Seminaristas, vistos desde fuera.

Día del seminario, domingo pasado 20 de marzo. Jóvenes ilusionados, a veces despistados, que se integran en un proyecto vital para "los de fuera" extraño, bien que en una profesión sin paro. ¡Cuánto va de los años 50-60 a hoy! 

Cartas pastorales –leo la del Omella piadoso y Manuel Herrero amistoso--; lemas (Sacerdotes al servicio de la Iglesia en camino); subcomisión episcopal para los seminarios… Lógica la atención al relevo generacional.

La consecuencia de la disminución progresiva de escolares seminaristas, galopante desde la década de 1960,  ha sido que los grandes edificios a ellos destinados hayan quedado inservibles. Inservibles o infra utilizados y con una difícil adecuación a otros menesteres.

Un ejemplo de “voluntarismo”. Desde la carretera que sube de El Escorial a San Lorenzo vemos un soberbio y modernista edificio a la diestra mano que allá por la década de los 60 una Congregación religiosa construyó para acoger estudiantes de grado superior en la carrera sacerdotal.

Partían de lo que tenían, preveían un crecimiento mayor, se taparon los ojos ante la tormenta que se avecinaba y comenzaron a echar cemento en las zanjas de su prepotencia. ¿No hubo entre sus próceres dirigentes quien previera el "sálvese quien pueda"? El último residente, conste, “no cerró la puerta”.

Hoy no hay estudiantes ni de filosofía ni de teología. El edificio, ubicado en una finca de incalculable valor es residencia de ilustres vejetes y también palacio para reuniones, encuentros y retiros (conste que hay más sinónimos).

En otros lugares de la geografía nacional abundan los edificios históricos, otrora seminarios y muchos de ellos hoy enajenados. Visité el seminario de Vitoria en los años en que ¡no había ni un solo seminarista! Parece que algo ha cambiado, dicen. Los tiempos son los tiempos y a ellos debemos todos atenernos, incluso sin lamentaciones inútiles.

Éste es el hecho. Un hecho que responde a una realidad, la desafección de jóvenes por lo religioso y que hoy se ilusionan con otros proyectos vitales. ¿Causas y motivos? No entro en ello y lo dejo para otros analistas, v.g. en “Catholic.net”. Me centro en otros motivos previos, los que incitaron a entrar “en religión” a tantísimos “jovencillos”. Eran tiempos ya lejanos, no tanto en años cuanto en espíritu, “signo de los tiempos” en todo momento, cuando en la sociedad primaban valores de distinto orden, cuando jóvenes de distintas “capas sociales” integraron las mesnadas seminaristas.

Al repasar los testimonios personales de “por quéel joven se hizo sacerdote” o por qué esa muchacha se unió como monja a una  congregación religiosa --lo mismo se podría pensar de por qué este profesional formó parte de un grupo católico seglar o, también, por qué se hizo miembro de una secta cualquiera-- siempre encontramos dos planos explicativos, uno el “sublimador”, otro el “racional” que es la traducción de una dicotomía dialéctica: ideales frente a realidades.

A partir de tal elección, los aspirantes, empachados de la doctrina que el “formador” les transmite, “subliman” la “vocación” con expresiones “de tono elevado” que no dejan de ser, también, tópicos explicativos reafirmados con lecturas a medio digerir. Lo llamaban carisma del Espíritu, que el neófito aceptaba como tal, casi siempre después de “retiros espirituales” que alteran la percepción.

Era una forma de verbalizar  un estado que todavía no entendían “en su inmensa profundidad” y pretendían enaltecer. Lógicamente daban lado los otros “porqués”, los racionales –decisiones generadas a partir de estados psicológicos, emocionales, afectivos--. Los primeros constriñeron o encauzaron la voluntad en determinada dirección, adscripción a un proyecto de vida novedoso, ilusionante, a veces hasta utópico, como el de transformar el mundo. A la postre, cuando la realidad se impone, las explicaciones racionales llegan a ser las únicas para aquel que no quiera engañarse y vivir engañado. Reflexionemos en algunos “porqués” que indujeron al jovenzuelo, a veces a sus doce años, a integrarse en ese nuevo círculo vital:  

--profunda religiosidad en el ámbito familiar, especialmente de la madre, cuando no abuelas o tías o algún personaje cercano admirado por el niño que erigió en modelo;

--un “yo” muy sui generis, generalmente secundario (lo que en Psicología se entiende por “carácter primario” y “secundario”), que acepta de buen grado lo que le dice la autoridad y se entrega en cuerpo y alma a su realización;

--en otros casos muchachos con rasgos de exaltación y concepciones despreciativas del mundo y de la vida, preñados de elementos caracterológicos inestables y débiles;

--una relación coercitiva y alienante de pertenencia grupal, un compromiso contraído no tanto con normas y modelos sino con individuos de dichos círculos eclesiales, donde prima el “no defraudar”, el “qué dirán mis padres o amigos”, el sentimiento de “no puedo fracasar”...

--la misma institución a la que se unen, la Iglesia, que despliega ante el joven toda una panoplia de patrones de conducta y de modelos nobles y elevados, cautivadores de una mente juvenil en ciernes, exaltada por el ideal de entrega a los demás...

Y llegaron a donde la ilusión les empujaba. Y comenzaron a transmitir a otros lo que a ellos les embargaba.  Y en la actividad programada, nutrieron la burocracia de la fe. Y unos poco a poco, otros de bruces, toparon con la realidad.

Volver arriba