VALORACIÓN ECLESIAL DE LOS GRUPOS PARTIDISTAS

La legitimación de su existencia

“Pablo llevó el bautismo a los corintios.  Pero estos no fueron bautizados en su nombre, sino en el de Cristo, el Crucificado, y pertenecen a aquel en cuyo nombre fueron bautizados. Y por eso, ni siquiera el nombre de Pablo, que fundó la comunidad, debe convertirse en nombre de partido o bando alguno”.

El papa Francisco, en su homilía en Santa Marta el 4 de mayo de 2020, se refirió a “ese espíritu”, que “siempre hay en la Iglesia”: ‘nosotros somos los justos, los demás los pecadores’. Y esa es una enfermedad de la Iglesia, un mal que nace de las ideologías o de los partidos religiosos”.

Tratándose de una valoración eclesial, de una realidad que actúa en el seno de la comunidad cristiana, la personal no es la única perspectiva y, por supuesto, tampoco la más recomendable. Nunca debemos perder de vista el ‘bien de la Iglesia’, el bien colectivo de todo el pueblo de Dios.

Este es el gran milagro de Jesús. A nosotros, esclavos del pecado, nos hizo libres”, nos curó” (Francisco).

No puede negarse que la libertad de los hijos de Dios funda y ampara necesariamente una diversidad de sensibilidades en los fieles y en las distintas Iglesias.

Los partidos o grupos en la Iglesia, “no deben ser, como subraya Küng, contrapuestos de manera excluyente”.

Hay ideas y posturas que crean división, y llega a ser más importante la división que la unidad: es más importante mi idea que el Espíritu Santo que nos guía(Francisco).

Existe, pues, un claro límite y una condición de ejercicio, que no se puede traspasar. Ésta es la unidad, que, por supuesto, es más importante y  prioritaria a la división  y a la exclusión.

No se debería confundir la crítica al poder jerárquico con la lealtad al mismo. Para mí, es más leal ‘el crítico’ que ‘el foro’.

4.10.2020 | Gregorio Delgado del Río catedrático

En la primera entrega (1), me hice eco del fenómeno en sí, especialmente activo en este pontificado del papa argentino. En esta otra entrega, valoraré la legitimidad de dichos grupos partidistas así como  las exigencias del límite infranqueable de la unidad.

  1. ¿Su existencia es legitima?

Con Hans Küng (2), se puede recordar que “el fenómeno no es nuevo: ya en la Iglesia primitiva existían partidos  o banderías”. San Pablo (1Cor 1, 11-16) advierte a la comunidad de Corinto respecto de la divisiónen su seno en grupos rivales: “Me he enterado, hermanos míos, por los de Cloe, que existen discordias entre vosotros. Me refiero a lo que anda diciendo cada uno: yo por Pablo, yo por Apolo, yo por Cefas, yo por el Mesías”.

Pablo, al estimar que tal conducta no es buena para la comunidad, se ve en la necesidad de pronunciarse, de tomar partido. ¿Por quién opta? ¿Acaso por Pedro,  pues Cefas es la ‘roca’ sobre la que está construida  la Iglesia?  Por ninguno de ellos, ni siquierapor sus partidarios   (por él mismo). Pablo “no quiere que los grupos dependan de una persona ni conviertan a esa persona, que no fue sacrificada por ellos ni tampoco es aquel en cuyo nombre han sido bautizados, en su programa” (Küng, op.cit.). En efecto, “Pablo llevó el bautismo a los corintios.  Pero estos no fueron bautizados en su nombre, sino en el de Cristo, el Crucificado, y pertenecen a aquel en cuyo nombre fueron bautizados. Y por eso, ni siquiera el nombre de Pablo, que fundó la comunidad, debe convertirse en nombre de partido o bando alguno” (Küng, op. cit.). ¿Qué lección se puede extraer de la enseñanza de Pablo para los diferentes partidos confesionales existentes ahora mismo en la Iglesia?

El papa Francisco (3), en su homilía en Santa Marta el 4 de mayo de 2020, se refirió a “ese espíritu”, que “siempre hay en la Iglesia”: ‘nosotros somos los justos, los demás los pecadores’. Este ‘nosotros y los demás’, ‘nosotros y los otros’, las divisiones: ‘Nosotros tenemos la posición justa ante Dios’. En cambio, están ‘los otros’. Se dice incluso: ‘Son los condenados’. Y esa es una enfermedad de la Iglesia, un mal que nace de las ideologías o de los partidos religiosos”.

¡Qué gran verdad! La Iglesia está aquejada de una muy peligrosa enfermedad (la división), que afecta a demasiados de sus miembros. ¿Una verdadera pandemia?  Es posible. En todo caso, nace, al decir del papa Francisco, de “las ideologías o de los partidos religiosos”, que, en este momento, se manifiestan en la vida de la Iglesia con una especial virulencia. ¡Todo, por otra parte, un auténtico espectáculo, no, precisamente, edificante  ni evangélico! Así, es obvio, no puede crecer el cristianismo, pues tal situación no es atractiva para los que están fuera del mismo. ¿Qué se puede concluir de las reflexiones de Francisco respecto de los referidos partidos confesionales?

De entrada, creo que es obligado no pasarlas por alto. Sería muy necio mirar para otro lado. La situación es la que es. Todos los días lo comprobamos. Se pueden, como suele hacerse, alegar ‘supuestas’ motivaciones  o razones para su promoción, apoyo y mantenimiento. Cada cual es muy libre de posicionarse como estime oportuno. Incluso, es fácil que muchos crean  que su actuación está revestida de muy buena intención, convencidos de estar en lo cierto y seguros, en consecuencia, de que vienen hasta obligados a posicionarse como lo hacen. No lo dudo ni deseo entrar en valoraciones que afectan a la intimidad de la intención de cada cual.

Pero, en todo caso y al mismo tiempo, pienso que no se ha de excluir la posibilidad de ver y valorar las cosas desde otras perspectivas diferentes a la estrictamente personal. Tratándose de una valoración eclesial, de una realidad que actúa en el seno de la comunidad cristiana, la personal no es la única perspectiva y, por supuesto, tampoco la más recomendable. Nunca debemos perder de vista el ‘bien de la Iglesia’, el bien colectivo de todo el pueblo de Dios.

Llegados a este punto, surge la pregunta esencial: ¿Tales grupos o partidos confesionales son lícitos o legítimos en la Iglesia? ¿En base a qué o con qué fundamento? ¿Es pensable formular ciertas condiciones cuyo cumplimiento efectivo les haga lícitos o legítimos?

  1. La libertad de los hijos de Dios

Creo sinceramente que cualquier intento serio de respuesta a las preguntas formuladas ha de partir de la afirmación de la propia identidad del cristiano. A este respecto, Francisco, en su homilía matutina del 4 de julio de 2013 (4), subrayó una realidad un tanto olvidada por el estamento jerárquico, a saber: “Si existiera un ‘documento de identidad’ para los cristianos, ciertamente la libertad sería un rasgo característico. La libertad de los hijos de Dios  es el fruto de la reconciliación con el Padre obrada por Jesús, quien asumió sobre sí los pecados de todos los hombres y redimió el mundo con su muerte en la cruz. Nadie nos puede privar de esta identidad”. Y termina su homilía así: “Este es el gran milagro de Jesús. A nosotros, esclavos del pecado, nos hizo libres”, nos curó. “Nos hará bien pensar en esto. Jesús nos abrió las puertas de casa, nosotros ahora estamos en casa. Ahora se comprende esta palabra de Jesús: “ánimo hijo, tus pecados están perdonados”. Esa es la raíz de nuestra valentía: soy libre, soy hijo, el Padre me ama y yo amo al Padre” (5).

Por otra parte, podemos también traer a colación estas palabras de Pablo: “Para que gocemos de libertad, Cristo nos ha hecho libres; manteneos, pues, firmes y no os dejéis sujetar al yugo de la servidumbre” (6).

Frente a cuanto ocurría con anterioridad, “el concilio, como subrayó Congar (7) al poco tiempo de su conclusión, ha reconocido que la Iglesia no tiene respuesta para todo, que no es tan monolítica, que como mínimo admite en su seno diversas opiniones”. Y, aunque éstas fueron yuguladas, en gran parte, durante los pontificados ‘restauracionistas’ de  Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto VI, no puede negarse que la libertad de los hijos de Dios funda y ampara necesariamente una diversidad de sensibilidades en los fieles y en las distintas Iglesias. A partir de aquí, se puede hablar de pluralismo en el interior de la Iglesia, en la expresión de la propia vivencia y experiencia de vida cristiana  y en los diferentes grupos e iglesias en que se articula orgánicamente. Todo ello, si bien todavía es un reto a elaborar por los teólogos y juristas, debe dar lugar a la existencia de una verdadera opinión pública crítica (8) en el seno de la Iglesia.

En este marco de coherencia con la identidad del cristiano, pudiera pensarse que los referidos grupos confesionales en la Iglesia vienen amparados y justificados sin reproche alguno. Prohibirlos o tacharlos de ilícitos significaría ‘reprimir’ o ‘restringir’ la libertad de los hijos de Dios. Para afirmar su licitud y legitimidad,  es preciso, no obstante, despejar antes otra incógnita: la de las posibles condiciones de su ejercicio.

  1. Las condiciones de su ejercicio

Sin duda alguna, los partidos o grupos en la Iglesia, “no deben ser, como subraya Küng (9), contrapuestos de manera excluyente”. Criterio muy válido a la hora de legitimar su existencia y actuación. “¿Está dividido Cristo? ¿O ha sido Pablo crucificado por vosotros o habéis sido bautizados en su nombre?, nos dice Pablo  (1Cor 1, 13). “¡No, ni siquiera Cristo, el Señor, debe ser utilizado como escudo por un partido o bando que quiera batallar con él contra otro partido en una y la misma Iglesia” (Küng, op. cit., pág. 301).

La diversidad, como parece obvio, es positiva y es riqueza en cualquier grupo organizado. También, sin duda, en la propia Iglesia. Pero, “no la diversidad irreconciliada de la mera yuxtaposición o contraposición, sino la diversidad reconciliada de unos con otros” (10). A partir de aquí, no se puede ni se debe, en efecto, alegar absolutamente nada contra los diferentes acentos, sensibilidades, opiniones y matices singulares en las distintas Iglesias o en los fieles individuales. Todo ello es positivo y es riqueza. Todo ello “es bueno si no se entiende en sentido excluyente, si no se utiliza en contra de los otros, si está al servicio de Cristo, que es el Señor de la Iglesia y de todo lo que la constituye, de todo lo que ella es y nunca puede dejar de ser” (11).

Fijado el anterior criterio de actuación, tanto individual como colectivamente, el resto pertenece a la valoración oportuna de quien actúa, bien de modo individual, bien colectivamente. Cada cual, al actuar como individuo o como grupo, viene obligado a discernir su concreta actuación, a valorar si lo que haceo dice se sitúa, al margen de su concreta intencionalidad individual, como contraposición y como exclusión del otro (individual o colectiva o grupalmente). Cada cual ha de saber que, al insistir de hecho, precisamente, en validar y utilizar formas de separación y división o de exclusión irreconciliada, está actuando de modo ilegítimo, no actúa de modo lícito. No valen excusas ni pretextos. El buen cristiano no puede pretender sentar criterio o cátedra para los demás y a la vez ignorar aspectos tan elementales para la vida de la Iglesia. Dicho en román paladino, creo, sinceramente, que quien se mueva en su vida cristiana por los precedentes derroteros ha de hacérselo mirar, ha de revisar y someter a juicio su actitud y posición en la comunidad o en la Iglesia. Lo contrario es dar palos de ciego o mear fuera del tiesto.

Abundando en todo lo anterior, quiero recordar la posición clara del papa Francisco (12): Hay ideas y posturas que crean división, y llega a ser más importante la división que la unidad: es más importante mi idea que el Espíritu Santo que nos guía. Hay un cardenal emérito que vive aquí en el Vaticano, buen pastor, que decía a sus fieles: ‘La Iglesia es como un río. Algunos están más de esta parte, otros de la otra parte, pero lo importante es que todos estén dentro del río’. Eso es la unidad de la Iglesia. Nadie fuera, todos dentro. Y con sus peculiaridades: eso no divide, no es ideología, es lícito. Pero, ¿por qué la Iglesia tiene esa amplitud del río? Porque el Señor la quiere así”. ¡Perfecto!

Existe, pues, un claro límite y una condición de ejercicio, que no se puede traspasar. Ésta es la unidad, que, por supuesto, es más importante y es prioritaria a la división  y a la exclusión. Todos dentro (Mt 22, 1-10). Todos somos llamados. “A todos. Grandes y pequeños, ricos y pobres, buenos y malos. Todos. Ese ‘todos’ es la visión del Señor que vino por todos y murió por todos. ‘¿Y también murió por aquel desgraciado que me ha hecho la vida imposible?’. También murió por él. ‘¿Y por aquel bandido?’: murió por él. Por todos. E incluso por la gente que no cree en él o es de otras religiones: murió por todos” (13). Lejos de exhibir la capacidad de división (siempre fácil) hay que sacar a relucir “esa capacidad constructiva. Tenemos un solo Redentor, una sola unidad: Cristo murió por todos” (Francisco, Ibidem).

Merece la pena completar el circulo con unas palabras de Küng: “El ministerio petrino, por mucho que pueda ser roca para la Iglesia, su unidad y cohesión, no debe convertirse en criterio por excelencia para determinar dónde está la Iglesia” (14). Por tanto, ni antes ni ahora, está justificado actuar contra la unidad (división, exclusión) con el pretexto de propiciar orientaciones eclesiales del Papa reinante o con el pretexto de atacar a quienes no las suscriben. Esto es especialmente aplicable ahora a los ‘franciscanistas’. Todos deberíamos practicar más la caridad o ser consecuentes con el hecho de que todos somos hermanos en Cristo. No se hace. Al contrario, con frecuencia nos olvidamos clamorosamente de amar al otro, al diverso, de respetar sus derechos.

Quiero terminar estas reflexiones con otras palabras de Küng, que debieran hacernos pensar a todos. No se debería confundir la crítica al poder jerárquico con la lealtad al mismo. Son éstas:“Existe un camino consecuente  entre el conformismo y el escapismo, entre la adaptación sin críticas y el sectarismo hipercrítico  -aunque sea difícil de recorrer y sufra malentendidos por ambas partes-: el de la lealtad a la Iglesia con la cual uno se siente comprometido, pero una lealtad crítica en todo momento, que se manifiesta en una crítica leal. En este sentido, el compromiso  con una Iglesia y con su misión perjudica tan poco al teólogo crítico como al jurista crítico el compromiso con un Estado y con su Constitución. La lealtad y la crítica, el compromiso y la libertad, la simpatía y la falta de prejuicios, la fe y la razón, no se excluyen, sino se incluyen mutuamente” (15).

Gregorio Delgado del Río

NOTAS Y REFERENCIAS

  1. <https://www.religiondigital.org/libertad_en_todo-_gregorio_delgado/Bando-grupos-partidistas-excluyentes-Iglesia-Papas-iglesia-bandos_7_2262743712.html>.
  2. Siete papas. Experiencia personal y balance de la época, EditorialTrotta, Madrid 2018, pág. 299. En este punto, me parece muy clara la reflexión del teólogo suizo. La hago mía.
  3. <https://www.almudi.org/homilia-santa-marta/homilia/97574/todos-tenemos-un-unico-pastor-jesus>.

4.<http://www.vatican.va/content/francesco/es/cotidie/2013/documents/papa-francesco_20130704_libertad-hijos.html>.

  1. Ibidem.
  2. Gal 5, 1.
  3. La respuesta de los teólogos, Ediciones Carlos Lohelé, Buenos Aires-México 1970, pág. 12.
  4. Cfr. las opiniones de Johann Baptist Metz y Karl Rahner en la obra colectiva La respuesta… cit., págs.. 164-168. Cfr., en relación al pluralismo en la Iglesia de estos tiempos, Costadoat, J., Francisco ante el desafío del pluralismo, en  <https://jorgecostadoat.cl/wp/francisco-ante-el-desafio-del-pluralismo/> y Borghesi, M., La presencia de los cristianos en una sociedad pluralista,en http://www.paginasdigital.es/v_portal/informacion/informacionver.asp?cod=8127&te=19&idage=15342>. Asimismo es muy iluminador el discurso de Francisco a la Curia, 21 diciembre 2019, a propósito de los cambios de época que estamos viviendo: <http://www.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2019/december/documents/papa-francesco_20191221_curia-romana.html>.
  5. Siete papas … cit., pág. 300.
  6. Ibidem, pág. 301.
  7. Ibidem.
  8. <https://www.almudi.org/homilia-santa-marta/homilia/97574/todos-tenemos-un-unico-pastor-jesus>.
  9. Ibidem.
  10. Siete papas … cit., pág. 300
  11. A modo de introducción. La nueva fase del debate sobre la infalibilidad, pág. 32 al libro de Hasler, A.B., Cómo llegó el Papa a ser infalible. Fuerza y debilidad de un dogma, Editorial Planeta, Barcelona 1980.

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