La Virgen María y el diálogo ecuménico (I): en la antigüedad cristiana

Es bien sabido, en efecto, que el Concilio Vaticano II introdujo un cambio radical en el enfoque de la mariología al encuadrar ésta dentro de la constitución Lumen Gentium.

Un adecuado estudio del papel de la Virgen María en el ecumenismo será, pues, aquel que contemple a Cristo como fundamento del rol que corresponde a María en las iniciativas de unidad de los cristianos.

La teología mariana de la Iglesia antigua es, de hecho, una cristología: un mirar directamente a Cristo, quien incita a hablar de la Virgen María como madre de Jesús, Cristo y Salvador, que es Dios.

La Virgen Odighitria

No es un tema cómodo, este de la Virgen María y el diálogo ecuménico. La devoción mariana del pasado adoleció casi siempre de una piedad floja, con bastante dosis romántica, sobreactuación estética y poco músculo teológico. Así que la incomodidad irá decreciendo hasta diluirse conforme arraigue más y más la dirección impuesta por el concilio Vaticano II.    

Es bien sabido, en efecto, que el Concilio Vaticano II introdujo un cambio radical en el enfoque de la mariología al encuadrar ésta dentro de la constitución Lumen Gentium. Por supuesto que no era cuestión de enmendarles la plana sin más a los mariólogos, quejosos ellos de que no se hubiera dedicado expresamente a la Virgen un documento conciliar. Pero sí de corregir los planteamientos tradicionales y encuadrar la mariología dentro de la cristología, entendiendo ambas dentro de la Iglesia. Así nació el capítulo VIII de la constitución Lumen Gentium.

Con el ecumenismo pasa igual: es preciso verlo a la luz de Cristo. Si no es posible entender la unidad eclesial fuera de la Iglesia de Cristo, cuya comprensión tampoco es viable sin Cristo, no es menos cierto que también será imposible comprender a la Virgen sin Cristo, su Hijo; ni a Cristo sin la Virgen María, su Madre. Si Cristo no va sin María, tampoco el ecumenismo marchará sin Cristo. Otra cuestión sería el diálogo interreligioso.

Muchos prejuicios sobre la mariología provienen de suponer, infundadamente por supuesto, que al ensalzar a María rebajamos a Cristo. Otros, en cambio, llegan sólo de refilón, pues su causa primera es el primado papal: los dogmas marianos se aceptan (las Iglesias ortodoxas al menos) en lo relativo a su mensaje teológico, pero son objeto de rechazo en cuanto dogmas, o sea verdades teológicas cuya aceptación viene impuesta por el Papa. Los demás obstáculos habría que achacárselos a la piedad occidental.

Un adecuado estudio del papel de la Virgen María en el ecumenismo será, pues, aquel que contemple a Cristo como fundamento del rol que corresponde a María en las iniciativas de unidad de los cristianos. Será menester estudiar a María a la luz de Cristo y dentro de la Iglesia: cabalmente lo que el Vaticano II hizo dedicando a la Virgen María el capítulo VIII de la constitución Lumen Gentium, intitulado: «La Santísima Virgen María, Madre de Dios, en el Misterio de Cristo y de la Iglesia». Ya tenemos, pues, las tres palabras básicas, fundamentales, imprescindibles para el estudio de nuestro argumento, a saber: Cristo, la Iglesia, María.

1.- María en la Iglesia antigua. La Virgen María está menos presente en los más antiguos y solemnes documentos de la Iglesia de primera hora que en los Evangelios: está ausente de la predicación de los Apóstoles (kerygma, cf. Hch 2, 14-36, etc.) y de las más antiguas confesiones de la fe, y tampoco es que figure en el corazón de los primeros concilios ecuménicos. Pero está sin estar: como en Caná, como en la Cruz, como tantas veces en la vida pública de Jesús: parecía no estar, pero estaba...

Narran los Hechos que después de la Ascensión todos volvieron a Jerusalén y subieron a la estancia superior: «Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos»(Hch 1, 14). De suerte que, «al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar » (Hch 2, 1). He ahí el papel de María, Madre de la Iglesia; he ahí Pentecostés, antítesis de Babel; he ahí el ecumenismo: hacer piña comunitaria, unión de corazones, fraternidad. Allí estaba Ella.

  Al ecumenismo, pues, le hace falta marcha, ritmo, dosis de mariología. Si el Vaticano II propició que la Iglesia católica se beneficiase del culto que los protestantes dispensan a la Divina Palabra, y del amor que los ortodoxos profesan a la Pneumatología, ¿por qué los primeros no podrían enriquecerse con este filón mariano de los católicos, y los ortodoxos, tan ricos de iconos con “panhaguías” -¿quién no recuerda la de San Vladimiro?-, complementarse con la pintura religiosa occidental? Tendemos a interpretar el ecumenismo como exclusión y poda, cuando más que nada es inclusión, complementariedad y acomodo.

La Vladimirskaya

1: 1) Símbolos apostólicos. Tanto el Credo apostólico como el Símbolo Niceno-Constantinopolitano (381) nombran explícitamente a María: «Creo en Jesucristo su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nació de Santa María Virgen» (Credo apostólico). Y el Niceno-Constantinopolitano: «Creemos en un solo Señor Jesucristo, Hijo único de Dios… que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo y por obra del Espíritu Santo se encarnó  de la Virgen María» (Denzinger, n. 86). Ambos juntan, por así decir, a la Virgen María y a Poncio Pilato. María subraya el nacimiento. Pilato, la muerte. Ambos dan a Cristo, por así decir, su cronología histórica.

1: 2) Primeros concilios ecuménicos. Encontrar a María en la Iglesia de los siete primeros concilios ecuménicos, es profesar la fe en Jesús Señor. Si para el historiador se comprende espontáneamente lo de «se encarnó de la Virgen María», del concilio de Constantinopla, como expresión banal por así decir, de la fe apostólica, fundada sobre el testimonio evangélico, considerado el tema en el contexto de los siete concilios, dará, en cambio, la siguiente constatación: la Iglesia de los Padres, que se dividió respecto al dogma preciso de Calcedonia y sobre la teología de las Imágenes, no supone, por el contrario, discordancia alguna para la fe sobre la Virgen María, porque esta fe queda en el cuadro de los enunciados bíblicos y cristológicos. Propiamente hablando, no hay, digamos, “dogma mariano” de Éfeso, y la mención de María no deriva por de pronto del dogma cristológico de Calcedonia, sino de los Símbolos de la fe.

El Concilio de Éfeso (431) proclamó a María Theotókos, fuente y fundamento de todos los títulos marianos: los prejuicios ecuménicos contra la Virgen María acabarán, por eso, estrellándose siempre contra este título, que la Iglesia ensalzó y sacó adelante cuando era Una e Indivisa.

1: 3) Literatura patrística. La teología mariana de la Iglesia antigua es, de hecho, una cristología: un mirar directamente a Cristo, quien incita a hablar de la Virgen María como madre de Jesús, Cristo y Salvador, que es Dios. En términos generales cabe decir que, desde el doctor de la unidad san Ireneo (c. 180) hasta el concilio de Éfeso (431), hablar de María Madre de Dios (Theotókos) es, a la postre, hablar de Cristo. Por otra parte, la concepción virginal forma parte de los misterios de salvación, porque ella es el signo de «Dios entre nosotros» (Emmanuel).  A partir de Éfeso, la Iglesia va considerando poco a poco la expresión Theotókos como alabanza mariana. El V concilio ecuménico, o sea el  Constantinopla II (553) la confiesa propiamente y según verdad madre de Dios […] y así la confesó piadosamente madre de Dios el santo Concilio de Calcedonia (can. 6).

Será San Agustín el primero en discernir los componentes de esta maternidad divina cuando  precise que «solamente esta mujer es madre y virgen, no sólo en el espíritu, sino también en el cuerpo. No es madre según el espíritu de nuestra Cabeza, el Salvador, de quien más bien es espiritualmente hija, porque también ella está entre los que creyeron en él y que son llamados con razón hijos del esposo; pero ciertamente es madre de sus miembros, que somos nosotros, porque cooperó con su caridad para que nacieran en la Iglesia los fieles, miembros de aquella Cabeza de la que es efectivamente madre según el cuerpo» (s. virg. 6, 6).

No es preciso multiplicar textos (cf. Groupe des Dombes, Marie dans le dessein de Dieu et la communion des saints. I. Dans l’histoire et l’Écriture, Bayard Éditions / Centurion, París 1997, p. 23-29).   Concluyendo esta exposición conciliar y patrística, se puede afirmar que la razón fundamental de hablar de María como los Símbolos y Padres de la Iglesia lo hacen depende de esta doble preocupación: 1) Para tener en Cristo una fe “derecha”, conviene portar sobre María la mirada que no desvía de su Hijo, sino que, por el contrario, pertenece a la contemplación de los mismos misterios de Jesús; y 2) Jamás hay que decir de María la menor cosa que sea incompatible con el honor del Señor, es decir, con su identidad de hombre auténtico y de Dios verdadero.

Las fotos de los iconos marianos que incorporo a este trabajo son elocuentes y muestran bien a las claras el rumbo a seguir en el ecumenismo a propósito de la Virgen María. Iconos como, por ejemplo,  la Odigitria (la que muestra el camino) lo dicen todo.

Aprovecho la oportunidad que me depara este mes de mayo para volver sobre un tema que expuse hace ya años en la Cátedra Pedro Arrupe ( Jesuitas de Maldonado 1-28006 Madrid). Del tono de ruegos y preguntas al final pudo ya entonces colegirse el creciente interés que el argumento habría de alcanzar con el paso del tiempo. Ojalá se estime que estas entregas que hoy inicio, pese a sus posibles limitaciones, resultan de alguna utilidad.

Virgen Eleusa

Volver arriba