Puestos en manos de nuestra propia decisión

El Vaticano II hizo suyos los justos anhelos del mundo moderno: la dignidad humana exige que cada uno actúe según le dicta su propia conciencia; hombre y mujer modernos está reclaman libertad de la que están dotado por ser imagen de Dios. Este reconocimiento implica un cambio cualitativo en la mirada de la Iglesia sobre el mundo y plantea serios interrogantes.

Pío IX en 1864 rechazó errores del mundo moderno, pero no destacó aspiraciones legítimas de inmanencia y subjetividad que iban más allá de los errores a la hora de realizarlas. Deseando ser él mismo, el hombre moderno rechazó una trascendencia que se le imponía desde arriba y desde fuera ahogando su autonomía y su libertad. El Vaticano II ha discernido y proclamado que los anhelos de autonomía y libertad que respiran los seres humanos son justos, y no se debe ir contra ellos, si bien el reconocimiento de su valor no excluye la crítica cuando sea necesaria.

Si los seres humanos hemos sido puestos en manos de nuestra propia decisión y tenemos la obligación de seguir nuestra conciencia, quiere decir que ya no vale una moral prioritariamente normativa y preceptiva donde la subjetividad nada cuente o se someta sin más a lo mandado. El silenciamiento de la propias conciencias hace de las personas esclavos; por muy cumplidores que sean no dejan proceder en la esclavitud. Un esclavo puede ser muy buen esclavo aceptando sin más todo lo que le diga el amo; pero no deja de ser esclavo. Y el Dios revelado en Jesucristo no quiere esclavos sino hijos libres para amar.

Todavía hoy muchos cristianos siguen funcionando con una moral de obligaciones y cumplimientos. El evangelio sugiere más bien una moral de libertad y felicidad: el que descubre un tesoro escondido en un campo, “con gran alegría”, vende todo lo que tiene para comprar el campo donde está el tesoro. El relieve de la subjetividad y los anhelos de autonomía que caracteriza nuestro tiempo pueden ser un signo del Espíritu para recuperar la moral evangélica de la gracia que tan bien expusieron Agustín de Hipona y Tomás de Aquino.
Volver arriba