La hostilidad hacia la religión: confesión de parte.


Durante suficientes años viví en connivencia indiferente hacia la religión, hacia la religión que tenía más cerca, la católica. Más aún, necesariamente tenía que convivir con ella y no precisamente por cuestiones musicales, no.

A pesar del peligro que encerraba tal coexistencia, mi convivencia con la doctrina y, sobre todo, con la burocracia de la fe era aceptada y no beligerante. Eso sí, había hubiera motivos de suficiente calado para serlo, motivos que apenas si he dejado entrever en este blog. Ya que no en el pensamiento, admitía y hasta participaba en determinados ritos que eran lo más próximo y más presente que tenía. Me parecían inocuos.

Pero la religión no es precisamente pacífica. En su naturaleza está ser beligerante: lo quiere todo. Pretende inundarlo todo. Por el hecho de creerse en posesión de la verdad, es su deber intentar que todos la conozcan. Está en misión por constitución. Es la Iglesia misionera en el peor sentido de la palabra.


Tarde, pero llegó un momento en mi vida en que tuve la oportunidad de dejar salir y expresar lo que dentro de mí bullía, incluso lo que sentía: renuncia a tal convivencia y beligerancia expresa, no con las personas sino contra las ideas. Y en eso estamos. Aquí desde hace doce años. Minúsculo tiempo y menguadas fuerzas frente a la inmensidad del entramado creyente.

Y me siento orgulloso de ser una pequeña piedra en el parapeto que impida el paso a la creencia. O, en sentido positivo, ser alguien que intenta poner un farol en la penumbra del que duda de su credulidad. Para quienes no dudan y creen de buena fe en lo que creen, sólo debería expresar la esperanza y el deseo de que sean consecuentes, en su vida, con las enseñanzas que de su creer se desprenden. Con ello ayudarán a que este mundo sea un poco mejor.

En este discurrir combativo de las palabras, los contenidos siempre se reducen a pocos y elementales principios. Algo así como que no hay otro dios que el que los humanos se han fabricado a su imagen y semejanza; que no se necesitan las religiones para llevar una conducta moral digna; que el sustento de la buena conducta no necesita fundamentos legendarios o fabulosos; que las raíces de la religión son hoy científicamente conocidas, suficientemente estudiadas y comprendidas; que la vida de las religiones, su historia, como la de los humanos, está tan llena de sombras como de luces...

Pero muchos, lo mismo en mi entorno natural que en el foro digital, incluso participando de las mismas ideas y principios, me reprochan mi hostilidad hacia la religión; me invitan a pensar en que no todo es equivocación; que la religión no hace tanto daño como para emprender luchas enconadas contra ella; que si no puedo vivir y dejar vivir; que si no puedo aceptar a quienes piensan y creen de otra manera. Y cosas por el estilo.

En parte tienen razón, pero con una salvedad: hoy y por nuestra parte la contienda se dirime únicamente en el terreno de las palabras, que son expresión de unas ideas. Porque el mismo derecho que tienen aquellos que, verbalmente, propalan doctrinas religiosas a nuestro modo de ver fantasiosas e improductivas, el mismo derecho decimos, lo tenemos aquellos que, también verbalmente, tratamos de esclarecer la verdad que se encierra en tales “verdades”.

Y queremos que las cosas sean así. Aunque a diario veamos que tales contiendas se riegan con la sangre de muchos inocentes, creyentes y no creyentes, creyentes de un bando y de otro, al menos en nuestro mundo occidental el camino emprendido es el de la palabra.

Jamás se me ocurriría desterrar las creencias al modo estalinista. Ni imponerlas a la manera de los islamistas fanáticos. Tampoco los que despectivamente llaman ateos vamos a decapitar a nadie, ni lapidarlo, ni quemarlo en la hoguera, ni crucificarlo, ni estrellar aviones contra sus rascacielos, ni desproveerlos de sus pertenencias, ni desterrarlos.

En nuestro modo de pensar y razonar no hay signo alguno de fundamentalismo, por más que digan y espeten lo contrario. Sólo el ateo obcecado, sin ideas, cerril y guerra-civilista podrá hacer uso de la fuerza para imponer su credo, éste sí fundamentalista.
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