Por sus hechos los conoceréis y sobran críticas.

Dejábamos ayer eso de la crítica a la historia de la religión cristiana con una cita de Agustín de Hipona, sacada del sermón 80, que hace referencia al “espíritu de los tiempos”. Creemos oportuno seguir insistiendo en el mismo asunto, dado que uno de los argumentos para defender la Iglesia de hoy es dar de lado a los hechos aberrantes de ayer. O pedir perdón al viento.

 Aunque centremos la atención y la crítica en la divergencia entre la actuación de la Iglesia cristiana y lo que ha predicado durante siglos, no hay que olvidar que hay motivos todavía más de fondo para dar de lado los credos religiosos.

Toda religión consta de fundamentos dogmáticos, requerimientos morales y conducta consecuente. Para la persona normal, la que piensa por su cuenta, tales fundamentos dogmáticos no tienen realidad alguna, no son sino fábulas y cuentos. El que piensa y los estudia, como tal los acepta, los trabaja y los incluye en su acervo cultural [como debiera ser la "educación religiosa"].

Sea o no cierto que León X, papa, lo dijera, a él se le atribuye esta “hermosa” sentencia: «Desde tiempos inmemoriales es sabido cuán provechosa nos ha resultado esta fábula de Jesucristo» (la cita latina que aparece en múltiples entradas de internet es claramente incorrecta).[A él se atribuye, también, este “aleluya”: Gocemos del papado puesto que Dios nos lo ha dado”. Otro papa más, y estamos en el siglo XVI, corrupto, vividor,"diletante, voluptuoso y hedonista", Papa que propició la escisión del Cristianismo de Occidente por construir otra basílica más, aunque mereció la pena].

 La segunda consideración respecto a ese triplete secuencial es lógica: cuando la conducta observada no responde a los fundamentos dogmáticos, es lógico pensar que tal Iglesia no cree lo que predica, por falso.

 De los fundamentos dogmáticos surge la predicación moral: la notoria y constatada contradicción existente entre ese mensaje moral –el mandamiento del amor al prójimo, amor al enemigo, mandamientos de prohibición como no robarás o no matarás— y la praxis, lleva a la reprobación de todo el tinglado crédulo. Tal conducta, no lo olvidemos, ha sido continuada, persistente y generalizada ¡durante siglos!

El argumento al que se agarran puede tener una triple entrada:

  1. que la Iglesia de hoy se ha purificado, que ha aprendido mucho del pasado;
  2. que no se pueden juzgar los hechos del pasado con criterios del presente;
  3. que aquellos que tales hechos nefandos realizaban no eran “verdaderos cristianos”.

Podríamos añadir un cuarto, esa falacia de que la Iglesia ya ha pedido perdón por “determinados” hechos del pasado, pero se puede englobar en el punto 1º. Algo así como si el conserje de la Universidad de Extremadura se sintiera concernido por las barrabasadas de Hernán Cortés, Pizarro o Valdivia. ¿Cómo se vería que el rey de España acudiera suplicante demandando venia y perdón por la conquista de América, como piden bocazas irredentos? Aplíquese lo mismo a las tonterías que se le ocurrieron al santificado JP-2 y al actual Francisco.

¿Podemos responder?

1. ¿La Iglesia de hoy se ha purificado? En modo alguno. Sigue la tradición con otros métodos. Conservación, persecución y acopio de riqueza, como siempre y con técnicas financieras actuales.

Alianza con el poder político, sigue la práctica secular: de manera sibilina en los países democráticos, aliándose con “los suyos” (en tono menor, ¿qué otra cosa pretendían aquellas cenas en el Seminario de Madrid del Sr. Rouco con los dirigentes del PP, por ejemplo?; o ¿de qué modo saben hacer llegar lo que la Iglesia piensa a los políticos de su bando?); con los países dictatoriales “confesionales”, la relación sigue siendo la de hace veinte siglos, apoyo… y usufructo. ¡Qué más quieren los dictadores que tener a las masas sumisas y al mismo Dios como garantía!

Hablarán de esas masas creyentes, las buenas masas creyentes, las personas buenas dentro de la Iglesia, que son la mayoría… Veámoslo con el ejemplo paralelo del sistema democrático: millones de personas siguen determinadas ideas porque creen en ellas y piensan que la sociedad estaría mejor gobernada con los dirigentes que las predican. ¿Pero quiénes deciden tras depositar el voto? Unos pocos.

Al menos en democracia cada cierto tiempo pueden cambiar las tornas, pero ¿hay elecciones en la Iglesia? Más todavía: ¿hay coloquio o turno de preguntas después de los sermones? La masa entontecida por siglos de adoctrinamiento y por ignorancia bíblica y teológica ¿podría argüir algo respecto a lo que allí se dice? ¿Hay posibilidad real de que los “dislates” de los pastores salgan a la luz dentro del entramado burocrático de la Organización? No.

2. Juzgar el pasado sin caer en "anacronismos". En primer lugar, no somos nosotros los que juzgamos el pasado con criterios de hoy: hay personajes contemporáneos los que los juzgan, sean pertenecientes al entramado clerical --v.g. los "fraticelli" condenados, por supuesto, como destructores de la Iglesia-- o personajes ajenos a sus credos.

Ya desde la primera expansión del cristianismo hubo escritores que denunciaron primero su deriva doctrinal, más tarde la sanguinaria. Y eso que infinidad de escritos, según testimonio propio, desaparecieron “misteriosamente”. Nos queda el discurso de Celso en el siglo II y de Porfirio en el III. Sus razones, globales y terminantes, hasta teólogos actuales hay que las consideran justificadas. Esgrimen los mismos argumentos que hoy.

Por otra parte, y en segundo lugar, hay hechos cuyo juicio es atemporal, porque es el sentido común el que los juzga. Nada ha cambiado en la apreciación moral de la humanidad respeto a las rapiñas, la destrucción de cosechas, los homicidios, la opresión de los débiles, las guerras, la destrucción de culturas… en los últimos ¡dos mil años! El juicio del pueblo es constante y concordante. No vale aquí argüir anacronismos cuando nada ha variado.

3. No eran verdaderos cristianos… Manera simple de que un simple soslaye el pasado. Algo que también se dice de quienes en un momento determinado se dieron cuenta del inmenso engaño que escondía la doctrina salvadora del cristianismo y decidieron por su cuenta, “se salvaron”.

Según eso, pocos cristianos ha debido haber a lo largo de dos mil años. Tornando los ojos a nuestros días, una manera fácil de que, hoy, sindicatos y partidos políticos sean, todos, entidades puras e inmaculadas: sus delincuentes no son “verdaderos” lo que sea.

¡Son las personas las que forman las sociedades y en mayor medida aquellos que las dirigen, aquellos que marcan la pauta, aquellos que inspiran conductas!

¿Podrían tildarles, con honradez intelectual, a los mismísimos Papas que no eran cristianos? ¿Pueden afirmar que las masas convertidas de la época merovingia o los francos, entregados a las mayores atrocidades y genocidios, no eran cristianos? ¿Y no estaban imbuidos de “cristiandad” los cruzados que asolaban territorios, degollaban guerreros, mujeres y niños? ¿Y no eran verdaderos cristianos los frailes dominicos dedicados en cuerpo y alma a defender la pureza de la fe quemando brujas y herejes? ¿Y no eran verdaderos cristianos, evangélicos por más señas, los que terminaron con el pueblo indio de Norteamérica?  ¿Y Tomás de Aquino no era verdadero cristiano cuando justificaba la muerte de los herejes? Dígase lo mismo de la Guerra de los Treinta años, todos tan cristianos pero todos entregados a las más bárbaras atrocidades; de la I Guerra Mundial, donde Dios sufría esquizofrenia por tener que estar de parte de todos; de la II Guerra Mundial donde “Gott ist mit uns” y cuando los pastores, católicos y protestantes, rezaban y exhortaban a los fieles a derramar la sangre por la patria…

Cristianos eran, incluso los dirigentes que llevaron a la Guerra de Vietnam, cristianos de cristianismo acendrado provocadores de una guerra destinada a masacrar al comunismo ateo.

Volvemos a insistir: ¿se puede creer en una Iglesia cuyos hechos han demostrado ser lo contrario de lo que predica? Y reiteramos: no nos referimos especialmente a la base creyente, ni siquiera a los pastores de almas más unidos a la plebe crédula. Importa lo que dicen y no hacen los rectores de masas, los que marcan el rumbo, los que tienen poder de decisión: monseñores, obispos, arzobispos, cardenales y papa, con su inmensa recua de palmeros.

Y son esos mismos los que saben separar con claridad, dicho en términos suaves, la “burocracia” del espíritu cristiano. Con la artimaña añadida de “eso del Cuerpo Místico”. ¡Vaya invento para eludir responsabilidades! Saben separar muy bien lo místico, lo espiritual, lo sagrado de lo que constituye el cuerpo, que son los hombres, con sus grandezas y vilezas. 

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