Las dos caras de un Concilio (2)

2014, año de celebraciones o quizá sólo de meros recuerdos por aquello de las fechas redondas o semi redondas: fecha ésta de 2014 a 25 años de la caída del muro de Berlín y del derrocamiento de Ceaucescu; a 75 del final de la Guerra Civil española, de la muerte de Machado, del inicio de la II Guerra Mundial y de la muerte de S. Freud; a 100 años del inicio de la horrenda I Gran Guerra y de la apertura del Canal de Panamá (ahora noticia por un conflicto empresarial); a 150 años del nacimiento de Richard [fonética: “rijaad”] Strauss (gran músico alemán, por si alguien...) y de Unamuno; a 400 años de la muerte de El Greco (visita obligada a Toledo); a 450 años del nacimiento de Galileo y de Shakespeare; a 600 del Concilio de Constanza; a 1.200 años de la muerte de Carlomagno...

Entre estos recordatorios y dado que nos vernos rodeados por un mundo de creyentes, el Concilio de Constanza debe necesariamente ser destacado.

Hablábamos ayer de los personajes y de las decisiones disciplinarias más relevantes. También se discutió de "doctrina" y el tema más importante tratado fue el de la supremacía del concilio sobre el papa o viceversa. Parecería que el concilio en general, y un ejemplo era el de Constanza, estaba sobre el papa: ninguno lo había convocado, aunque eran tres los que se disputaban el trono de Pedro; el concilio los destituyó a los tres; y, por último, fue el concilio el que eligió a uno nuevo, Martín V.

Había elementos doctrinales a favor de tal doctrina y no sería difícil a tantos doctores con que contaba el Concilio extractar citas del Evangelio (parecía que todos los padres conciliares eran conscientes de que el versículo “Tú eres Pedro…” era una falsificación más del texto evangélico, una interpolación interesada). A ello se añadían las circunstancias “agravantes”.

En la consideración de lo que había sucedido en la Iglesia –Cisma de Occidente— parecería que así debía ser, dado el desprestigio en que había caído el papado y el escándalo producido entre los fieles creyentes.

¿Se aprobó tal doctrina?

No estaban por la labor los papas, el primero el recién elegido. Martín V fue elegido casi al final del Concilio, en noviembre de 1417. A la vista del sesgo que iban tomando las deliberaciones conciliares, se apresuró a disolver el Concilio y dar por concluidas las discusiones. Tanto él como los papas posteriores dieron de lado “los buenos propósitos” emanados de Constanza.

Y, como por efecto contrario, los papas fueron arrogándose “de facto” cada vez más prerrogativas hasta llegar a Pío IX que en el año 1870 declaró la infalibilidad del Pontífice Romano como dogma de fe, sentando las bases para la dictadura espiritual de un gobierno gerontocrático. En forma de chascarrillo tautológico: “Declaro que el papa es infalible porque como infalible que es no puede equivocarse”.

Es verdad que el papa es infalible “sub conditione”: declarar algo ‘ex cathedra’ y que tenga relación con la dogmática a creer… Pero el efecto contagioso de tal declaración hace que cualquier manifestción del papa, cualquier mensaje, cualquier decisión disciplinaria, cualquier condena… “vaya a Misa”. Es un halo que aureola su figura, es la divinización del líder necesario, es también el servilismo de cuantos besan su mano, es el apelativo de “su santidad”... ¡Infalible!

Muchos años llevó tal discusión. Muchas energías perdidas… aunque ganadas interesadamente por otros. ¿Dicen algo tales discusiones y tales definiciones a los fieles? Nada antes; menos ahora. Si se preguntara a los fieles por tal discusión “calcedoniana” dirían que eso es lo de menos; que no les importa nada; que les tiene sin cuidado. Y a la pregunta de si creen en que el Papa o los concilios son infalibles, contestarían que no. Es lo que dicen que dijo un siglo después de aquel Vaticano I el Papa Juan XXIII: "¿Quién ha dicho que yo soy infalible?"

Podrían contestar que sí, dado que inventar es gratuito y creer en invenciones es cuestión de sermones persuasivos.

Cualquiera que escarbe un poco en la sociología de la creencia, todas estas consideraciones parecen “infantilismo teológico”. Mentes prolijas y fecundas que puestas a parir, dan en echar al mundo los mayores despropósitos metafísicos y a fantasear sobre el más allá sin dejar en paz al más acá. ¡Qué bien les hubiera venido a todos ellos unas buenas sesiones de “Sálvame deluxe” o, al menos, las obras completas de Julio Verne o Alejandro Dumas!

Mayor importancia tuvo el otro asunto al que se enfrentó el Concilio de Constanza, dado que sus protagonistas –Jean Hus y Jerónimo de Praga-- ponían en tela de juicio el “modus vivendi” de toda esa casta de barrigudos príncipes de la Iglesia atacando sus privilegios, sus pingües beneficios, su vida holgada, su ansia de poder temporal, la ostentación y pompa a la que estaban entregados y, en definitiva, su vida atada a lo temporal como vulgares reyes o príncipes.

Lo que a ellos les costó la vida, pocos lustros más tarde lo llevaría a efecto otro fraile, Martín Lutero. Y de nuevo otra escisión debida a los siete pecados capitales a los que estaba abonada la casta eclesial de Roma.

Lean, mientras entramos a considerar la muerte de estas "buenas personas", lo que contaba en el breve cuento "La bella Imperia" Honoré de Balzac. ¡Cuánta degeneración moral en aquellos que se permitieron condenar a muerte, y asesinar, a dos creyentes que en otro momento hubieran declarado santos!. El cuento se lee en unos minutos.

¿Y ésta no era también la Santa Madre Iglesia? ¿Es que el amparo de las tres personas divinas sobre su engendro tenía fecha de caducidad o tenía lapsos temporales?
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