El sentido común y la perfección. Vida normal frente a vida perfecta.

¿En qué apartado de la vida, de la personalidad, de la razón o del discernimiento se puede entender que haya tanta gente dando pábulo a doctrinas imposibles de digerir? ¿Es que la gente que cree en todo aquel caudal dogmático sacro que desde niño le han venido inculcando y da su asentimiento a todo lo que le dicen en las cátedras homiléticas, ha dejado de pensar? 

Cada vez tengo más clara esta dicotomía irreductible en que se divide la humanidad, a saber, creencia o sentido común, deduciendo la enorme irracionalidad que supone profesar o proferir consignas dogmáticas sintetizadas en cualquier catecismo. Más aún, deduzco incluso un deterioro o un estancamiento de la evolución de la especie humana que no ha superado el nivel acrítico y todavía no ha llegado a regirse, cada individuo, por sí mismo.

Ya, sí, lo de siempre: el creer y el razonar caminan por sendas paralelas. Ambas con su propia idiosincrasia y validez epistemológica. Para los creyentes el creer es tan válido, tan personal, tan humano… como el razonar. Además, creer en ciertos valores, en ciertos personajes y en ciertas enseñanzas genera un estado de espíritu que induce a conductas dignas de encomio y alienta a las buenas acciones.

Esta última consideración se podría admitir, con una salvedad importante, que la búsqueda de ese aliento emocional no  tiene nada que ver con lo que es el fundamento  de la doctrina cristiana base de la credulidad que, en  esencia, es la resurrección de Cristo en la que hay que creer. Además credulidad y normalidad tienen necesariamente aspectos vitales entrelazados dado que siempre hay aspectos, situaciones de la vida e incluso litigios jurídicos en que credulidad y racionalidad se entremezclan o chocan. Así, credulidad y racionalidad no son mundos impermeables, más que nada porque ambos tienen su asiento en la persona.

Credulidad y racionalidad no son, pues, tan impermeables por dos razones fundamentales. Primero, porque la economía no puede desligarse de la vida, porque también los creyentes tienen que comer, habitar en algún lugar, cumplir con el trabajo del que reciben un salario “injusto”… Y la economía impregna tanto las creencias como las razones. Y precisamente la economía es la ciencia y el ejercicio más racional del hombre.  Pero hay otra razón que tiene que ver con tener claro dónde lograr la perfección del individuo.

Los creyentes se apuntan a creer lo que sea, con el sano propósito de llegar a la perfección, es decir, de alcanzar la santidad. Loable propósito, aunque aquí comienzan las discrepancias. Suponemos buena intención en la inmensa mayoría: ayudar a los demás, cumplir a la perfección con su trabajo, ser siempre buenas personas, vivir en honradez y verdad, siempre alentados por un modelo, Jesús… o los santos intermediarios. Esta última coletilla es lo que diferencia a los creyentes del resto de las personas, que en su inmensa mayoría también son buenas personas: la imitación de Cristo.

Pero sigue habiendo muchos que no saben dónde se encuentra la perfección. Entre aquellos que viven zambullidos en el mundanal ruido, algunos, suponemos que pocos, cifran la perfección en acudir a misa todos los días, rezar antes de las comidas, recitar diariamente el rosario, proferir jaculatorias ante cualquier situación del día, estudiar lecturas espirituales y similares subterfugios. Y se sienten más que buenos. Por otra parte, piénsese en los consagrados al Señor, divididos en infinidad de carismas.

Siempre que considero estos temas me viene a la mente el encuentro de Jesús con el joven que quería ser perfecto. Para ser bueno, le dijo Jesús, hay que cumplir los mandamientos (los que aparecen en el Antiguo Testamento, no los elaborados por la Iglesia). Y para ser perfecto, Jesús le sugiere, primero, vender cuanto tiene, luego dárselo a los pobres y, finalmente, seguirle.

Para el joven, con seguridad, Jesús no dejaría de ser un profeta más de los que tanto abundaban en Galilea o Judea. Quizá por encima de los demás, pero en el fondo y en la forma, un predicador más, con un mensaje trufado de irredentismo político. ¿Qué tenía que hacer? ¿Lo que hicieron los apóstoles, que dejaron sus negocios o que abandonaron a sus  familias?

¿Qué quiere decir ese “ven y sígueme”? Ni la misma Iglesia ha sabido dilucidar o concretar, a lo largo de la historia, las múltiples posibilidades de lo que eso quería decir… eso sí, sin contrariar a la naturaleza y coadyuvando al progreso humano. Ha tomado el rábano por las hojas  interpretando el “sígueme” como sinónimo de encerrarse en un eremitorio o en un convento, y cuanto más de clausura, mejor y más “santificante”. Absurdo.

Fácil era en otros tiempos emprender ese camino, cuando los conventos se llenaban de advenedizos que buscaban “la religión” como refugio seguro. Conventos que se nutrían de dádivas y concesiones reales o nobiliarias de tierras y siervos a su servicio; y cuando no, con limosnas e impuestos destinados a ellos.

Hoy los conventos de clausura, los más fervorosamente dedicados al culto, meditación y oración –contemplación de Dios y sus misterios--, especialmente los de rama masculina, están en franca desbandada. Conozco el de los camaldulenses del convento de Herrera, situado en el límite con la Rioja junto al Ebro, en la provincia de Burgos. Doce eremitorios (casas) donde, cuando yo lo visité, vivían seis “camáldulos”. Hoy creo que son más: cultivan las tierras, elaboran quesos, alquilan sus tierras y poco más. El resto del día, a la contemplación y al recitado de mantras.

Por la parte femenina, las monjas han buscado el sustento gracias a la esmerada elaboración de sus riquísimos dulces, al trabajo de huertas y animales domésticos, a la confección de lujosos bordados o a tareas informáticas para algunos bancos. Llevan, pues, vida normal, como cualquier persona que vive de su propio trabajo. Aun así, en la mayor parte de los conventos sus miembros son de edad muy avanzada.

Y pensando en esa dedicación plena a la “contemplación”, ¿se puede decir que “eso” es “vida de perfección”? Un sector de la Iglesia, fieles incluidos, sigue pensando que sí. Los demás vemos vidas truncadas, improductivas, alejadas de la sociedad en la que el hombre consigue su perfección.

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