El san Jerónimo de lengua viperina y genio endiablado (2)


No podemos hablar de Jerónimo, san Jerónimo (340-420), sin hacer referencia a alguien que, a pesar de las persecuciones contra los cristianos, tuvo en su tiempo y posteriormente más notoriedad que él, Orígenes (185-254), "una de las figuras más nobles de la historia del cristianismo".

Orígenes, nacido en Alejandría, también fue un fanático cristiano al menos en sus años jóvenes, pero con una categoría intelectual fuera de toda duda. Fue el más grande erudito de su tiempo sobre la Biblia. Hijo de un mártir cristiano, Orígenes fue a la vez perseguido por las autoridades romanas y por sus propios colegas en la fe. Murió como mártir y murió como hereje.

Discípulo de Clemente de Alejandría, se puede decir que Orígenes personificó toda la teología de la Iglesia cristiana oriental. Todavía muchos años después de su muerte, sus escritos seguían teniendo el beneplácito y la alabanza de santos tan señeros como Basilio o Gregorio Nacianceno. Capítulo especial le concede la Historia de Eusebio. En un primer momento hasta el mismo Jerónimo dijo de él que fue “el segundo doctor de la Iglesia después de los apóstoles”.

Las disputas doctrinales suscitadas a partir del año 300 y continuadas en las dos centurias siguientes, tenían como uno de los referentes intelectuales los escritos de Orígenes. A la hora de discernir su herejía, resulta sospechoso, raro y anormal que fuera el mismísimo Emperador, Justiniano, el que promulgara un edicto de condena contra Orígenes (año 353). ¿Quién inspiró o influyó en el emperador para condenar sus escritos, después de tanto tiempo?

El motivo era bien simple: la política, que era lo único que le interesaba a Justiniano. El chivo expiatorio para terminar con las disputas teológicas entre griegos y sirios fue Orígenes: “Muerto el perro…”. Tildaron su doctrina de “subordinacionista”, que, curiosamente, era lo que en ese tiempo creían todos frente al dogma posterior. También condenaron su doctrina de la apocatástasis, cuya verdad y la opuesta se pueden deducir de los escritos del NT. Véase Mc 9.43; Mat 18.8; 25.46; Jn. 3.17; 12.47; I Col. 1.19; I Tim. 2, 4; II Pedro 3.9.-

En esas disputas estaba involucrado Jerónimo. Pero la rivalidad no era tanto por la doctrina de Orígenes –que enfrentó a Jerónimo y Rufino-- cuanto por el derecho que tenían Epifanio de Salamina o Juan de Jerusalén para predicar en la iglesia del Santo Sepulcro. Tanto Jerónimo como Rufino habían traducido a Orígenes y desde su época de estudiantes, eran amigos. Cuando Rufino le acusó a Jerónimo ante el papa Anastasio de hereje, Jerónimo tuvo miedo, declaró que la doctrina de Orígenes era “la más horrible de las herejías” y afirmó que había sido enemigo de tales doctrinas desde siempre (Comentarios sobre Isaías y sobre Ezequiel).

Rufino siguió acusando a Jerónimo. A éste “se le encogió el ánimo” (Grützmacher). Rufino le acusó de leer a los clásicos griegos; de que a la madre de su discípula Eustoquio la había llamado “suegra de Dios”; que había dicho de Orígenes que era “el más grande doctor de la Iglesia después de los Apóstoles”, para luego decir de él que era “el gran patrono de la mentira y del perjurio”; también que, en un anónimo, había llamado a Ambrosio “cuervo y pajarraco negro como la pez”. Y termina Rufino diciendo: “Pero si luego condenas a todos aquellos a quienes alguna vez alabaste, como a Orígenes, Dídimo y Ambrosio, no he de lamentarme de que a mí, que soy una sabandija en comparación con aquéllos, me destroces ahora después de haberme elogiado en tus cartas…” (“Rufino contra Hierónimus”, en Grützmacher).

Eso sí, las invectivas de Rufino, como ha sido constante en todos los escritos de los polemistas eclesiales, las envolvía con un prólogo edificante y un epílogo piadoso: “No contestemos a esos insultos ni a esas calumnias, ya que nuestro Maestro Jesús nos enseñó a soportarlo todo con mansedumbre”. Todo esto le llegaba a Jerónimo no directamente sino a través de terceros.

Jerónimo denota en sus respuestas que Rufino le había sacado de sus casillas. Le califica de perverso; disimula lo que de verdad había en las acusaciones de Rufino; lanza al viento calumnias y verdades a medias sobre Rufino; afirma que lo único que pretende es lograr el solio pontificio; que incluso y con ese fin ha recurrido a sobornos; que ha conspirado contra la vida de Anastasio, papa…

A partir de aquí, ambos se acusan de robo, perjurio y falsificación. Por lo que se ve, Rufino no andaba descaminado respecto a su vida íntima, según lo que Jerónimo dice: “Te alabas de estar al corriente de los crímenes que, según dices, te confesé cuando éramos íntimos amigos. Dices que los divulgarás ante la pública opinión y que me pintarás tal como soy. Pero yo también sé pintarte a ti”. Como en la disputa entre Pepa y Manuela (“Agua, azucarillos y aguardiente”), Jerónimo invoca a Jesús el Mediador y finge lamentar “que dos ancianos hayan tomado la espada por culpa de unos herejes, teniendo en cuenta sobre todo que ambos quieren llamarse católicos. Con el mismo ardor con que antaño loábamos a Orígenes, unamos las manos y los corazones y condenémosle ahora, ya que le condena la redondez entera de la Tierra” (Grützmacher).

¿Quería Jerónimo pasar por indulgente, compasivo, conciliador y paternal? En modo alguno. Rufino murió el año 410. Vivo o muerto, las referencias a él siempre eran insultos. Como epitafio, escribe el muy santo Jerónimo: “Murió el escorpión en tierras de Sicilia y la hidra de numerosas cabezas dejó de silbar contra nosotros… …A paso de tortuga caminaba entre gruñidos… Nerón en su fuero interno y Catón por las apariencias, era en todo una figura ambigua, hasta el punto que podía decirse que era un monstruo compuesto de muchas y contrapuestas natura-lezas, una bestia insólita al decir del poeta: por delante un león, por detrás un dragón y por en medio una quimera” (Prólogo en Comentario sobre Ezequiel).
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