Desayuna conmigo (viernes, 27.11.20) ¡Sí, señor!

Sí, o no, o todo lo contrario

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Hoy, cuando tanto se discute y se pelea por la “educación”, aunque no sea por qué contenidos deba tener ni por qué pautas deba seguir, sino por los beneficios colaterales que se derivan de que tenga un cariz u otro, nos ahorraríamos muchos quebraderos de cabeza con solo mirar a sus patronos, los santos José de Calasanz y Juan Bautista de la Salle. Que hoy se celebre en España “el día del maestro”, y en el resto del mundo el “día internacional del profesor”, se hace en honor de san José de Calasanz, sacerdote aragonés, porque fue el pionero de una educación colectiva y gratuita al alcance de todos. En efecto,  un día como hoy de 1597, este buen baturro abrió en Roma una escuela gratuita para los niños pobres, rompiendo todos los moldes de la educación en aquel entonces. Poco a poco, dicha escuela se fue consolidando hasta llegar a tener, solo quince años después, mil quinientos alumnos y convertirse en la primera de las cientos de "escuelas pías" que hay repartidas por todo el mundo.

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Bastaría este simple dato para, en lo tocante a educación, tener las miras puestas siempre en las necesidades de los educandos, lo que requiere que, en los primeros años de la vida, durante la infancia y la juventud, se transmitan contenidos objetivos y equilibrados de la cultura y de la historia a quienes, no tardando mucho, serán dueños de esa misma cultura e historia. Si los maestros manipulan esos contenidos, ellos seguirán haciéndolo y el pueblo vivirá una completa farsa que lo expondrá a los vaivenes y veleidades de quienes acostumbran pescar en ríos revueltos. Tras cumplir tan sagrado deber de honestidad y objetividad, la educación ha de preocuparse seriamente de poner al frente de la enseñanza a “maestros” bien pertrechados para el oficio a fin de que creen en sus alumnos no solo criterios de discernimiento para equiparlos como es debido cuando ellos tengan que tomar decisiones, sino también pautas de vida que los ayuden a comportarse como seres humanos.

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Así, pues, hoy es un gran día para reconocer la labor de tantos maestros vocacionales que ponen su saber, su tiempo y su alma al servicio de nuestros hijos y nietos, a pesar de verse obligados a llevar una vida austera por lo modestas que son sus retribuciones. Pero, a pesar de tanta ley desnortada como padecemos en España y de tantos fracasos escolares debidos a causas que nada tienen que ver con la educación misma, la impresión que yo tengo es que la educación española es buena, aunque sea muy mejorable, por más que algunos alumnos y profesores no sean conscientes de lo mucho que los españoles nos gastamos para que lo unos salgan bien formados y los otros sean buenos profesionales.

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Con el “¡sí, señor!” del título de nuestra reflexión de hoy solo he querido poner de relieve la “autoridad” que se le debe reconocer a todo maestro en atención a la trascendencia de su cometido profesional, autoridad sin la que él no podrá aprovechar como es debido el tiempo de sus clases, ni transmitir los conocimientos que correspondan a la rama de su docencia, ni, lo que es peor todavía, sentar las bases del comportamiento racional que sus alumnos deben llevar durante su vida. Para que esa autoridad no solo sea reconocida como es debido, sino también resulte operativa en la medida deseada, es preciso que todos ellos, profesores y alumnos, se sientan como “operarios” a sueldo de una sociedad que les paga para producir “educación” como una de sus riquezas básicas y, sin duda, como el principal baremo de la calidad de vida de los ciudadanos. Ambos colectivos tienen un claro cometido laboral: unos, el de educar, y otros, el de ser educados, cosa que estos últimos nunca conseguirán sin buenos maestros y sin emplearse a fondo ellos mismos en la tarea.

No comprar

Tras lo claros y lógicos que son los principios enunciados, nos toca ahora, en lo que a consumo se refiere, el lío monumental en que se enzarzan hoy dos requerimientos sociales de signo contrario, uno que pisa el acelerador y otro, el freno al mismo tiempo. Lo digo porque, por un lado, hoy es el “black Friday” que irrumpe en nuestras vías con su poderosa llamada a un consumo compulsivo alocado y, por otro, también hoy quiere hacerse oír la vocecita del BND (“buy nothing day” o “día de no comprar nada”). ¿En qué quedamos? ¿Tiramos la casa por la ventana o nos enrocamos para que ni un dentista sea capaz de extraer un solo euro de nuestro bolsillo? El dinero tiene un valor muy relativo al esfuerzo de adquisición: el que procede del azar o del robo vuela fácilmente del bolsillo y el ganado con el sudor de la frente, en cambio, es un tesoro que se atrinchera.

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Ya vimos ayer, jueves, cómo el thanksgiving daba paso, como resaca, a la debacle comercial del “viernes negro” (obsérvese que lo de “negro” no se debe al lío de compras de este día, sino a que los números “rojos” de las cuentas de los comerciantes se volvían “negros” por el enorme volumen de ventas de un día valorado en los EE.UU. como el “mejor día de ventas de todo el año”). Por su parte, el BND fue lanzado por el artista Ted Dave y la revista Adbusters, ambos canadienses, como muestra del poderío de los consumidores para poner orden y concierto en los productores y comerciantes. Fue esta una celebración que comenzó en Vancouver en 1992 y que se extendió a los EE.UU. unos años después y donde comenzó a celebrarse el mismo día que el “black Friday”, seguramente como freno, réplica o contrapeso de tanta locura comercial.

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De todos modos, llegados a este impasse de ni sí, ni no, sino todo lo contrario, con su venia me atrevo a proponer a los seguidos de este blog que hagan como yo, que solo compro lo necesario y cuando lo necesito, aun estando rodeado por personas que todos los días reciben algún paquete de “Amazon” (apócope de Amazonas). Claro que, de obrar así, en este mundo nuestro no solo habría productos sobrados para que todos sus habitantes tuviesen una alta calidad de vida, sino también para enviar a otros mundos, allende el Sol e incluso la Vía Láctea, trenes abarrotados de todo tipo de mercaderías como regalo de unos extraños seres, pero muy industriosos. Ello demostraría a las claras la sinrazón en que vivimos los humanos en cuanto a consumo se refiere.

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No soñemos  en lo que podría ser, pero que no es, porque la realidad que tenemos delante, aunque el coronavirus se haya convertido en “señor de la vida y de la muerte”, es la de un jueves, día de ayer, para engullir en EE.UU. o incluso hacerle una higa a la covid-19 en Buenos Aires; un viernes, el día hoy, para realizar todo tipo de compras alocadas por tierra, mar y aire; un “finde” (que ahora ya se puede escribir así con la venia de la RAE), los días de mañana y pasado mañana, para seguir comprando como si nos fuera la vida en ello, y, finalmente, rematando la faena y sacando de los bolsillos hasta la calderilla, un Cyber Monday o Ciber Lunes, dentro de tres días, para llevarnos a casa montones de cosas que habrán seducido nuestros ojos por sus hipotéticas utilidades y por sus precios engañosos, pero que seguramente no nos servirán para nada.

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Claro que un año como este, cuando el cuarto y el último viernes de noviembre caen en el día 27, haríamos bien en “comprar” el ejemplo de un tal señor Nobel, de nombre Alfredo, cuya fortuna, de aproximadamente unos cuatro millones de euros con el valor que habrían podido tener en el año 1895, se destinó, un día como hoy, a promover la literatura, la medicina, la física, la química y la paz, cinco potentísimas industrias de calidad de vida y de humanidad. No es difícil sospechar que, para llegar a tan bello horizonte, el señor Nobel debió de ser un currante de tomo y lomo, pues a lo largo de sus 63 años de vida registró 355 patentes y creó empresas que todavía llevan su nombre. No hay camino más rectilíneo para el hombre que el del trabajo bien hecho, ni vida más lograda que la de la total honestidad consigo mismo y con los demás.

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Resumiendo y concluyendo, podríamos decir que el día de hoy nos habla de maestros que nos enseñan a vivir y de empresarios que hacen posible que el común de los mortales tengamos algo en que emplear útilmente nuestro tiempo y nuestras propias potencialidades. Mientras unos y otros hacen su labor, la mayoría de nosotros nos devanamos los sesos sobre en qué emplear los cuatro cuartos que ganamos, cuartos que parece que nos queman los bolsillos y que una marea creciente de bomberos (léase políticos) no tardarán en vaciar sin que ni siquiera nos demos cuenta. En este contexto, hoy me complace sobremanera sacar a colación a nuestro gran “Maestro”, paradigma de una humanidad que él potencia al máximo al ganar para ella nada menos que la divinidad.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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