"La verdadera grandeza del ministerio no está en la mesa de la parroquia" Conversación entre dos diáconos: el que se humilla será ensalzado

"Juan llegó cansado aquella tarde al despacho parroquial… No era el cansancio físico lo que más le dolía, sino algo más sutil: el sentimiento de no ser tenido en cuenta"
"—No sé si te pasa a ti, Pedro —le dijo al compañero que acababa de entrar—, pero a mí me duele… A veces me siento invisible"
"Pedro lo miró con comprensión. —Pues fíjate —respondió—, a mí me pasa justo lo contrario. Apenas tengo tiempo para dedicarme de lleno a la parroquia, sin embargo, mi párroco siempre cuenta conmigo, me trata como a cualquier otro clérigo, me invita a la mesa, me hace sentir parte de la vida parroquial"
"Juan arqueó las cejas, como si la respuesta de Pedro confirmara su herida. —Entonces, dime: ¿quién tiene más mérito? ¿El que se desvive en silencio y es ignorado, o el que apenas puede dar algo y sin embargo recibe todo el reconocimiento?"
"Pedro lo miró con comprensión. —Pues fíjate —respondió—, a mí me pasa justo lo contrario. Apenas tengo tiempo para dedicarme de lleno a la parroquia, sin embargo, mi párroco siempre cuenta conmigo, me trata como a cualquier otro clérigo, me invita a la mesa, me hace sentir parte de la vida parroquial"
"Juan arqueó las cejas, como si la respuesta de Pedro confirmara su herida. —Entonces, dime: ¿quién tiene más mérito? ¿El que se desvive en silencio y es ignorado, o el que apenas puede dar algo y sin embargo recibe todo el reconocimiento?"
Juan llegó cansado aquella tarde al despacho parroquial. Había pasado el día entre visitas a enfermos, la preparación de un bautizo y una reunión con unos novios que querían casarse el próximo verano. Al dejar el abrigo sobre la silla, lanzó un suspiro que parecía cargar con todo el peso del ministerio. No era el cansancio físico lo que más le dolía, sino algo más sutil:el sentimiento de no ser tenido en cuenta.
—No sé si te pasa a ti, Pedro —le dijo al compañero que acababa de entrar—, pero a mí me duele. Me entrego en cuerpo y alma: bautizos, matrimonios, acompañamiento de enfermos, catequesis… y lo hago con gusto, porque sé que es el servicio al que el Señor me ha llamado. Pero después tenemos una misa especial en la parroquia en la que estamos todo el clero y se nombra a cada uno de los sacerdotes y yo como si no existiera y encima me entero de que el párroco invita a comer a los otros sacerdotes, a los vicarios y adscritos que apenas llevan unos meses aquí, y a mí ni una palabra. Como si lo mío fuera un adorno simpático, pero prescindible. Y eso que yo no cobro nada, y sin embargo ahí estoy, gastando tiempo, kilómetros y energías. A veces me siento invisible.
Boletín gratuito de Religión Digital
QUIERO SUSCRIBIRME
Pedro lo miró con comprensión. No era la primera vez que escuchaba a un hermano diácono expresarse así, pero esta vez lo tocaba de cerca, porque él mismo vivía la situación contraria.

—Pues fíjate —respondió—, a mí me pasa justo lo contrario. Apenas tengo tiempo para dedicarme de lleno a la parroquia: los hijos en casa, los estudios, el trabajo que no me da tregua… Todo eso me limita muchísimo. Puedo colaborar en algún bautizo de vez en cuando, o ayudar en la catequesis, pero la familia y las obligaciones profesionales ocupan la mayor parte de mis días. Sin embargo, mi párroco siempre cuenta conmigo, me trata como a cualquier otro clérigo, me invita a la mesa, me hace sentir parte de la vida parroquial. Y muchas veces pienso: “¿Cómo es posible que, con tan poco que doy, se me trate como si estuviera a la par de los demás?”
Juan arqueó las cejas, como si la respuesta de Pedro confirmara su herida. —Entonces, dime: ¿quién tiene más mérito? ¿El que se desvive en silencio y es ignorado, o el que apenas puede dar algo y sin embargo recibe todo el reconocimiento?
Pedro sonrió con serenidad. —Quizá los dos. Porque el mérito no se mide con una balanza humana. Uno ofrece horas, dedicación, entrega generosa. El otro ofrece lo poco que puede, con sinceridad y con la conciencia de que cuidar de la familia también es un ministerio. Al final lo que cuenta no es cómo nos valoren los demás, sino cómo nos mire Cristo.
El silencio llenó la sala durante unos segundos. Juan bajó la mirada. —Lo sé, hermano, lo sé. Pero no puedo evitar sentir la herida. Me duele más la exclusión de la mesa que el cansancio del trabajo pastoral. Quizá todavía busco el reconocimiento de los hombres.
Pedro se inclinó un poco hacia él. —No te castigues demasiado por eso. Todos queremos ser reconocidos. Todos buscamos, aunque sea en secreto, que nos valoren. Pero recuerda lo que dijo el Señor: “El que se humilla será ensalzado, y el que se ensalza será humillado”. Quizá tu entrega silenciosa, sin aplausos ni invitaciones, tiene un valor mayor del que imaginas. Y quizá mi trato preferente, aunque me anima, me expone a pensar que ya doy bastante cuando en realidad doy poco.
Juan esbozó una sonrisa amarga. —Puede ser. Pero cuesta. A veces pienso que nuestro párroco, con tanto invitar a unos y olvidarse de otros, se está ganando un buen purgatorio. Allí el Señor quizá lo ponga a cuidar de sus diáconos, para que aprenda a tratarlos como hermanos.

Pedro rió un momento, pero después respondió con seriedad: —Que no lo digamos con rencor, sino con humor. Al final, todos necesitamos purificarnos, incluso nosotros. Quizá también nosotros llevamos pequeñas heridas guardadas que nos impiden servir con plena libertad. Y puede que el Señor permita estas diferencias para recordarnos que nuestro ministerio no está en ser reconocidos, sino en servir. Somos diáconos: servidores. No fuimos ordenados para recibir aplausos, sino para lavar los pies.
Las palabras calaron en el corazón de Juan. —Tienes razón —admitió—. Aceptar ser servidor es aceptar también que a veces te ignoren. Eso también es evangelio. Cristo mismo fue despreciado y siguió sirviendo.
—Exacto —dijo Pedro—. Y fíjate, nuestras experiencias son como dos lecciones complementarias. Tú representas al diácono que se entrega mucho y no recibe reconocimiento. Yo represento al que se entrega poco, pero recibe toda la atención. Y los dos tenemos algo que aprender: tú, a no resentirte; yo, a no conformarme. Quizá los dos caminos conducen a la misma meta, que es la cruz, el amor hasta el extremo.
Juan lo escuchaba con calma, como quien empieza a reconciliarse consigo mismo. —Entonces, la pregunta no es quién tiene más mérito, sino qué hacemos con lo que vivimos. Si yo transformo la exclusión en humildad, salgo ganando. Y si tú transformas el reconocimiento en estímulo para dar más, también sales ganando.

Pedro asintió. —Eso es. Al final, nuestro diaconado no se mide por el número de actos pastorales ni por las sonrisas que nos regalan. Se mide por cuánto reflejamos a Cristo servidor: en la parroquia, en la familia, en el trabajo, en lo escondido. Ahí está nuestro altar cotidiano.
El reloj marcó la hora de vísperas y ambos aprovecharon para rezarlas juntos. Antes de empezarlas, Juan respiró hondo y dijo con voz más tranquila: —Gracias, hermano. Me hacía falta hablarlo. Hoy pediré al Señor que me enseñe a no buscar invitaciones humanas, sino a alegrarme de estar invitado a su mesa, la Eucaristía, que es la verdadera.
Pedro le dio una palmada en el hombro. —Esa es la mejor conclusión. Y quién sabe, quizá un día el párroco también te invite. Pero aunque no lo hiciera, recuerda que ya tienes reservado un lugar en el banquete eterno. Y allí, Juan, los diáconos tendrán un sitio muy especial.
Comenzaron: ¡Dios mío ven en mi auxilio!. El rezo de las vísperas los envolvió, y en el corazón de cada uno resonaba aquella enseñanza aprendida en diálogo fraterno: el que se humilla será ensalzado. Allí, en el silencio del salmo, descubrieron que la verdadera grandeza del ministerio no está en la mesa de la parroquia, sino en la mesa del Reino.

Etiquetas