Creer y no creer: los motivos y mis motivos - 1

Hoy, de manera genérica. Mañana, mis experiencias relacionadas con la fe. 

                                                             I

Estaremos de acuerdo en que tanto para creer como para no creer existen motivos. Motivos que pueden ser de índole muy diversa: vitales (relacionados con el sustento personal o familiar), existenciales (que se refieren a la realización personal de cada uno), racionales, sentimentales, de afinidad social, incluso materiales... Y también en que tales motivos tienen una justificación. Y de acuerdo también en que, al considerar tales motivos y obrar en consecuencia, unos y otros reciben la congrua gratificación vital. 

Pero, ¿quién o qué pone cordura, orden, prelación o valoración en los motivos? La contestación no podría ser otra que la propia razón o la propia conciencia, pero esto ya es presuponer demasiado. Consideremos las convicciones políticas: las razones o motivos que inducen a comportarse como un borrego no pasan por la razón. Son de otra índole: el sentimiento de pertenecer al clan, el poder gritar sin temor al ridículo, el portar una bandera o una pancarta bien visible, el agrado de los superiores en rango y decisión... cuando no el dar rienda suelta a los instintos más serviles.    

Rara vez encontramos convicciones que hayan madurado en la intimidad, en el sosiego de la lectura, en la crítica adulta y sensata. Y cuando esto se da, no proceden cual vocingleros sindicalistas. Utilizan los cauces oportunos para expresar y hacer oír sus deseos. No mezclan su vocerío con la masa, porque la masa, por definición, carece de cerebro. Lo ha prestado y vive por ello de prestado. 

¿Sucede otro tanto en el caso de las creencias religiosas? Parecería que no, porque precisamente las mismas fomentan la reflexión personal, la meditación en las verdades que se creen, la serena aquiescencia reflexiva a lo que aprendieron. 

Miremos las cosas bajo otro punto de vista. La verdad de las cosas está ahí, es necesario encontrarla o encontrarse con ella: para ello es preciso barajar muchos supuestos y atender a muchas fuentes. Un proceso judicial podría ser imagen de lo que decimos: pros y contras; argumentos y contra argumentos; razones y datos... 

Vistas así las cosas, esa reflexión sobre las creencias que propugnan no es objetiva.  Se nutre por lo general de los propios conocimientos. Encuentra razones en sus mismas razones. Medita una y otra vez los mismos misterios sin salir... Dirán que así sucede en cualquier campo del saber: el científico, incluso el filósofo especulativo, dan vueltas y vueltas sobre las mismas ideas hasta que surge  la inspiración. 

¿Es lo mismo? En modo alguno. Las verdades religiosas se ofrecen a la mente como verdades constituidas, objetivas y, sobre todo,  reales y ciertas.  El proceso de aceptación de una verdad dogmática religiosa –también las “otras”, por supuesto-- se inicia en la niñez, cuando no hay bagaje mental necesario para discernir el trigo de la paja. Y pasa el tiempo  y dichos axiomas se  van nutriendo con otros, van “engordando”, se auto alimentan… O van cayendo por tierra. 

Consideremos el segundo caso. ¿Por qué aquello que en la niñez y juventud se presentaba y aparecía como pletórico de vida, se agosta, queda arrumbado, se desprecia o se impugna? Las razones son variadas y el proceso parsimonioso. No suele ser un proceso “fulminante”, como, al contrario, dicen que fue el caso de Pablo de Tarso.

En la gran mayoría, en la gran masa que antes creyó y ahora dice que cree aunque no practique, es gradual, progresivo e imperceptible. Comienza por lo general por un alejamiento de los ritos, que, aunque sean los que remachan los “postulados” de la credulidad, se tornan vacíos y ajenos a la vida, y por lo tanto, se van dando de lado aunque, curiosamente, sin renegar de lo que se cree. Para esto hace falta reflexión, práctica o ejercicio que no suele ser corriente. 

Sin embargo, también suelen ser consecuentes a un proceso de reflexión. Y ahí entra mi experiencia.

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