Las raíces del diaconado Diáconos: Lo primero la Caridad

Lavatorio de pies
Lavatorio de pies

"La vocación del diácono hunde sus raíces en la caridad. No como un añadido, ni como un ornamento, sino como el corazón mismo de su identidad y misión"

"En unos ejercicios espirituales que el arzobispo emérito de Pamplona-Tudela impartió a un grupo de diáconos, pronunció unas palabras que resonaron con fuerza. Nos dijo: Vosotros, los diáconos, tenéis como misión recordarnos a los obispos que ahí están los pobres"

"Esa afirmación recoge con sencillez y profundidad una verdad fundamental: el diácono está para hacer memoria constante del rostro de Cristo pobre"

"En definitiva, no hay auténtico diaconado sin caridad. Sin ese amor concreto, cotidiano y muchas veces silencioso, el ministerio perdería su fuerza, su belleza, su verdad"

La vocación del diácono hunde sus raíces en la caridad. No como un añadido, ni como un ornamento, sino como el corazón mismo de su identidad y misión. A lo largo de la historia de la Iglesia, los diáconos han sido testigos vivos del amor de Cristo hacia los más pobres, los más frágiles y los más olvidados. Y es que, de las tres funciones esenciales del ministerio diaconal —la Palabra, la liturgia y la caridad—, esta última es la que le es más propia y originaria. No se trata solo de atender a los pobres, sino de vivir con ellos, caminar con ellos y recordarle a toda la Iglesia, especialmente a los pastores, que ellos —los pobres— son sacramento de Cristo sufriente.

Una experiencia muy significativa que ilustra esta verdad la vivió elpadre Pascual Cervera, mucho antes de ser ordenado sacerdote. En una ocasión, en Madrid, le pidieron que acompañara y trasladara a la madre Teresa de Calcuta a una parroquia donde la esperaban con gran expectación diversas autoridades civiles y religiosas, reunidos para darle la bienvenida, preparados para un acto solemne. Sin embargo, al llegar a la puerta del templo, la madre Teresa se detuvo. Había un pobre sentado junto a la entrada, extendiendo la mano en silencio. Ella, sin vacilar, señaló al hombre y le dijo al joven Pascual: “Anda, ahí está uno de los nuestros”. Y sin más, se acercó al pobre, se arrodilló y se puso a hablar con él, a acogerlo, a mirarlo como se mira a un hermano. Los aplausos, los saludos oficiales, la ceremonia podían esperar. Lo primero era él. Esa escena, humilde pero profundamente evangélica, quedó grabada en el corazón de Pascual como una catequesis viva. Porque en ese gesto se transparentaba la lógica del Evangelio, donde el pobre ocupa siempre el primer lugar.

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Más adelante, ya como diácono, y después como sacerdote, Pascual Cervera nunca olvidaría aquella enseñanza de Madre Teresa, que es también la enseñanza del Evangelio. La caridad no es una obra entre otras: es la medida de nuestra fidelidad al Señor. Y el diácono, en tanto que signo sacramental de Cristo siervo, está llamado a hacer visible esta dimensión en el seno mismo de la comunidad eclesial. No solo ejerce la caridad: la representa y la reclama.

Diácono John Denagray
Diácono John Denagray

En unos ejercicios espirituales que el arzobispo emérito de Pamplona-Tudela impartió a un grupo de diáconos, pronunció unas palabras que resonaron con fuerza. Nos dijo: “Vosotros, los diáconos, tenéis como misión recordarnos a los obispos que ahí están los pobres”. Esa afirmación recoge con sencillez y profundidad una verdad fundamental: el diácono está para hacer memoria constante del rostro de Cristo pobre. San Lorenzo, mártir y patrón de los diáconos, supo responder con valentía cuando el emperador Valeriano le exigió entregar los tesoros de la Iglesia. Lorenzo los presentó: eran los pobres, los enfermos, los marginados. Eran ellos el verdadero tesoro. Esa escena no es solo una anécdota heroica del pasado, sino un programa de vida para todos los que han sido ordenados para el servicio.

En este sentido, la Iglesia necesita diáconos que no olviden cuál es su lugar: entre los pobres, con los pobres, para los pobres. No se trata únicamente de realizar tareas asistenciales o sociales, sino de encarnar una espiritualidad del servicio, de asumir una forma de vida donde la caridad no sea delegada ni postergada. El diácono no puede ser nunca un funcionario del culto ni un mero colaborador litúrgico. Su vocación le exige ensuciarse las manos, como el buen samaritano, detenerse ante el que sufre, cargar con las heridas ajenas, en fin “oler a oveja”, estar cerca, ser presencia misericordiosa.

Diácono misionero en Indonesia
Diácono misionero en Indonesia

En tiempos donde la eficacia parece dominarlo todo, donde las estructuras a veces corren el riesgo de endurecerse, el ministerio del diácono actúa como una grieta evangélica. Nos recuerda que ninguna celebración litúrgica tiene sentido si no desemboca en el amor concreto, en la solidaridad real. Nos ayuda a mantener los ojos abiertos a la carne doliente de Cristo, que se nos presenta en cada hermano necesitado.

Por todo esto, podríamos decir sin miedo a exagerar que el primer deber de un diáconono es predicar ni asistir al altar, aunque ambas funciones sean nobles y necesarias. Su primera tarea es vivir y transmitir la caridad de Cristo. Mostrar que la Iglesia no puede vivir para sí misma, sino que existe para amar, servir, acompañar. Y en ese amor primero, que no calcula ni espera nada a cambio, el diácono encuentra su alegría más profunda.

En definitiva, no hay auténtico diaconado sin caridad. Sin ese amor concreto, cotidiano y muchas veces silencioso, el ministerio perdería su fuerza, su belleza, su verdad. Por eso, lo primero —y lo último— para el diácono ha de ser siempre la caridad. Como lo entendió Madre Teresa. Como lo vivió san Lorenzo. Como lo recordó el arzobispo emérito. Como lo aprendió, junto a un pobre en la puerta de una parroquia de Madrid, el padre Pascual Cervera.

Diácono permanente
Diácono permanente

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