El mercadeo de lo santo
| Pablo Heras Alonso.
El poder político adquirido por la Iglesia a partir del emperador Teodosio (347-395) fue formidable. Y en consonancia con ese poder, el enorme y suculento imperio económico que adquirió. La cercanía al poder –donaciones y asignaciones— le procuró a la Iglesia ese estatus de segundo estado dentro del estado. Ese fue el primer e importante paso hacia su gloria económica.
Pero durante siglos, y podemos comenzar en el VI por ejemplo, en la Iglesia se compraba y se vendía todo. Obispos, cardenales y papas o bien compraban sus cargos o bien les eran asignados por lazos familiares o de nobleza. Y ellos a su vez, como resarcimiento por el coste ocasionado y por el beneficio seguro, lo vendían todo.
Vendían títulos hasta de señoríos civiles; se hacían pagar coronaciones de reyes, emperadores o altos dignatarios; cobraban por ceremonias del tipo más variado, particularmente las que hacían relación a hijos, nietos o sobrinos; por supuesto, todos los cargos desde los más ínfimos a los de rango muy elevado, se ofrecían al mejor postor; vendían también absoluciones de determinados pecados únicamente perdonables por penitencias crematísticas; también comenzaron a vender las canonizaciones, de ahí que las sociedades más potentes como eran las órdenes religiosas, se dotaran de santos y más santos, que a su vez y ante las gentes del pueblo o los gremios, resultaban sumamente rentables. Todo era objeto venal, donde destacó en este comercio un producto muy rentable, el de las indulgencias.
Dante Alighieri (1265-1321) tomó modelo de personajes castigados con el Infierno, 8º círculo, 3er foso, en algunos papas por venales, simoníacos y depravados. Los representa pataleando con la cabeza introducida en un agujero: Nicolás III [1277], Bonifacio VIII [1277-80] y Clemente V [1305-1314]. Más todavía, identifica a la Iglesia de su tiempo como la gran meretriz del Apocalipsis (17,3).
Pero no nos engañemos diciendo que “eran cosas del pasado”. Los servicios que la Iglesia ha ofrecido desde sus orígenes y ofrece hoy, que es todo lo relacionado con lo que llaman “negocio de la salvación”, sin dejar de lado el inconcreto término “salvación”, se ha centrado más en el “negocio”.
Dicen que todo operario ha de vivir del trabajo que realiza y según este axioma hoy se presenta una cuestión moral, si consideramos que la Iglesia es para muchos, tanto una religión cuanto una sociedad civil. Como sociedad religiosa sus servicios esenciales han sido concedidos de manera gratuita. Ha sido así durante siglos. ¿Por qué han cambiado las tornas en nuestro más cercano ámbito en las últimas décadas?
Precisamente por lo que decimos: es una sociedad también civil, una sobre dimensionada multinacional, con su jerarquía de cargos y sus miles de funcionarios que deben vivir del trabajo que realizan. Esto resulta ahora más claro en lo referido a órdenes y congregaciones religiosas, que viven directamente del trabajo que realizan.
¿Pero se pueden catalogar de simonía determinados servicios relacionados directamente con lo que llaman “salvación”? Lo decimos porque la Iglesia recibe estipendio por la impartición, por ejemplo, de los sacramentos: el bautismo se ha convertido en un acontecimiento social para los asistentes al mismo, cierto, pero no deja de ser el acto primero de pertenencia a la Iglesia; las primeras comuniones, un desmadre que son un remedo del matrimonio; otra fiesta, la confirmación, donde familiares y amigos colaboran con su óbolo; y no digamos las bodas, donde el alquiler del templo oportuno es considerable: donativo, flores, luces, alfombras, música, fotos…; incluso los funerales, en otros tiempos catalogados como de 1ª hasta 4ª, donde también el recuerdo del difunto se extiende a meses, incluso años posteriores, con el estipendio oportuno por misas de diversas clases, como gregorianas o cabo de año.
Se salvan de lo crematístico el sacramento de la penitencia, aunque, bien es verdad, está en franca decadencia. Tampoco la recepción del cuerpo de Cristo en el marco de la Misa, la Eucaristía, se presta al pago oportuno, aunque en muchas iglesias el momento del ofertorio suele suponer un venero de divisas importante.
La Iglesia, por otra parte, se beneficia de sus monumentos que en su tiempo fueron sufragados con las aportaciones de los fieles; también saca rédito de las enormes riquezas que atesora en museos, exposiciones o “edades del hombre”. Son fuente de ingresos los cepillos, las indulgencias, los cirios, los favores recibidos por tales o cuales santos presentes en tal templo o santuario, las peregrinaciones… y las apariciones.
Muchos recriminan a la Iglesia que cobre por sus servicios, más que nada porque así “había sido siempre”: bautismos, comuniones, bodas, funerales, misas de sufragio, etc. ¿Qué decir? Creo que no es justo. Dado que la Iglesia presta sus servicios a determinado grupo social, lógico es que los beneficiarios corran con el sustento de quien se lo administra. Eso pensamos.