La más grande herejía perseguida por la Iglesia.

Sobre todo en este asunto cuando la Iglesia no podía enfrentarse a las ideas o a las meramente hipótesis, no se enfrentaba, simplemente hacía desaparecer al investigador, al pensador o al descubridor. Así veinticinco siglos (porque los predecesores pertenecen al a.C.). Desde la condena del helicentrismo hasta la condena de la ingeniería genética, pasando por la condena constante y encarnizada de las hipótesis materialistas.
Resulta apasionante saber cómo Leucipo y Demócrito, simplemente por observación de las partículas en suspensión en un rayo de sol y por deducción, o por pura intuición, llegaron a formular la teoría atomista, sin microscopios, sin aparatos de aumento. Nuestro tiempo confirmó sus teorías. A finales del XIX por las reacciones químicas de la materia, ésta se comportaba como si estuviera formada de “átomos”, palabra formulada por los griegos. Ocho siglos perduró tal idea: desde Leucipo, pasando por Diógenes de Enoanda, Epicuro, Lucrecio y Filodemo de Gadara.
Poco faltaba para la constatación física de sus enunciados: forma, naturaleza, peso, número y constitución de los átomos; disposición en el vacío; declividad, generación y corrupción...
¿Pero qué suponía esta teoría atomista-materialista? Que el alma, el espíritu y los dioses y, por descontado, el ser humano eran materia. Ello suponía la destrucción, la ruina de los fundamentos de cualquier religión. Todo se reducía a fábulas y ficciones.
A pesar de la confirmación de la teoría de Demócrito con los microscopios de barrido electrónico, los aceleradores de partículas, la fisión nuclear, etc. la Iglesia siguió manteniendo la existencia idealista del espíritu, es decir, una postura anti materialista.
Cuando la Iglesia era un potente brazo de convicción, no se detuvo ante nada primero para desprestigiar la teoría atómica tildándola de materialista. Y unían la moral al materialismo, tachando a sus propugnadores de personas inmorales, bestias que sólo buscan el placer, que se entregan al goce bestial de la vida (epicúreos). ¿Cómo sostener una teoría defendida por un cerdo de la piara de Epicuro? Si a eso se añade la condena persistente, la censura durante siglos, cien, mil veces repetida... la persecución de sus valedores quedaba justificada.
Ése fue el caso de Giordano Bruno, condenado a la hoguera no por ateo –nunca negó la existencia de Dios—sino por materialista: Dios y el mundo coexistentes; el espíritu se encontraba en el nivel físico de los átomos; la divinidad, que sí existe, se compone de materia. Giordano desde luego era más peligroso que Galileo, aunque éste también fue tachado de materialista. El heliocentrismo sería pecado venial; el atomismo, sin embargo, mortal.
Corolarios imposibles de admitir por la Iglesia de la hipótesis atomista eran la existencia de un Dios que también sería material y la negación de otro dogma intangible de la Iglesia católica, la transubstanciación.
Este dogma, por otra parte, es la mayor necedad creada por una religión. ¡El simple hecho de formular algo crea ese “algo”! La presencia de Jesús, Cristo, Dios... en una oblea, dicen, no es algo simbólico o alegórico, es algo real. El cura, al elevar el trozo de harina para su adoración, ¡sostiene un cuerpo real, el de Cristo! Y eso en todos los oficios litúrgicos, en todo el mundo, una y otra vez, a millones... Un hombre, que es un ser humano por más que lo llamen sacerdote o cura, dice unas palabras y los átomos de harina dejan de serlo, o quizá sigan siéndolo, o no se sabe cómo siguen “pareciendo” lo que son o no son... ¡Vaya lío!
Con razón Pablo de Tarso pudo vaticinar que “la ciencia será abolida” (I Cor 13.8) por lo menos hasta que llegaron los científicos que pusieron la materia evolutiva en su sitio, es decir, por delante de las tonterías defendidas por la fe.