Desayuna conmigo (viernes, 3.4.20) ¿Importan las misas?

Miles de crucificados y dolorosas

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La promesa divina tras el Diluvio Universal ocupa mi mente esta mañana, cuando hoy celebramos el día mundial del arcoíris. En aquel momento, Dios mismo dijo con gran solemnidad: ‘Prometo que nunca más será destruida toda la gente y los animales por un diluvio. Estoy poniendo mi arcoíris en las nubes. Y cuando el arcoíris aparezca, yo lo veré y recordaré esta promesa mía" (Génesis, 9: 121-17).

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La inmarcesible hermosura del arcoíris, aureolado por la promesa divina que sustenta, me lleva esta mañana a fijarme en la estrella del cristianismo, en la eucaristía, cuando ya nos aprestamos, en este viernes de Dolores, a iniciar la “no celebración” de la Semana Santa tradicional. El tema de la misa, sagrada cena atípica al no contar con comensales, se está planteando como un problema serio a cuantos se fijan preferentemente en sus formalidades y protocolos litúrgicos.

Pues bien, ello me da pie para afirmar algo que quizá resulte chocante para muchos católicos de buena voluntad, acostumbrados a dejarse guiar por dirigentes eclesiales que los obligan, bajo pecado mortal, a cumplir el precepto de “oír misa todos los domingos y fiestas de guardar”: no es importante oír misa, y más en las circunstancias actuales que hacen imposible celebrar la eucaristía, por más que se retransmitan ceremonias por radio y televisión como un mero sucedáneo de lo auténtico, aunque cuenten con audiencias multitudinarias. Se trataría, en todo caso, de espectáculos con el trasfondo de la Cena del Señor.

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Entonces, ¿qué es realmente lo importante para vivir a fondo el tiempo santo en que estamos entrando? El cristianismo no es un elenco de dogmas y, mucho menos, un mamotreto de leyes canónicas o un misal de pautas litúrgicas, y tampoco una jerarquía clerical, sino la comunidad fraternal de los seguidores de Jesús, el pueblo de Dios constituido como tal por vivir conforme al programa trazado en los evangelios. Ello quiere decir, por referirnos a la médula de su más genuina entidad, que no importa en absoluto que se celebre o no la eucaristía, sino que se viva la eucaristía. El cristiano no puede ser un espectador que asiste en calidad de “oyente” a la misa, sino alguien que participa en ella como comensal y comida, es decir, alguien que se convierte él mismo en eucaristía. Se trata, pues, no de celebrar sino de vivir la eucaristía.  Es esa una hechura que lo mismo tiene que acontecer en el templo, cuando se acude a él para orar o participar en una ceremonia, que cuando se permanece encerrado en casa o se pasea por la calle o se trabaja en una empresa o se ayuda a los demás, como voluntario, ayudando por ejemplo a un enfermo de coronavirus.

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El cristianismo formal interesa hoy a muy poca gente, excepción hecha, claro está, de cuantos viven a cuenta de esa formalidad y cifran en ella su propia categoría y personalidad. En cambio, el cristianismo que es vida interesa hoy a todo el mundo, como está demostrando fehacientemente el heroísmo de cuantos, confiando plenamente en Dios al ayudar a los afectados, no temen los posibles contagios mortales del virus mortal que padecemos y el de cuantos se comportan como “buenos samaritanos” para aliviar los estragos de otros virus tan corrosivos como el hambre o la soledad, azotes que soportan hoy las espaldas de millones de seres humanos.

No importa en absoluto decir que se es cristiano y engrosar las estadísticas de esta o aquella confesión y carece de relieve alguno ser papa, cardenal u obispo o simple sacristán de la ermita de un remoto pueblo olvidado. Lo que importa de verdad es vivir conforme al programa trazado por las Bienaventuranzas evangélicas.

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Por ello, frente a la carencia de celebraciones litúrgicas a causa del confinamiento que nos impone una política eficaz contra el coronavirus, es preciso apercibirse de que el cristianismo no se vive solo en las iglesias o mediante el cumplimiento de preceptos formales, sino en cualquier situación en que uno pueda encontrarse, incluso entre los estrechos muros de una celda de castigo en la cárcel. Dios también está en tan angostos recintos de tortura, como en cualquier otro lugar. Donde su presencia se hace más palpable es donde hay un ser humano, sobre todo si su rostro refleja las huellas del hambre y del sufrimiento. Se trata de una presencia personal, mucho más fuerte y determinante que la presencia instrumental que pueda tener en un sagrario o en una custodia.

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Partiendo de este supuesto indiscutible y del aislamiento que padecemos estos días, aunque se pueda hacer fácilmente, lo de menos  es convertir el propio hogar en un templo para cumplir en él las formalidades rituales eclesiales, pues lo importante es tener conciencia de que uno mismo es el auténtico templo de Dios y de que, por tanto, no se trata de celebrar nada, sino de vivir a fondo esa gozosa realidad. De situarse en este contexto, se podrá comprender a fondo la posibilidad de convertir nuestras comidas en auténticas cenas del Señor. Para hacerlo basta con tomar conciencia de que los cristianos somos eucaristía, los granos de trigo que forman el pan de vida y las uvas exprimidas en el cáliz de salvación.

Llega ya la Semana Santa y el aislamiento impuesto impedirá que abarrotemos los templos acudiendo a los oficios religiosos o participando en multitudinarias manifestaciones penitenciales en las calles de nuestros pueblos y ciudades. De nada sirve llorar hoy por los sufrimientos atroces del Crucificado o de la Dolorosa, pues ellos, aunque recordarlo nos cause emoción y nos invite a la devoción, murieron hace ya dos mil años. Lo que debería hacernos sentir dolor espiritual y hasta físico es ver a tantos seres humanos clavados hoy en cruces de extremo dolor al ser torturados por el coronavirus, por el hambre, por la exclusión social o por la depredación humana.

Estamos entrando, pues, en una Semana Santa anómala, pero muy real, con muchos cristos crucificados y con muchas dolorosas cuyo corazón está siendo traspasado por espadas desgarradoras. Mientras la mayoría de nosotros nos veamos obligados a celebrarla en silencio en nuestras casas, no deberíamos olvidar que otros muchos lo harán trabajando hasta el límite de sus fuerzas en un ambiente de terrible sufrimiento y soledad, amenazados de contagio y muerte. ¡Miles de cristos sufrientes, miles de ciudadanos dolientes! ¡Impresionante Semana Santa la que nos espera para reventar de emoción y expandir por doquier el elixir de la recuperación, de la resurrección!

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Los lectores de este blog saben que, desde hace años, en él se les invita cada día a tomar parte en una hermosa y sencilla oración a las 10 de la noche, hora española, consistente en dirigir al cielo metafóricamente una mirada de acción de gracias. Llegan días para esa misma mirada agradecida, inundada de lágrimas, implore ayuda para los muchos cristos que hoy están siendo crucificados y para los muchos héroes que despliegan tanta generosidad a nuestro alrededor. De proceder asó, entenderemos fácilmente que, cual granos de trigo eucarístico, deberemos someternos a nosotros mismos a los dientes del trillo que nos parten, a las ruedas de molino que nos hacen papilla de amor, a la levadura de la conversión penitencial que mejora nuestros comportamientos egoístas y al fuego del horno del amor que nos hace degustar ya el cielo. Son todas ellas acciones contundentes que nos transforman en pan de vida, un pan que también nosotros comeremos como invitados a la Cena del Señor. Nada ni nadie, y menos un insignificante virus, podrá separarnos del Dios en quien creemos o privarnos de sentarnos a una mesa a la que somos invitados como comida y como comensales. Dios así nos lo ha prometido solemnemente y un hermoso arcoíris da testimonio de ello en los cielos.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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