La religiosidad “verdadera”, tomando dicha “verdad” como “valor” no como certeza, extrae su virtualidad del aspecto “tremendo” y “misterioso” que la anima.
Si se despoja de ese elemento, se evapora: la religión, todas las religiones, están impregnadas de calígine; dicen que es un abismo al que hay que arrojarse; que es noche, yermo, tormento, desamparo, sequedad, hastío; hay estremecimiento y temblor; hay aniquilación, vaciamiento de sí mismo...
Estas palabras, tomadas lo mismo de los tratados místicos que del oficio de difuntos, no son meras palabras, son expresión y sentimiento: la cara del creyente en el cementerio; la faz doliente del penitente; la mirada al Cristo crucificado; la cabeza gacha del orante; la vida aperreada de tantos y tantos como han consumido su existencia en monasterios olvidados...