente se supone que ellas no pueden alcanzar su libertad final en cuanto tales; pero pueden y deben mantenerse fieles a su propia condición femenina (de esposas y madres) para reencarnarse tras la muerte en un varón y acercarse así a la libertad definitiva.

En esta línea, tomada estrictamente, la dualidad del varón y la mujer tiende a perder su importancia religiosa (al menos en el hinduismo estricto de las upanishads y después en el budismo).La hondura del ser humano (el atman) no es masculina o femenina sino un tipo de realidad superior que se identifica con lo brahman, es decir,con el ser definitivo (el espíritu, lo divino, lo nirvana). Varón y mujer pertenecen al camino del samara:son formas cambiantes, temporales, que recibe el ser del hombre en el camino de su libera­ción.

- Esta perspectiva es, por un lado, muy consoladora: estrictamente hablando, en la verdad del ser humano, no existe varón ni mujer; sus diferencias resultan fenoménicas, son propias del camino de la historia. Por eso, en la línea progresiva de la vida se puede cruzar y se cruza el aspecto masculino y femenino: mi propio ser actual (por ejemplo masculino) puede estar formado sobre el entramado de múltiples mujeres que me han precedido en la línea de las reencarnaciones. En ese aspecto, varón y mujer no pueden separarse como si formaran dos realidades distintas.

- Pero de hecho lo masculino se interpreta como expresión de un estadio superior en el proceso de liberación: por su misma realidad actual, el varón está más cerca de la meta de la salvación (como unas castas respecto de las otras). Se puede hablar por tanto de una superioridad religiosa del varón sobre la mujer en el camino de la vida. En esta perspectiva el varón aparece como una mujer venida a más (que ha ascendido en el proceso de las reencarnaciones); por su parte, la mujer puede concebirse como un animal venido a más (que ha superado la barrera de la animalidad desde la misma potencia latente de su vida) o como un varón venido a menos (que no ha mantenido su altura precedente).

- Por fidelidad religiosa a su destino, las mujeres han de comportarse como sometidas. La misma religión les obliga así a vivir subordinadas respecto a los varones. Sólo de esa forma, actuando externamente como seres inferiores, ellas cumplen su función sacral y pueden avanzar en el camino de liberación en que se encuentran implicadas con todos los humanos.

Quizá pudiéramos decir que esa postura ofrece rasgos que recuerdan la visión religiosa de diversos pueblos (incluidos los mesoamericanos y los chinos). Pero, estrictamente hablando, hay diferencias que son considerables. En la cosmovisión china, varones y mujeres cumplen funciones complementarias ue se halla vinculadas al mismo ser del cosmos. Por eso no pueden esperar cambio ninguno a través de su conducta. Por el contrario, los hindúes viven en dos mundos. En el mundo exterior o fenoménico es preciso que el varón domine y la mujer esté subordinada. Pero en su mundo interior o verdadero las mujeres son libres, igual que los varones: participan de su mismo destino de liberación, aunque se encuentran por ahora en estados (o estadios) diferentes del camino. El sometimiento actual de la mujer es sólo un momento en el proceso que nos lleva hacia la plenitud final donde no existen ya varones ni mujeres.

Por eso, en el principio que es final y que es hondura o sentido de todo lo que existe ya no hallamos diferencia entre varones y mujeres. Allí sólo encontramos la plenitud del ser, el alma universal, el todo donde vienen a encontrarse (y superarse) en la unidad los elementos diversos y opuestos de este mundo. Por eso, el sometimiento de la mujer resulta pasajero, pertenece al nivel de la apariencia que los hombres (varones y mujeres) van transcendiendo desde ahora en el camino de la misma experiencia religiosa.

En ese aspecto puede hablarse de un dharma universal: es el destino en el que todos los vivientes (y no sólo los varones y mujeres) quedan englobados. Pero, al mismo tiempo, existe un dharma estamental que es peculiar de cada una de las castas: sólo siendo fiel al propio estado y condición puedo integrarme en el camino universal de salvación. Así hallamos finalmente un dharma sexual que es diferente para varones y mujeres, dentro del mundo fenoménico en que estamos viviendo por ahora.

Sólo siendo fiel a su condición y obligaciones femeninas, la mujer puede cumplir su propio dharma, avanzando en el camino de la salvación. Normalmente ella se encuentra al servicio de la vida, como hija, esposa y madre; por eso, le falta un proyecto personal independiente, no aparece como dueña de sí misma. Dueñas de sí en algún sentido son únicamente las cortesanas (prostitutas) que rompen la estructura normal de la vida familiar y realizan su camino salvador de otra manera que aquí no podemos precisar. Pero todas las mujeres, casadas o cortesanas, siendo fieles a su propia situación (su propio dharma) tienen que esperar para salvar­se un nacimiento diferente, en forma de varón para recorrer hasta el final su camino religioso, llegando así a la liberación completa. De todas formas, lo dicho hasta aquí es sólo una perspectiva general que debe matizarse con cuidado en cada uno de los grandes movimientos religiosos de la India, igual que en el budismo. Así vamos a hacerlo en las reflexiones que ahora siguen.

  1. Tantrismo

Como ya sabemos, el hinduismo es multiforme y, al lado de las líneas precedentes desarrolla también un camino de liberación humana en clave de sublimación o transcendimiento sexual. La India, igual que otros pueblos antiguos, ha conocido y desarrollado el éxtasis erótico como medio de liberación religiosa, conforme a la visión de la hierogamia (unión de opuestos).La caída del hombre se identifica con la separación, y lucha entre los sexos: varón y mujer aparecen escindidos, incapaces de encontrar la plenitud de forma aislada; sólo en la unidad sacral del sexo, celebrado en forma ritual (u orgiástica) varones y mujeres logran alcanzar de nuevo se verdad fontal, se identifican como plena­mente humanos (y divinos).

La unión de los cuerpos viene a presentarse como signo de una especie de unidad más elevada de carácter religioso. Estrictamente hablando, el encuentro con Dios no es la experiencia sexual sino aquello que esa experiencia significa, en nivel de entendimiento, de contemplación interior o de retorno al origen de la vida. De una forma puramente aproximada podemos distinguir en el camino del éxtasis sagrado (de simbólica sexual) tres planos o niveles:

- Al principio está la experiencia de la unión sexual del varón y la mujer que se interpretan en clave de simbolismo religioso cósmico. El varón, que se piensa como ser sagrado, identifica a la mujer como Diosa: tú eres la tierra y yo soy el cielo. La esposa, por su parte, identifica a su esposo como Dios. En la unión de ambos se expresa (se consuma y ritualiza) la unión originaria de los cielos con la tierra, el misterio primigenio de la unión de los contrarios. En este primer paso, los devotos se mantienen en el plano de la religión cósmica, en nivel de dualidad natural. Partiendo de esa base iniciarán su ascenso erótico-sagrado.

Mujer divina, sexo sagrado. En la unión ceremonial entre el brahmacarin (literalmente hombre joven y casto) y la pumscali (literalmente prostituta) se puede descifrar el deseo de efectuar la coincidentia oppositorum, la reintegración de las polaridades, puesto que el mismo motivo se encuentra en las mitologías y el simbolismo iconográfico de más de una cultura arcáica.... La mujer desnuda representa la prakrti. Por eso hay que verla con la misma admiración y el mismo desprendimiento que uno aplica al considerar el insondable secreto de la Naturaleza, su capacidad ilimitada de creación. La desnudez ritual de la yoguin posee una valor místico intrínseco: si ante la mujer desnuda uno no descubre en su ser más profundo la misma emoción aterradora que siente ante la revelación del Misterio cósmico, no hay rito: no hay más que un acato profano, con todas las consecuencias que se conocen (reforzamiento de la cadena kármica etc.). La segunda etapa consiste en la transformación de la Mujer-prakrti en encarnación de la Saakti: la compañera del rito se convierte en Diosa, del mismo moco en que el yoguin debe encarnar al Dios... La yoguin es una muchacha instruida por el guru... La unión sexual se transforma en ritual: la pareja humana se vuelve divina...La amante sintetiza toda la naturaleza femenina: es la madre, la hermana, la esposa, la hija (M. Eliade, El Yoga. Inmortalidad y libertad, FCE, México 1993, 189, 191192).

- En un segundo momento la experiencia sexual se ritualiza, perdiendo su carácter exterior (de emisión seminal y orgasmo femenino) para convertirse en signo de aquello que pudiéramos llamar la unión apática de los dos polos divinos. Aquí se sitúa el tantrismo. En el momento de plenitud sacral y humana, después de un largo camino de interiorización simbólica y aprendizaje corporal (integral), el yoga y su yogin se acoplan sexualmente en gesto de quietud sublime, sublimando así el poder del impulso sexual en signo más alto de presencia del misterio. Culmina de esa forma el gesto de total transcendimiento: el yoga (varón o mujer) logra el control de la respiración, del pensamiento y del impulso sexual: vive sin vivir (respira sin respirar externamente), piensa sin pensar (ha detenido el fluir de las ideas) y vuelve a la unidad originaria con el todo de la divinidad, superando el plano exterior de los sentidos. Así se vinculan mujer y varón sin emisión seminal ni orgasmo externo. El eros de la carne ha quedado de esa forma dominado y trascendido, en gesto que recuerda al Banquete de Platón.

- En un tercer momento puede darse la experiencia de la identificación total sin que resulte necesario el "yoga de los sexos", es decir, sin el despliegue y cultivo de la unión corporal apática del varón y la mujer. Verdadero contemplativo será aquel que sabe introducirse dentro del misterio de la "unión de los contrarios",en clave de interioridad. Para eso necesita un largo proceso de interiorización donde vienen a juntarse elementos de carácter corporal y mental, imaginativo y emotivo. Por un lado, el devoto debe concentrarse, poniendo toda su atención en un tipo de imagen o mandala que aparece como signo de su propia realidad. Por otro lado vuelve de lo externo y se identifica consigo mismo, y con aquello que pudiéramos llamar la hondura divina del universo: así penetra en el misterio de las bodas divinas, en la unión original de los contrarios.

Una vez que hemos llegado aquí encontramos que la dualidad de lo masculino y femenino queda asumida y transcendida. A Dios se le interpreta como conjunción de opuestos, en un plano que está simbolizado por la unión de los sexos de este mundo.Pero en el camino de su manifestación más honda, los dos sexos pierden su carácter material (el rasgo externo de lo masculino y femenino) y vienen a mostrarse como signo de la unión en plano de misterio. Lógicamente, varones y mujeres han de ver a Dios simbolizado en la unidad de los sexos antes escindidos, como se muestra en los relieves de muchos templos de la India. La unidad de sexos, la conjunción de opuestos en Dios: estos son los signos fundamentales del gran mandala o representación sexual donde todas las líneas de la realidad se concentran y encuentran en un tipo de unidad suprema.

Dando un paso más y manteniendo el carácter simbólico de los elementos,los varones descubrirán a Dios como complemento femenino; las mujeres como compañero masculino. Ambos, varones y mujeres, empiezan viendo a Dios como aquello que les falta (el otro polo o extremo de la unión) para acabar descubriéndole en el todo: lo sagrado es la unidad de los opuestos, el todo donde queda asumida y superada la tensión previa de las divisiones. Pero dejemos de lado el aspecto de aprendizaje sexual que implica el yoga tántrico, con sus posibles dificultades y sus riesgos. Veamos solamente el rasgo más profundo de la meta a donde lleva ese camino, en relación con el sentido de varones y mujeres.

Tomado en su raíz, el camino tántrico iguala de algún modo a varones y mujeres.I niciado debe ser el yoga que lo ejerce; iniciada será también la yoguin, tanto en el aspecto corporal como el mental. Ambos han de hallarse bien abiertos hacia un tipo de experiencia superior de lo "sagrado", allí donde se viene a trascender el nivel del pensamiento (razón) y de los mismos ritmos vitales primigenios (respiración, impulso sexual). De esa forma se respeta al varón y a la mujer, se valoran los aspectos masculino y femenino de la divinidad. Pero quizá no se consiga resaltar el valor de la persona.

En un primer momento, esta experiencia religiosa interpretada y realizada simbólicamente por medio de un ritual de sexo puede parecer fascinante para algunos "devotos" de occidente. El cristianismo habría reprimido el sexo, convirtiendo toda unión sexual en una especie de pecado. En contra de eso, el hinduismo tántrico (lo mismo que cierto platonismo griego) habrían elevado y valorado plenamente lo sexual como sacramento de misterio, en espacio de apertura a lo divino.         

Este primer juicio tiene parte de razón, pero debe matizarse con muchísimo cuidado. Lo que parece liberación sexual resulta en el fondo opresor y reactivo. Para el tantra el sexo tiene en sí poco valor, de tal forma que se emplea como medio que debe superarse en el camino de la devoción: por eso, en el momento de su pleno encuentro, los devotos han de unirse sin pensar en que se unen, sin sentir ya lo que hacen. Por otro lado, ellos no quieren buscarse, hallarse y gozarse en comunión personal, en su existencia concreta y radical, como individuos valiosos en sí mismos. En el fondo, a través del sexo, ellos quieren olvidarse de sí mismos y del otro para reencontrarse los dos en lo divino concebido como totalidad donde se superan y diluyen los contrarios. Esto, a mi entender, puede llevarnos a una intensa represión sexual más que a la verdadera liberación.

En contra de esa perspectiva, la visión judeocristiana (exaltada en el Cantar de los Cantares y asumida en su raíz por el Evangelio de Jesús) ha concebido el sexo como espacio y medio de encuentro interhumano. No es un medio que se olvida y deja luego para hallar a un Dios suprasexual. En la vía del amor el otro no es jamás un medio, no es cosa que se toma y luego deja (como fruta de zumo que se exprime y luego arroja). Ni siquiera para hallar a Dios podemos convertir al otro en medio. Por eso, el Dios cristiano no se encuentra más allá del sexo sino en la misma realidad del otro, a quien descubro personalmente en el sexo (o en otro tipo de unión personal).

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Sexo divino, unión sin sexo.” No hay que olvidar que el maihuna (rito de unión sexual) nunca debe terminar con una emisión seminal: el semen no debe ser eyaculado, repiten los textos. De otro modo el yoguin cae bajo la ley del Tiempo y de la Muerte, como cualquier libertino vulgar. En estas prácticas, la "voluptuosidad" ejerce el papel de un "vehículo", ya que proporciona la tensión máxima que suprime la conciencia normal e inaugura el estado nirvánico, la samarasa, la experiencia paradójica de la Unidad. Ya lo hemos visto, la samarasa se obtiene mediante la inmovilización de la respiración, el pensamiento y el semen...  Detener la respiración, suspender el pensamiento, inmovilizar el semen no son sino fórmulas para expresar la misma paradoja de la abolición del tiempo... Es la coincidencia del tiempo y de la Eternidad..., es la reintegración del Andrógino primordial, la conjunción, en su propio ser, del macho y la hembra: en una palabra, la reconquista de la plenitud que precede a toda Creación. En resumen, esa nostalgia de la plenitud y de la beatitud primordiales es la que anima todas las técnicas (sexuales) que conducen a la coincidentia oppositorum en su propio ser (M.Eliade, El Yoga. Inmortalidad y libertad,FCE, México 1993, 199-200).

El ideal cristiano está centrado en la experiencia de la gratuiad y del encuentro personal entre los seres humanos (especialmente entre varones y mujeres). Conforme al evangelio de Jesús ya no es necesario el matrimonio, ni la unión entre los sexos se interpreta como expresión necesaria de iniciación religiosa (de unidad cósmica o total con lo sagrado). Lo que importa en realidad son las personas: la experiencia del amor concreto como vinculación entre los seres humanos, en sus varias formas de relación (padres e hijos, varones y mujeres, amigos, hermanos, compañeros...). Sólo en el amor concreto al otro (al prójimo), entendido como ser distinto de uno mismo, puede desvelarse lo sagrado (el dios personal).

Más aún, para el cristianismo (y judaísmo) en el camino del encuentro esponsal sigue siendo fundamental el placer compartido: el gozo de la unión que lleva al descubrimiento del otro en cuanto unido a mí y en cuanto diferente. Donde se niega el gozo se niega la creación y se destruye todo camino de apertura a Dios. Ese Dios cristiano, como padre y amigo, como madre y amiga, como hermano y compañero, no está más allá del otro (allí donde en éxtasis erótico supero su individualidad) sino en la realidad concreta, personal, del otro al que ayudo como persona y con quien quiero recorrer un camino compartido de felicidad, abierta a la justicia (a la reconciliación de todos los humanos sobre el mundo).

  1. BUDISMO

Partiendo de los estereotipos dominantes sobre la masculino y femenino se ha podido afirmar que el budismo es religión o movimiento claramente masculino.Así lo ha señalado, con su agudeza habitual, el mismo M.Weber:

Se podría suponer un rasgo "femenino" en el papel que desempeña el sentimiento amoroso en esta descripción de la condición del arhat (del éxtasis contemplativo del budismo). Pero sería un error. El logro de la iluminación es una acción del espíritu y exige la fuerza de una pura contemplación "desinteresada" sobre la base del pensamiento racional. En cambio, la mujer, al menos para la doctrina budista tardía, no sólo es un ser irracional, incapaz de alcanzar la más alta fuerza espiritual (y la tentación especí­fica para quienes se esfuerzan por obtener la iluminación),sino sobre todo un ser que no es capaz de alcanzar aquella mística disposición amorosa carente de objeto que caracteriza psicológicamente la condición del arhat[13].

Dejemos de lado las doctrinas budistas posteriores que, como el mismo M. Weber ha supuesto, se han podido separar (se han separado aquí) de la intuición primera del maestro. Esas doctrinas han pensado con frecuencia que la mujer en cuanto tal es incapaz de llegar a la contemplación pura, al amor desinteresado: es decir, al estado de la mente que contempla sin objeto (en el vacío total), al amor que ama sin buscar la cosa o realidad amada. No es eso lo que ahora me interesa. Quiero detenerme en la manera de entender lo masculino y femenino y la postura práctica de Buda.

Para ello sigo fijándome en Max Weber quien supone que debemos aceptar como valiosos los principios y estructuras mentales de una sociedad racional que se empeña en superar los "restos" míticos y sentimentales de un mundo antiguo que estaría dominado por la magia. Ese mundo habría sido especialmente femenino: dirigido por el sentimiento, fundado en una especie de "participación mística" amorosa que vincula miseriosa e irracionalmente los acontecimientos, los hombres y las cosas. Por el contrario, el mundo moderno se ha vuelto totalmente masculino: en esta nueva línea "moderna" se mueve el racionalismo desnudo de los budistas, lo mismo que la ciencia occidental cuando supera todo sentimiento. Por eso, Buda y el budismo no se podrían entender en clave femenina:

Este (Buda) condena el orgullo y la infatuación mundanas. Pero no en favor de una edificante humillación de uno mismo o de un sentimiento de amor al prójimo en el sentido cristiano, sino a favor de una claridad viril sobre el sentido de la vida y de la capacidad de sacar de ello,c on "honestidad in­telectual", las debidas consecuencias[14].

Conforme a esta visión, la humillación personal y el amor concreto hacia los otros serían femeninos (propios de un cristianismo abierto hacia la fraternidad sentimental y ala relación caritativa y cariñosa los hombres). Lo masculino, en cambio, sería la claridad viril, una especie superior de compasión universal constituida por la fría y estoica impasibilidad del sabio. Más aún, lo femenino vendría vinculado al amor sensible, a la afectividad compasiva, al camino de las lágrimas (en clave emocional). Masculino, en cambio, sería el descubrimiento racional de las leyes que rigen el destino de la vida y la aceptación impasible de esas leyes.

Así se identifica, de una forma precrítica, lo masculino con un tipo de racionalismo patriarcalista y lo femenino con una especie de sentimentalismo irracional. Pues bien, en contra de eso, superando el exclusivismo de la cultura triunfadora del occidente moderno, debemos afirmar que existe m una razón que no es dominadora ni patriarcalista; y hay también un sentimiento que no puede llamarse irracional en clave negativa, para identificarlo después con lo femenino. Esta escisión de masculino y femenino, esta visión patriarcalista (y masculina) de la racionalidad no ayuda en modo alguno a plantear bien los problemas. Por eso juzgo que es preciso superarla y así lo haré (al menos de un modo implícito) en lo que sigue.

Ciertamente, si las cosas fueran como M. Weber decía, el budismo sería masculino y de esa forma lo han pensado (lo han vivido) algunos de sus grandes maestros. Pero pienso que al principio no fue así. Como ya hemos indicado al ocuparnos de las cuatro nobles verdades de la iluminación salvadora, Buda ha superado el nivel en que se vienen a enmarcar lo masculino y femenino, rompiendo de igual forma el plano de las castas.

  1. ISLAM

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La única religión patriarcalista estrictamente dicha que hoy existe es el Islam que ha universalizado, desde un fondo árabe, co­nforme a la experiencia de Mahoma, los principios básicos del judaísmo (o del judeocristianismo). La transcendencia de Dios se en­cuentra tan marcada en el Islam que pasan a segundo lugar otros aspectos de cercanía religiosa. Dios se encuentra demasiado lejos para definirse de verdad como como padre o esposo de los hombres; por eso se revela más bien como señor y guía de la historia.Tampoco se le llama esposo, quizá por evitar el riesgo de posible paganismo que late al fondo de ese término.

No siendo básicamente padre ni esposo, el Dios del Islam ofrece rasgos que, en el lenguaje convencional podemos llamar masculinos: es voluntad que guía nuestra historia, el gran poder ante el que todos deben someterse guardando reverencia. Pues bien, suponiendo eso sabido, quiero señalar las consecuencias sociales de esa perspec­tiva , destacando sobre todo la función de las muje­res.

 Más que una religión en el sentido estricto (por lo menos en línea cristiana), Mahoma ha fundado una comunidad social, un tipo peculiar de pueblo (uma): la fidelidad al único Dios, que se identifica con el Dios de las revelaciones anteriores (judías y cristianas), vie­ne a culminar en un movimiento de fieles, que son los musul­manes. Ellos constituyen una asociación peculiar de personas fuertemente vin­culadas. Varones y mujeres han sido creados como iguales ante Dios; por eso han de cumplir, en principio, los mismos deberes religiosos, especialmente la oración y la limosna:

Al creyente, varón o mujer, que obre bien le concederemos ciertamente una vida buena

y le remuneraremos con arreglo a sus mejores obras (Corán 16,97).

Dios ha preparado perdón y magnífica recompensa

para los musulmanes y las musulmanas, para los creyentes y las creyentes,

los devotos, sinceros, pacientes y humildes... (Corán 37,36).

En ese plano fundante no hay por lo tanto distinción entre varones y mujeres: la trascendencia de Dios y su palabra de revela­ción les ha igualado en la misma exigencia de sometimiento y buenas obras. Pero a partir de aquí comienzan ya las diferencias. Ciertamente, el Islam resulta igualitario. Acepta como un hecho la esclavitud (sobre todo para los no creyentes), pero tiende a superarla dentro de la comunidad musulmana, destacando la exigencia de comunicación social y económica entre los creyentes. También admite la desigualdad entre las razas, pero desde el punto de vista de fe (y de la comunidad sagrada o umma) tiende a superarla: odos los creyentes participan de la misma suerte del Islam, forman una com­unidad igualitaria, bajo la enseñanza de Mahoma (el Corán) y sus representantes. Sólo existe por lo tanto un pueblo de Dios sobre la tierra.

Pero dentro de esa igualdad se acepta y de alguna forma se acentúa la división entre varones y mujeres. En esta perspectiva, el Islam ha sido y sigue siendo una religión ()una sociedad?) profunda­mente patriarcalista, por no decir machista. Quizá pudiéramos añadir que su experiencia social está fundada en dos grandes principios: a supremacía del varón en el nivel político y familiar; y la separación de varones y mujeres en la vida cotidiana, fuera del ámbito familiar propiamente dicho.

- La supremacía del varón está bien determinada por ley: Los hombres tienen autoridad sobre las mujeres en virtud de la preferencia que Dios ha dado a unos más que a otros y de los bienes que gastan (los varones para mantener a las mujeres).La mujeres virtuosas son devotas y cuidan de su castidad en ausencia de su marido...Amo­nestad a aquellas de quienes temáis que se rebelen, dejadlas solas en el lecho, pegadlas... (Corán 4,34).Esta supremacía se expande a todos los aspectos de la vida que aparece cuidadosa­mente reglamentada. Las mujeres carecen de independencia personal y social propiamente dicha (al menos en el aspecto mundano de la vida).

- Por eso, la vida concreta de los musulmanes tiende a dividirse en dos campos bien separados: varones y mujeres no conviven en lo externo; no se encuentran en lugar abierto, no dialogan en público. Por eso, ellas tienden a llevar un velo en la cabeza ,como para ocultar su feminidad (su encanto y bellaza) ante aquellos que no pertenecen al círculo de intimidad de su familia. Ellas habitan básicamente dentro de la casa, construyendo de esa forma un mundo femenino, separado del mundo exterior de los varones, a quienes encuentran sólo en la intimidad de la casa familiar o en el lecho.

Tanto el Corán como el conjunto de la sociedad musulmana ofrece a quien se acerca desde fuera la impresión de que la vida se encuentra fuertemente erotizada (dominada por el deseo sexual) de tal forma que todo encuentro personal de un varón y una mujer que no sean familiares o esposos tiende a interpretarse como sospechoso. Por eso, ambos deben separarse. Lógicamente a las mujeres les toca la peor parte. Ellas han de llevar una vida aislada (con otras mujeres). De esta forma se tienden a separar los dos campos vitales.

- En un nivel externo varones y mujeres no se encuentran, no dialogan; de esa forma evitan el peligro del "contagio sexual", el riesgo de la pasión.

- Por el contrario, en nivel de intimidad ellos dialogan en profunda confianza familiar o en clima de amor plenamente sexuali­zado. De esa forma parece que todo encuentro del varón con la mujer en clave de intimidad está marcado por la confianza familiar (padres-hijos, hermanos) o por la urgencia de la unión sexual.

Leyendo con hondura ciertos textos del Corán y observando sobre todo la conducta de diversas sociedades musulmanas en el plano de la relación entre varones y mujeres, recibimos la impresión de que la sociedad en cuanto tal se encuentra amenazada por un fuerte estallido de violencia sexual que puede desatarse y destruirlo todo. Pues bien, para evitar ese estallido y defender de alguna forma a las mujeres, la ley tradicional islámica se ha sentido obligado a reglamentar su relación con los varones y mujeres, permitiéndola sólo en el campo del matrimonio (con la posibilidad de poligamia y concubinato) o en un plano estrictamente familiar.

De esta forma se vinculan una reglamentación social muy fuerte (dirigida sobre todo a asegurar la castidad de las mujeres, para servicio de los varones) y una profunda libertad sexual, asumida y cultivada especialmente por esos mismos varones. A ellos se les dice Vuestras mujeres son para vosotros campo labrado... (Corán 2, 223). Ellas son tierra fecunda, propiedad de los maridos (campo donde siembran). Partiendo de un Dios que se ha mostrado como trascendente (más allá de todo sexo, superando toda hierogamia), el Islam ha tendido a reglamentar legalmente las relaciones sexuales, pero siempre desde la perspectiva del varón. Ciertamente, los varones deben respetar la voluntad de las mujeres, de manera que no pueden tomarlas ­por la fuerza (Corán 4,19). Per­o ellos reciben la palabra de la ley, ellos regulan y sancionan su cumplimiento:

- Casaos con las mujeres que os gusten: dos, tres o cuatro.

 - Retribuid como cosa debida a aquellas de quienes habéis gozado como esposas (en matrimo­nio libre,               de carácter temporal) (Corán 4,24).

Ciertamente, varones y mujeres tienen una misma responsabi­lidad religiosa, en el plano más profundo, de manera que unos y otras podrán recibir en la vida futura la misma recompensa (Ibid 4,32). Pero en el camino de este mundo los papeles de unos y otros son distintos. Mahoma ha sancionado, y en parte ha suscitado con sus principios religiosos, un tipo de sociedad estamental donde los dos sexos cumplen funciones muy diferentes. Encerradas en sus casas, colocadas al servicio de las necesidades del marido (intimidad, goce sexual, descendencia) las mujeres musulmanas son, al mismo tiempo, esclavas y reinas. Son esclavas que se adquieren y alimentan y así deben mantenerse fuera de los círculos externos de influjo social. Pero, al mismo tiempo, desde la intimidad del hogar, ellas dirigen la vida de los varones como reinas que saben mantener el orden de la casa.

Lógicamente, los musulmanes siguen afirmando (al menos en parte) que esa misma diferencia de funciones entre los sexos sirve para destacar y salvaguardar la verdadera igualdad entre varones y mujeres. Así dicen que el Islam ha sido la primera religión y cultura del mundo que ha identificado a varones y mujeres en todo lo referente a la economía y matrimonio.

Los derechos de las mujeres ante sus maridos son similares a los que los maridos tienen ante ellas. Esta declaración debió haber causado, sin duda, una gran agitación en una sociedad que nunca había reconocido derechos a las mujeres...Ahora se daba a las mujeres una posición igual en todos aspectos a la de los hombres... Esta declaración provocó una revolución no sólo en Arabia sino en todo el mundo, puesto que la igualdad de derechos de la mujer y el hombre no fué nunca antes reconocida por ninguna nación o reformador [15]

Es posible que muchos lectores del Corán y observadores de la sociedas musulmana no estarán de acuerdo con esa observación. Ciertamente, Mahoma ofreció a la mujer derechos que antes no tenía en plano religioso y textos del Corán admiten la reversibilidad de varones y mujeres incluso en el plano del encuentro sexual: ellas son vestidura para vosotros y vosotros lo sois para ellas (2,187). Pero en su conjunto, el Corán no es un texto universal sino mensaje y obra esta revelada (proclamada y aplicada) para varones. Sólo ellos reciben directamente la inmensa mayoría de las palabras de Dios; sólo ellos parecen sujeto activo (responsable) de los mandatos de la gran revelación divina. Las mujeres están allí; pero aparecen casi siempre de un modo pasivo, como objeto de la acción (del deseo o justicia) de varones. En esa perspectiva se entienden estos textos:

-La mujer es naturaleza para el varón: "Te preguntan por la menstruación. Dí: es una impureza. Así pues, absteneos de las mujeres mientras dure y no vayáis a ellas hasta que no estén puras. Vuestras mujeres son para vosotros un campo de siembra; id a vuestro sembrado según querais" (Corán 2,222-223) El esposo es cielo, la esposa tierra; el esposo viene, la esposa espera. Ella es naturaleza, por eso vive todavía bajo el imperio de los ritmos de la menstruación interpretada como fuente e impureza. Estamos al nivel de las viejas religiones cósmicas.

- El esposo puede tener muchas (siempre que las compre o pague), la esposa pertenece a un sólo esposo. "Casaos entonces, de entre las mujeres que sean buenas para vosotros, con dos, tres o cuatro; pero si temeis no ser equitativos...entonces con una sola olas que posea vuestra diestra (vuestras esclavas) (4,3) Se os prohíben (para el matrimonio) vuestras madres, hijas, hermanas... y las mujeres casadas, a excepción de las que posea vuestra diestra (es decir, vuestras esclavas). Aparte de esto se os permite que busquéis esposas con vuestros bienes, como hombres honrados, no como fornicadores (4, 23-24).

- El poder pertenece al varón. "Los hombres están al cargo de (tienen autoridad sobre) las mujeres en virtud de la preferencia que Allah ha dado a unos sobre otros y en virtud de lo que en ellas gastan de sus riquezas. Las habrá que sean afectas, obedientes y que guarden, cuando no las vean, aquello que Allah manda guardar (es decir, la fidelidad a los maridos). Pero aquellas cuya rebeldía temáis, amonestadlas, no os acostéis con ellas, pegadlas; pero si os obedecen no busques medio contra ellas" (4,34).

 Esos textos no requieren mucho comentario. Es evidente que la relación matrimonial se establece en forma de dominio del varón (que tiene pode) y de exigencia de fidelidad de la mujer (que se mantiene sometida dentro del orden familiar de la casa). En esta perspectiva han de entenderse gran parte de los valores y premios que establece el Corán, tanto para este mundo como para el venidero:

- El amor de lo apetecible aparece a los hombres engalanado: las mujeres, los hijos varones, el oro y la plata por quintales colmados, los caballos de reza, los ganados, los campos de cultivo...todo esto es breve deleite de la vida de acá. Pero Dios tiene junto a si un bello lugar de retorno (3,14). Difícilmente pueden encontrarse cosas más bellas en el mundo: mujeres, hijos, caballo, campos...Esta es la dicha del varón patriarca, este el deseo de un hombre que sabe apetecer y disfrutar los valores de este mundo. Nada se dice de ellas, las mujeres, nada de sus deseos, en varones y moradas, en cariños y caballos... No se les ha preguntado. Están silenciosas, sometidas a una religión que aceptan, pero que no es suya.

- Esos mismos son los valores del cielo, que viene presentado siempre como paraiso para varones: Los que teman a Dios estarán en cambio en lugar seguro: entre jardines y fuentes, vestidos de satén y de brocado, unos enfrente de otros...Y les daremos por esposas a huríes de grandes ojos (44,51-54; Cf 52,20 etc). Una y otra vez retorna el mismo gran motivo: un cielo de varones donde ya no habrá caballos, ni oro y plata... Pero habrá jardines y mujeres, eso es cielo. Este fue el primer paraíso, este será el último: un edén de varones, con huríes hechas cuerpo de gozo para ellos. En contra de lo que sucede en Gen 2-3, estas mujeres finales del Corán carecen de libertad; ni siquiera pueden pecar.

Esta es la paradoja, este el reto. Si se toman como clave hermenéutica los textos que sancionan la unidad religiosa de varones y mujeres tendrían que desaparecer todas las diferencias por razón de sexo; para ello habría que abrogar o reinterpretar un número considerable de aleyas (quizá hasta suras) del Corán, presentándolas como ya anticuadas. Sólo en este caso el Islam podría presentarse como religión del futuro, en diálogo de igualdad con occidente.

Por el contrario, si mantienen su autoridad las aleyas del sometimiento femenino antes citadas el Islam puede acabar encerrándose en una especie de duro integrismo social (más que religioso), contrario al movimiento de igualdad y liberación que propugna la cultura ilustrada de occidente. Pero lo que digo del Islam lo puedo afirmar también de cierto moralismo y división social de algunos grupos cristianos que parecen más cercanos al Islam que al evangelio. Desde esta perspectiva, y como esquema general, quiero recordar algunos de los significados que recibe el cuerpo de la mujer en la tradición musulmana (y en la de occidente):

Mujer musulmana: pasado y futuro

 El futuro de la religión musulmana depende de muchos factores, pero uno de los más importantes será su manera de entender a la mujer. Estas son, a mi juicio, las tres afirmaciones principales que se pueden hacer en este plano:

- Por un lado Mahoma ha concedido autonomía religiosa a la mujer, dándole, al menos en principio, una responsabilidad religiosa y social y una dignidad sacral que antes no tenía.

- Pero, al mismo tiempo, al convertir el sometimiento en máxima virtud religiosa, y al poner como norma de vida social a los varones, Mahoma ha corrido el riesgo de sacralizar un nuevo tipo de sometimiento femenino. De hecho, el Islam ha funcionado y sigue funcionando en muchos lugares como principio de sumisión para las mujeres, relegadas a la vida privada, sin capacidad de autonomía cultural, social y política.

- El problema está en saber si el Islam va a poder realizar una lectura nueva de Corán, en clave de igualdad y reciprocidad entre varones y mujeres. La historia de los musulmanes tiene la palabra.

- Cuerpo de conquista. Libre en religión, libre en la intimidad de su hogar, la mujer seguiría siendo en el fondo un territorio que el varón debe ocupar y explorar pra realizarse como humano.

- Campo de recreo, ámbito de gozo. El cuerpo de la mujer es jardín de delicias para el varón; allí puede gozar, allí despliega su más hondo placer, su dicha más profunda.

- Campo de siembra. El varón es ante todo "padre"; quiere descendencia a la que dar su nombre, desea hijos y por eso necesita una mujer sometida: para tener la se seguridad de que su descendencia es suya, suyo el fruto del campo en el que siembra.

- La posesión suprema Ciertamente, la mujer tiene derechos y no puede ser utilizada sin más como objeto de compraventa; pero cierta visión social la ha presentado en el fondo como posesión o tesoro que los varones controlan; por eso ellas deben estar recluidas, como algo que sólo los maridos pueden contemplar y disfrutar.

- Cielo o premio final ratifica esa visión. La mujer del Corán acaba siendo paraíso para los varones. Ellas no valen en sí mismas (para sí); son en el fondo el descanso del guerrero macho, cielo de loa arriesgados conquistadores del Islam. Así aparecen lo más grande; pero son a la vez lo más pequeño: un cuerpo sin alma, máscara sin pensamiento o voluntad (como diría la fábula antigua). Allí donde el cuerpo femenino es más perfecto (es Hurí de cielo), la mujer concreta acaba siendo menos importante.

 Pensamos que las transformaciones religiosas y sociales de la nueva sociedad musulmana pondrán un punto de interrogación sobre muchos puntos de su tradición. Para ello será necesario que los nuevos musulmanes descubran y acentúen algo que los cristianos hemos destacado hace tiempo: la diferencia entre el mensaje primordial de la Escritura y las condiciones socioló­gicas o culturales del tiempo de su surgimiento[16]. Pues bien, esa distinción no resulta nada fácil, como nos recuerdan las mismas discusiones teóricas y prácticas que ofrece el Islam moderno. Los musulmanes se encuentran hoy dividido, fragmentados en tendencias diferentes. Sin embargo, de un modo general defienden una visión literalista del mensaje de Mahoma, impidiendo así que las mujeres puedan "liberarse" al modo occidental[17].

 Quizá no valga el modelo occidental de liberación de la mujer, marcado por el tipo de cultura laicista; quizá deba buscarse una forma de liberación más profunda que no se encuentre marcada por un tipo de vida de varones (y varones occidentales, machistas, agresivos, posesivos). Pero el modelo de sometimiento femenino de muchas sociedades islámicas resulta todavía mucho más limitado, pues parece que algunos (muchos) musulmanes han terminado por absolutizar una forma histórica de subordinación femenina ,declarándola sagrada y normativa[18].

[1] He presentado el tema en perspectiva de religiones amerindias y cristianas, en Hombre y mujer en las religiones, Verbo Divino, Estella 1997, 39-86. Interpretación bíblica del tema en Amiga de Dios. Mensaje mariano del Nuevo Testamento, San Pablo, Madrid 1996, 214-258.

[2]He desarrollado el tema básico en Hombre 87-101. Es evidente que los cristianos no han “matado” con Marduk a la Madre divina, sino que la han situado en el cielo, como Reina cósmica. Pero esa elevación celeste puede estar vinculada a una sumisión terrestre: suele decirse que la exaltación de María, como figura sagrada dentro de ciertos grupos cristianos, está relacionada con el sometimiento social de las mujeres, dentro de la historia. Pero este es un tema complejo que aquí no podemos exponer con más detalle.

[3] He desarrollado el tema, dialogando con L. Boff (El rostro materno de Dios, Paulinas, Madrid 1981), en La Madre de Jesús, Sígueme, Salamanca 1991. Para un estudio de fondo, además de E. Neumann, La Grande Madre, Astrolabio, Roma 1981, cf. S. Benko, The Virgin Goddess. Studies in the Pagan and Christian Roots of Mariology, STR 49, Leiden 1993; J. C. R. García Paredes, Mariología, SapFid, BAC, Madrid 1995, 157-190.

[4] Todas las obras citadas en nota anterior tratan de este tema. Sobre Isis, cf. Hombre 145-166. Cf. también S. Muñoz Iglesias, Los evangelios de la infancia IV. Nacimiento e infancia de Jesús en San Mateo, BAC 509, Madrid ; R. E. Brown, El nacimiento del Mesías, Cristiandad, Madrid 1982; S. Blanco, J. C. R. García Paredes, R. Alonso y A. Aparicio, María del Evangelio I: Mateo, EphMar 53 (1993) 9-80; S. Bartina, Mitos astrales en la Biblia, EE 43 (1968) 327-344.

[5]He desarrollado el tema en Hombre 140-145. Texto del mito en T. W. Allen, W.R. Halliday y E.E. Sikes, The Homeric Hymns, Oxford 1936 y en J. Humbert, Homère. Hymnes, Budé, Paris 1967. Traducción en A. Bernabé, Himnos Homéricos, Clásicos Gredos 8, Madrid 1988, 43-84.Cf N.J. Richardson, The Homeric Hymn to Demeter, Oxford 1974. Presentación española en A. Álvarez de M., Las Religiones Mistéricas, Rev. Occidente, Madrid 1961, 54-74.

[6] He estudiado esas figuras en Hombre 95-102, 108-112, 133-139. Sobre los dioses griegos, cf. W. F. Otto, Los dioses de Grecia. La imagen de lo divino a la luz del espíritu griego, Eudeba, Buenos Aires 1973; Id., La naturaleza de los mitos griegos, Labor, Barcelona 1992. Recopilación de mitos en R. Graves, Los mitos griegos I-II, Alianza, Madrid 1995; P. Grimal, Diccionario de mitología griega y romana, Paidós, Barcelona 19993. Sobre el carácter divino de la “feminidad”, entendida como Espíritu Santo y/o María, sigue siendo fundamental F. Boespflug, Dieu dans l’art, Cerf, Paris 1984.

[7] Presentamos la visión oficial de la teología israelita, codificada a partir del deuteronomista, aunque fundada en una experiencia profética antigua, de la que luego trataremos. Como hemos visto, los israelitas antiguos el principio (hasta el exilio: siglo VI a. de C.) tendieron al politeísmo, adorando a la Ashera o pareja de Yahvé y al Padre Toro. Sobre teofanía y ley, cf. P. Beauchamp, Ley, profetas, sabios, Cristiandad, Madrid 1977, 40-70; R. de Vaux, Historia antigua de Israel II, Cristiandad, Madrid 1975, 379-430; J. L. Sicre, Introducción al AT, EVD, Estella 1992, 109-127.

[8] Cf. F. García López, Dios Padre en el Antiguo Testamento, en Dios es Padre, Semanas de Estudios Trinitarios 25, Salamanca 1991, 48-58, con bibliografía especializada.

[9] Sobre la novedad israelita, cf. G. Theissen, Biblical Faith. An Evolutionary Appro­ach, SCM, London 1984.

[10]Los hombres tienden a construir su religión al servicio de los intereses particulares: los dioses son garantes de su estabilidad cósmica y política. En contra de eso, los israelitas han querido desarrollar una religión abierta al interés universal de la humanidad, es decir, a la liberación del ser humano. Ciertamente, no siempre lo han conseguido, de forma que ha podido parecer que han acabado sacralizando a un Dios tribal, al ídolo de su propio pueblo; pero su camino básico ha sido universal, como lo ratifica el cristianismo.

[11] Cf. R. Hamerton-Kelly, Theology and Patriarchy in the Teaching of Jesus, Fortress, Philadelphia 1979,20-51

[12] Sobre Moisés y Yahvé, H. Cazelles, En busca de Moisés, EDB, Estella 1981; M. Buber, Moisés, Lumen, Buenos Aires 1994; R. de Vaux, Historia antigua de Israel I, Cristiandad, Madrid 1974, 315-348; T. N. D. Mettinger, Buscando a Dios. Significado y mensaje de los nombres divinos en la Biblia, Almendro, Córdoba 1994, 31-64;

 [13] Ensayos sobe sociología de la religión, Taurus, Madrid 1987, II, 225.

 [14] M.Weber, O.c. 225; cf 226.

[15] Comentario Corán 2, 228, en el Qurán de la Ahmadiyyah , Lahore 1986, pág 111, nota 302.

[16]En esa línea habría que distinguir: 1.-La experiencia creyente de Mahoma, con su descubrimiento de la transcendencia de Dios ,con la exigencia humana de sometimiento (Islam) y con la búsqueda de una comunidad universal de creyen­tes, con los pasajes donde el Corán habla de la igualdad "religiosa" (o mejor escatológica) de varones y mujeres.2.- Los elementos cambiantes que están determinados por una cultura y sociedad determinada: entre ellos se encuentra la visión de la mujer como ser subordinado, la posibilidad de la poligamia etc etc.

[17] Esta visión de la mujer no es sólo una postura reactiva, un gesto de rechazo propio de aquellos movimientos fundamentalistas que atraviesan el mundo musulmán, desde Marruecos a Indonesia, pasando por el Líbano y por Persia. En el fondo hay un deseo de fidelidad a la palabra revelada. Esta es palabra que repiten algunos de los mayores pensadores del Islam actual. Se dice (desde occidente) que las mujeres deben ser iguales a los hombres. Tal afir­mación sólo podría hacerla una mujer que hubiera dejado de estar orgullosa de ser mujer y no comprendiera plenamente todas las posibil­idades inhe­rentes al estado femeni­no... Para una mujer , el intento de emular la condición masculina significa en el mejor de los casos convertirse en un hombre de segundo orden, lo mismo que le ocurriría a un hombre si tratara de emular el estado femenino... Ante Dios el hombre y la mujer son iguales. Tienen que realizar los mismos ritos islámicos y, ante él, deben asumir una misma responsabilidad por sus actos... Pero en el nivel cósmi­co, que significa los niveles psicoló­gico, biológico y social, sus papeles son complementarios (S.H.Nasr, Vida y pensamiento en el Islam, Herder, Barcelona 1985, 287).

[18] Es posible que existan dentro del islam aspectos y matices que nosotros, occidentales, no podamos juzgar con suficiente claridad, de tal manera que nuestra visión de sus problemas resulta demasiado negativa (deficiente). Pensamos, sin embargo, que sólo una profunda transformación social podrá llevar a los seguidores de Mahoma hacia un futuro de justicia y de verdad universal, de tal manera que varones y mujeres puedan encontrarse y respetarse como autónomos, iguales, a la luz del misterio de Dios.

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