El poder de la Iglesia en España en siglos pasados.

El asunto del pasado día 18  (el poder de la Iglesia en España) podría dar lugar a muchos y voluminosos tomos que otras mentes más eruditas ya han iniciado. Los demás únicamente podemos bucear en libros de historia donde apenas si de soslayo aparece el tema en cuestión. Ya lo decía Sir Arthur Wellesley, vulgarmente conocido como Wellington: "En España el verdadero poder lo detenta el clero".

A raíz del motín de 1766, el famoso Motín de Esquilache, las órdenes religiosas fueron acusadas de lanzar a "sus" turbas contra la administración reformadora. Los motivos de las turbas eran claros y alguien tenía la culpa. Siempre se buscan cabezas de turco: por una parte, los ministros acusaron a los Jesuitas; por su parte la Iglesia y la plebe, azuzada por ella, a los ministros masones, librepensadores y descreídos.

Tanto el rey Carlos III como sus ministros tenían las ideas claras respecto al retraso secular de España y respecto a los males que la aquejaban. Uno de los males --llamémoslo más bien "rémora"--, precisamente era la Iglesia.

La Iglesia había penetrado en todos los aspectos de la vida social. Ser católico no sólo suponía profesar una fe individual, era el signo manifiesto de pertenencia a una sociedad determinada. Ser español era ser católico.

La pretensión del escritor, viajero y filólogo George Borrow (1803-1881) de vender Biblias de puerta en puerta --¡Biblias protestantes! -- se consideró una amenaza a la misma sociedad o, de manera misericorde, un signo de excentricidad. "¡Este hombre está loco!"

Hoy la existencia de organizaciones como "Cáritas" es un alegato de los defensores de la Iglesia en propagandas dirigidas a conseguir el favor público. Si hoy lo es, hace dos siglos lo era en una escala infinitamente superior. La pobreza y la miseria eran las condiciones normales de la gente del campo y de los obreros.

Dirán que alguien se tenía que ocupar de los pobres: ¡desde luego! Pero no la Iglesia: ésta debiera haber urgido al poder político a poner remedio... La asunción del pobre no pasa por darle de comer, es necesaria una política real encaminada a promocionarle. Es la eterna fábula de "El pez y la caña". Pero a la Iglesia le han interesado siempre los pobres.  

Y esta política es la que pretendieron llevar a cabo los ministros de Carlos III, decididos a recortar el poder de la Iglesia (incluso, en la perspectiva de siglos posteriores, por regeneración de la misma Iglesia) y elevar la cultura del pueblo. Lógicamente fueron denigrados por la Jerarquía... ¡y por el pueblo!

La pobreza y la mendicidad era un arma poderosa en manos de la Iglesia. Ella tenía, además de la educación, el monopolio de la "beneficencia pública".

Pero hay que anotar un hecho importante, grave lacra en el hacer de la Iglesia: su prodigalidad,  el desorden con que distribuía sus recursos. Dilapidaba recursos a manos llenas. Las ingentes riquezas que poseía y que allegaba, prácticamente no producían nada y lo que distribuía a los pobres eran migajas en comparación a los bienes de que disponía.

La mayor parte iba destinada a gastos suntuarios y al mantenimiento de un ejército de beneficiados, canónigos, obispos, sacerdotes con o sin beneficio, miembros de órdenes menores... Y, sobre todo, el coste ingente que suponía la existencia de miles y miles de monasterios y conventos.

Frente a tanto beneficio, los párrocos rurales, mal pagados y peor formados, se erigieron en héroes reformadores, precisamente porque se les veía englobados en la pobreza general de las clases bajas y porque, en un país de analfabetismo generalizado --“en el país de los ciegos...”--, ellos, aunque poca, tenían cierta cultura.

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