El día en que yo también dudé de todo
(JCR)
Hace ahora cinco años, el 28 de agosto de 2002, que estuve muy cerca de la muerte. Alguna vez en este blog he contado lo que ocurrió aquel día, en que nos vimos bajo media hora de balas y fuego ensordecedor cuando el ejército ugandés nos atacó a traición durante una reunión de paz con los rebeldes en la selva. Siempre he tenido vergüenza de contar lo que pasó por mi mente en aquellos instantes. Hoy, gracias a lo que he leído sobre la madre Teresa de Calcuta, ya no tengo reparos.
Una de las cosas que se aprende en África es a dudar de los momentos eufóricos, cuando todo parece ir bien. En julio de 2002 varios líderes religiosos, liderados por nuestro arzobispo John Baptist Odama, habíamos empezado a reunirnos con los rebeldes del LRA en un intento de mediación para terminar con la guerra que empezó en el Norte de Uganda en 1986. A finales de julio empezaron a liberar rehenes y a intercambiarse cartas con el presidente. Todo iba sobre ruedas, aparentemente sin problemas. Y entonces uno de los comandantes guerrilleros nos invitó a una reunión con él en un lugar a unos 20 kilómetros dentro de la selva, cerca de Kitgum. Tras obtener los permisos necesarios de los militares, el mismo gobernador y jefe de la seguridad de Kitgum nos dio una carta suya para los rebeldes. La cita quedó fijada para el 28 de agosto a las 10 de la mañana, en un lugar llamado Tumangú (en lengua acholi, el sacrificio de la bestia).
Mis dos compañeros, otros dos misioneros italianos, tenían problemas serios de salud. Tarcisio Pazzaglia, de más de 70 años, estaba enfermo del corazón y hacía un año le habían extirpado un tumor intestinal y el bazo. Giulio Albanese llevaba años con cólicos nefríticos que le causaban grandes dolores. Pero los tres estábamos afectados también de un optimismo sin límites y para allá que nos fuimos. Tras pasar por los controles de rigor de niños guerrilleros que nos obligaron a sentarnos en el suelo y registrarnos hasta la suela de los zapatos, comenzamos la reunión.
Llevábamos apenas media hora cuando sonó el primer disparo muy cerca. Entonces le siguieron ráfagas de ametralladoras y explosiones de granadas. Los guerrilleros salieron de estampida mientras los tres nos echábamos al suelo. A mí me pilló aquello en una posición difícil, de cara al lugar de donde venía el ataque. Cerré los ojos, sentí un calor insoportable por todas partes y sólo pensé en una cosa. En cuanto me alcanzara la primera bala sería hombre muerto. Estaba convencidísimo.
Entonces sólo vi delante de mí la más absoluta oscuridad y tristeza. Porque en aquel momento dudé como nunca de que hubiera otra vida, de que hubiera Dios, porque si lo hubiera por qué consintió aquello, por qué permitía que la guerra durara desde 1986 y que los que murieran en ella fueran sobre todo mujeres y niños inocentes sin que nadie viniera a ayudarnos. Y me entristeció pensar que me iba a morir con 42 años, y que mis padres, mi hermana y mis amigos se entristecerían aún más...
Aquello se me hizo interminable. Cuando finalmente ví los primeros soldados que avanzaban hacia mí les hice gestos de que no me dispararan. Uno de ellos me indicó que me arrastrara hasta ponerme a cubierto detrás de un frondoso árbol con mis otros dos compañeros. Llegué hasta ellos y Giulio me dijo que tenía todo el rostro negro y chamuscado, los cabellos quemados y el brazo herido. Ni me había dado cuenta. Al llegar los soldados empezaron a apalear a unas mujeres y niños que estaban allí porque los guerrilleros les habían secuestrado previamente. Cuando protestamos, empezaron a darnos patadas y a amenazarnos con sus fusiles. A los pocos minutos nos hicieron ponernos en pie y caminar con ellos (eran unos cien militares). Fue una marcha interminable bajo un sol abrasador, que duró seis horas. Nunca me había sentido tan humillado en mi vida. Me venía a la mente aquel salmo: “El Señor soberano es mi fuerza, El me da piernas de gacela y me hace caminar por las alturas...” Y qué alturas, pensaba yo, que nunca me había visto arrastrándome tan bajo.
Aquella noche los militares nos encerraron en una barraca metálica y sucia, medio desnudos, en un suelo de tierra, sin dejarnos ir a la letrina y sin darnos una gota de agua. Afuera nos insultaban y amenazaban constantemente. Uno de mis compañeros, presa del pánico, empezó a repetir que nos iban a fusilar durante la moche. No nos ocurrió nada. Tras hacernos pasar por interrogatorios y llevarnos en helicóptero al cuartel general del ejército en el Norte, en Gulu, finalmente nos liberaron la noche siguiente. Quizás lo que más me sorprendió de mí mismo es que nunca sentí ningún odio, sino más bien pena, por los que nos lo estaban haciendo pasar tan mal.
Pero aquel día dudé de la existencia de Dios y de la otra vida. Durante los meses sucesivos seguí debatiéndome en un desánimo infinito y llegué a pensar que nada merecía la pena, porque las cosas se ponían de mal en peor y la guerra seguía sin respiro. Hoy, cuando veo que la paz ya es una realidad en el Norte de Uganda, desde otra perspectiva pienso que nada enseña más que el pasar por momentos de dudas. Y cuando la semana pasada leí lo de las cartas de Madre Teresa de Calcuta, la entendí perfectamente, y di un respiro de satisfacción al pensar que no tengo por qué sentirme culpable por haber tenido aquellos pensamientos durante tanto tiempo.
Durante nuestra primera noche de liberación, en el comedor del hospital misionero de Lachor, en Gulu, cuando jamás nos había parecido tan deliciosa una cerveza fresca, Giulio decía que había estado toda la noche rezando a nuestro fundador Daniel Comboni, Tarcisio aseguró haber rezado a la Virgen con una versión especial: “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte... pero que la hora de mi muerte sea más adelante!”
Yo, callado y aturdido, me limité a decir: “Yo le rezaba... a San Luis Gonzaga, patrón de los gilipollas!” Cuando de pequeño, nos decía el cura de mi parroquia que San Luis Gonzaga no mamaba los viernes en recuerdo a la pasión del Señor, yo pensaba, “pués ese debe de ser el patrón de los gilipollas”. Y así me sentía yo en aquellos momentos, por haber sido tan ingenuo.
Desde entonces, mis amigos Tarcisio y Giulio siempre me llaman para felicitarme en dos fechas señaladas: el 28 de agosto, y el día de San Luis Gonzaga, que ahora mismo no me acuerdo de cuándo es.
Hace ahora cinco años, el 28 de agosto de 2002, que estuve muy cerca de la muerte. Alguna vez en este blog he contado lo que ocurrió aquel día, en que nos vimos bajo media hora de balas y fuego ensordecedor cuando el ejército ugandés nos atacó a traición durante una reunión de paz con los rebeldes en la selva. Siempre he tenido vergüenza de contar lo que pasó por mi mente en aquellos instantes. Hoy, gracias a lo que he leído sobre la madre Teresa de Calcuta, ya no tengo reparos.
Una de las cosas que se aprende en África es a dudar de los momentos eufóricos, cuando todo parece ir bien. En julio de 2002 varios líderes religiosos, liderados por nuestro arzobispo John Baptist Odama, habíamos empezado a reunirnos con los rebeldes del LRA en un intento de mediación para terminar con la guerra que empezó en el Norte de Uganda en 1986. A finales de julio empezaron a liberar rehenes y a intercambiarse cartas con el presidente. Todo iba sobre ruedas, aparentemente sin problemas. Y entonces uno de los comandantes guerrilleros nos invitó a una reunión con él en un lugar a unos 20 kilómetros dentro de la selva, cerca de Kitgum. Tras obtener los permisos necesarios de los militares, el mismo gobernador y jefe de la seguridad de Kitgum nos dio una carta suya para los rebeldes. La cita quedó fijada para el 28 de agosto a las 10 de la mañana, en un lugar llamado Tumangú (en lengua acholi, el sacrificio de la bestia).
Mis dos compañeros, otros dos misioneros italianos, tenían problemas serios de salud. Tarcisio Pazzaglia, de más de 70 años, estaba enfermo del corazón y hacía un año le habían extirpado un tumor intestinal y el bazo. Giulio Albanese llevaba años con cólicos nefríticos que le causaban grandes dolores. Pero los tres estábamos afectados también de un optimismo sin límites y para allá que nos fuimos. Tras pasar por los controles de rigor de niños guerrilleros que nos obligaron a sentarnos en el suelo y registrarnos hasta la suela de los zapatos, comenzamos la reunión.
Llevábamos apenas media hora cuando sonó el primer disparo muy cerca. Entonces le siguieron ráfagas de ametralladoras y explosiones de granadas. Los guerrilleros salieron de estampida mientras los tres nos echábamos al suelo. A mí me pilló aquello en una posición difícil, de cara al lugar de donde venía el ataque. Cerré los ojos, sentí un calor insoportable por todas partes y sólo pensé en una cosa. En cuanto me alcanzara la primera bala sería hombre muerto. Estaba convencidísimo.
Entonces sólo vi delante de mí la más absoluta oscuridad y tristeza. Porque en aquel momento dudé como nunca de que hubiera otra vida, de que hubiera Dios, porque si lo hubiera por qué consintió aquello, por qué permitía que la guerra durara desde 1986 y que los que murieran en ella fueran sobre todo mujeres y niños inocentes sin que nadie viniera a ayudarnos. Y me entristeció pensar que me iba a morir con 42 años, y que mis padres, mi hermana y mis amigos se entristecerían aún más...
Aquello se me hizo interminable. Cuando finalmente ví los primeros soldados que avanzaban hacia mí les hice gestos de que no me dispararan. Uno de ellos me indicó que me arrastrara hasta ponerme a cubierto detrás de un frondoso árbol con mis otros dos compañeros. Llegué hasta ellos y Giulio me dijo que tenía todo el rostro negro y chamuscado, los cabellos quemados y el brazo herido. Ni me había dado cuenta. Al llegar los soldados empezaron a apalear a unas mujeres y niños que estaban allí porque los guerrilleros les habían secuestrado previamente. Cuando protestamos, empezaron a darnos patadas y a amenazarnos con sus fusiles. A los pocos minutos nos hicieron ponernos en pie y caminar con ellos (eran unos cien militares). Fue una marcha interminable bajo un sol abrasador, que duró seis horas. Nunca me había sentido tan humillado en mi vida. Me venía a la mente aquel salmo: “El Señor soberano es mi fuerza, El me da piernas de gacela y me hace caminar por las alturas...” Y qué alturas, pensaba yo, que nunca me había visto arrastrándome tan bajo.
Aquella noche los militares nos encerraron en una barraca metálica y sucia, medio desnudos, en un suelo de tierra, sin dejarnos ir a la letrina y sin darnos una gota de agua. Afuera nos insultaban y amenazaban constantemente. Uno de mis compañeros, presa del pánico, empezó a repetir que nos iban a fusilar durante la moche. No nos ocurrió nada. Tras hacernos pasar por interrogatorios y llevarnos en helicóptero al cuartel general del ejército en el Norte, en Gulu, finalmente nos liberaron la noche siguiente. Quizás lo que más me sorprendió de mí mismo es que nunca sentí ningún odio, sino más bien pena, por los que nos lo estaban haciendo pasar tan mal.
Pero aquel día dudé de la existencia de Dios y de la otra vida. Durante los meses sucesivos seguí debatiéndome en un desánimo infinito y llegué a pensar que nada merecía la pena, porque las cosas se ponían de mal en peor y la guerra seguía sin respiro. Hoy, cuando veo que la paz ya es una realidad en el Norte de Uganda, desde otra perspectiva pienso que nada enseña más que el pasar por momentos de dudas. Y cuando la semana pasada leí lo de las cartas de Madre Teresa de Calcuta, la entendí perfectamente, y di un respiro de satisfacción al pensar que no tengo por qué sentirme culpable por haber tenido aquellos pensamientos durante tanto tiempo.
Durante nuestra primera noche de liberación, en el comedor del hospital misionero de Lachor, en Gulu, cuando jamás nos había parecido tan deliciosa una cerveza fresca, Giulio decía que había estado toda la noche rezando a nuestro fundador Daniel Comboni, Tarcisio aseguró haber rezado a la Virgen con una versión especial: “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte... pero que la hora de mi muerte sea más adelante!”
Yo, callado y aturdido, me limité a decir: “Yo le rezaba... a San Luis Gonzaga, patrón de los gilipollas!” Cuando de pequeño, nos decía el cura de mi parroquia que San Luis Gonzaga no mamaba los viernes en recuerdo a la pasión del Señor, yo pensaba, “pués ese debe de ser el patrón de los gilipollas”. Y así me sentía yo en aquellos momentos, por haber sido tan ingenuo.
Desde entonces, mis amigos Tarcisio y Giulio siempre me llaman para felicitarme en dos fechas señaladas: el 28 de agosto, y el día de San Luis Gonzaga, que ahora mismo no me acuerdo de cuándo es.