Curas, un grupo social cada vez más marginado


Último día del mes de vacaciones. Ya muchos han desfilado por la senda que les aleja del pueblo de sus ancestros para buscar el nido construido en ajeno predio. Atrás quedan los problemas con que viven los que aquí viven.

Entre ellos, el drama de la asistencia religiosa a los pueblos despoblados: los capitostes de obispados y arzobispados (aquí topamos con el flamante arzobispo de Burgos, el ínclito Fidel Herráez) se las ven y desean para distribuir a sus jóvenes retoños recién accedidos a la alta dignidad/servidumbre del sacerdocio, más preocupados en este o esotro curso sobre pastoral, liturgia o teología de los autobuses municipales que en sentirse gestores y responsables de los bienes religiosos muebles e inmuebles que perviven en los pueblos.

El cura rural ya no existe. Ni como figura popular --no residen en el pueblo-- ni como entidad simbólica --no se sienten excesivamente incardinados al ejercicio pastoral--.

Es así, aunque el encumbramiento teológico que encierra la figura del sacerdote sobrevuele sobre nimiedades como ésas de atender al envejecido pueblo fiel.

Reflexionar sobre el sacerdote, sobre la monja, sobre el fraile… en la línea simbólica o teologal tal como se hace en seminarios o en sermones al uso, puede resultar atractivo e ilusionante. Sólo con pensar que el sacerdote es el elegido por el mismísimo Dios para santificar la existencia del hombre --más todavía, de la naturaleza entera e incluso de los instrumentos para matar, las armas-- bastaría para loar sus esfuerzos, compensar sinsabores, perdonar flaquezas o seguir sus huellas.

Pero las cosas no son así. Aunque su figura individual se mantuviera prístina y pura y entregada en cuerpo y alma a su labor --la inmensa mayoría de los curas son buenas y muy buenas personas--, la misma sociología nos está diciendo que el mundo de hoy ha cambiado en la percepción de uno de sus elementos: quienes han superado el medio siglo han sido testigos del derrumbe de los pedestales sociales en que se habían aupado los funcionarios de lo sacro.

En otras palabras, el cura y el alcalde, el médico/veterinario y el maestro ya no son los personajes próceres de villas y pueblos. Y el que más ha descendido en aprecio popular, el cura.

Hoy, incluso, los obispos se las ven y se las desean para siquiera disponer de cura que atienda un número determinado de pueblos. ¿Elige al mejor, el más digno, el más fervoroso, el más adecuado? No puede, elige "lo que tiene".

Y llegado al pueblo, el sacerdote es observado con lupa por la feligresía. Al punto será tachado de esto o de lo otro, será aceptado o rechazado, más todavía cuando su verbo homilético extralimita los cauces teologales. La incardinación al pueblo depende de otros factores: ya no tiene el "prestigo" de tiempos pasados. Su palabra depende de sí mismo, cuando en otros tiempos “iba a misa” (cómo no) lo que él decía. Y se discute lo que dice e incluso se rechaza.

Podríamos hablar de que era necesiar la desmitificación de la figura del cura, fruto de la mayor o menor secularización de la sociedad, pero ello ha redundado en el desencanto con que muchos fieles están mirando al “señor cura”. No digamos ya aquellos que estaban alejados o enfrentados al estamento clerical.

Consecuencia en los creyentes y a veces causa de este descrédito social, ha sido la vivencia individual de la fe, la interiorización, el receso de las creencias hacia el recinto de lo personal y privado.

En el fondo del asunto –alejamiento de la sociedad del estamento religioso y retirada hacia el individualismo de la vivencia de la fe—anida un sentimiento letal para la Iglesia católica (también y quizá más para la protestante): es el rechazo, la aversión, el desafecto con que los fieles más convencidos viven el modo como la Iglesia transmite su mensaje.

Rechazo de la autoridad que se funda en aspectos superficiales; rechazo de una autoridad que no es creíble por sí misma; rechazo de una religiosidad burocratizada, administrativa y ritualista.

Ello hace que “el señor cura” sea aceptado o no por él mismo, por su persona, por sus valores y conocimientos, por su disponibilidad, por su buen talante, por su afabilidad y cortesía, por su cercanía a la gente, por el afecto que demuestra y el conocimiento de los problemas personales de los fieles…

¡Cuántas veces oímos a los mismos fieles denigrar al estamento, a la corporación, a “la Iglesia en general”, pero salvar a la persona que tiene delante, al cura que pone sus cualidades al servicio de aquellos a quienes atiende!

Todo ello, lo quiera el sacerdote o no, produce un efecto en su personalidad. El cura asiste de manera esquizofrénica al gran teatro de lo sacro: pertenece al sistema pero el pueblo rechaza ese sistema; además él ha de ser el medio que salve a la clase a la que pertenece; él es reflejo y a la vez sostén del estamento. ¡Y cuántas veces los mismos fieles oyen a curas y teólogos renegar del grupo al que pertenecen! Inconcebible.

Pero si el gremio es rechazado, el rechazo recae sobre la persona que a él pertenece. Las consecuencias en la personalidad –la persona—d el sacerdote, monja, fraile, clérigo… no son asépticas o inocuas. Su psiquismo se va resintiendo de manera progresiva y el virus de la falta de credibilidad se va extendiendo sobre la capa social de los funcionarios del rezo. Cada vez les es más difícil separar el entramado en el que se ven encuadrados de su propio yo.
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