El lenguaje litúrgico: entre lo vulgar y lo sublime

El lenguaje litúrgico: entre lo vulgar y lo sublime

Yo sé que el problema es complejo. No es fácil encontrar el punto justo, el más adecuado, para que, en las celebraciones litúrgicas,  coincidan la llaneza del lenguaje, su soltura y trasparencia, con el obligado tono solemne de calidad y altura que corresponde al lenguaje sagrado.

Las experiencias litúrgicas vividas en el entorno de las comunidades de base, con grupos poco numerosos y en espacios reducidos, vienen imponiendo un estilo de celebración marcado por la cercanía y la espontaneidad, con la ausencia casi total de protocolos litúrgicos, donde las mínimas  exigencias  de hieratismo y sacralidad  son del todo inexistentes. Es cierto que no existe un patrón fijo que deba imponerse a todas las celebraciones litúrgicas. Una celebración eucarística en una pequeña comunidad de base forzosamente ha de ser diferente de la liturgia que se celebra en una suntuosa iglesia catedral. Pero esta diferencia de protocolo, comporta necesariamente consecuencias no deseadas.

Vamos al tema del lenguaje. El discurso o la plegaria que se pronuncia ante un pequeño grupo en un espacio reducido no puede ser ni ampuloso ni rimbombante. Resultaría ridículo. Pero tampoco puede ser chavacano, ni vulgar, carente de calidad. El lenguaje utilizado en una celebración litúrgica, tanto en los discursos como en las plegarias,  no puede ser el «de ir por casa», como diría el castizo. Porque el lenguaje litúrgico, sin dejar de ser trasparente y comunicativo, ha de estar dotado de calidad, de elegancia literaria, hasta de un cierto empaque. El lenguaje litúrgico no debe ser el de «la calle». Es un lenguaje sagrado, protegido de lo vulgar y casero, en el que se conjugan la mesura, la sobriedad y la elegancia.

El lenguaje sagrado, el utilizado generalmente en los actos de culto practicados en la mayoría de las religiones, pertenece al mundo de lo arcano y está marcado por un cierto hieratismo que lo distancia del hablar común de la gente. No es una imposición, es un hecho verificable. Extraído en sus orígenes del lenguaje común, como ocurrió con las lenguas eslavas usadas en la liturgia bizantina de las iglesias ortodoxas, pronto se distancia del uso común de la gente y deja de entenderse; porque es una lengua sacralizada, inadaptada a los usos del momento, marcada por el arcaísmo y paralizada en un estadio arcaico que se remonta al pasado histórico. Es el precio que impone la sacralización del lenguaje.

Habría que añadir a estas consideraciones una breve referencia a la importancia del arte y el plus de calidad en el mundo de la liturgia. Porque lo exigible en el ámbito de las formas y los estilos, al referirnos al entorno litúrgico, no es tanto el sentido de lo puramente pragmático y utilitario, sino también, y sobre todo, las exigencias de belleza, de calidad y de armonía, hasta rayar en lo sublime. Un claro reflejo de estas exigencias se manifiesta en la arquitectura de nuestros templos, desde los antiguos edificios románicos y góticos de la edad media, pasando por el barroco,  hasta las modernas iglesias construidas en la Europa de la postguerra. Estoy pensando en el embrujo de las luces, de las vidrieras y rosetones, tan luminosos y trasparentes como los de la catedral de León o la Sainte-Chapelle de Paris; y en los preciosos retablos de nuestras iglesias, en los ikonos orientales y las esculturas y pinturas religiosos que enriquecen nuestros templos;  y en las bellas composiciones musicales de autores tan prestigiosos como Bach, Händel, Tomás Luis de Victoria, Lorenzo Perosi y otros, cuya música hay que encuadrarla en el ámbito de lo litúrgico; o en composiciones literarias tan cualificadas como los himnos litúrgicos o las viejas composiciones de laus cerei a las que llamamos pregón pascual. Todas estas referencias representan un leve apunte a la riqueza artística de nuestros edificios: a la arquitectura sagrada, al impacto de la luz y de la música, a la belleza de nuestras pinturas y esculturas y, por supuesto,  a la donosura del lenguaje litúrgico. La calidad de las formas no está reñida con la transparencia del lenguaje.

El problema está abierto. Nos preguntamos, para terminar,  cómo podemos salvar la llaneza del lenguaje litúrgico, su carácter incisivo y cercano, sin traicionar la calidad literaria del mismo, ni su impronta hierática, ni su exigible carácter sagrado. Esta es, sin duda, la cuestión abierta. A mi juicio, habrá que evitar los extremos: no se debe caer ni en la vulgaridad, por una parte; ni tampoco en la exquisitez sublime y relamida. Quien hace uso de la palabra en la celebración litúrgica no deberá dejar todo a la simple improvisación, a «lo que salga»; hay que preparar previamente los discursos y las plegarias, ajustar las palabras a utilizar, matizar las expresiones. La prestancia y la belleza de la acción litúrgica nos lo exigen. Además,  la dignidad de la comunidad celebrante lo merece y nos lo demanda.

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