Filosofía, arte y democracia, y ante todo espiritualidad El pueblo griego sigue defendiendo sus Termópilas
(Lucía López Alonso, Atenas).- Hay unos versos de Kavafis que se le hacen especialmente presentes al turista que visita el país griego hoy. "Porque rompimos sus estatuas, / porque los arrojamos de sus templos, / no por eso los dioses están muertos". Y es que el pueblo griego se despliega, a ojos del visitante interesado por tactear con morbo su crisis económica, como todo lo contrario a la desesperanza y el nihilismo: un pueblo con, por una parte, la fuerza de las creencias, y por otra, la dignidad del pasado -ese orden más grandioso del mundo, cuna del conocimiento- para afrontar el presente y apostar por el futuro con valentía y orgullo.
Lo que fue. El milagro de Grecia
Dicen los historiadores griegos que el milagro de Grecia fue el Siglo V, siglo en que la civilización de la Hélade, tras haber domesticado los olivos, construyó para sí al mismo tiempo la filosofía (es decir, la capacidad de pensamiento crítico y trascendente), la tragedia (es decir, la poesía) y la democracia (es decir, la libertad, quinientos años antes de Cristo). A la antigua Grecia le debemos la razón, el arte y la política occidentales: las llamadas "humanidades", esas tres diosas que crearon los humanos. Tres diosas a las que, no obstante, se las puede herir.
Cerca de Atenas, el Santuario de Delfos, hogar en el que ardía una llama eterna, sigue mostrando en la actualidad, pese a hallarse en ruinas, su mensaje más certero: el equilibrio de una salud intelectual en un cuerpo que atiende a sus deleites. Y es que en Delfos, el santuario consagrado al dios Apolo, el que lo lucía todo, en invierno, como el dios, identificado con el sol, se iba, los sacerdotes sustituían su imagen por la de otro dios, Dioniso.
Precisamente el dios del orden y la armonía, el dios-profeta del oráculo, tanto cabeza de las musas como padre de la medicina, daba paso al dios del caos concupiscente y los excesos sexuales. Así los griegos aprendieron que nada era bueno en exceso; que había que saber conjugar lo apolíneo y lo dionisíaco ("ten miedo a las grandezas, alma mía", dicen de nuevo unos versos de Kavafis). Aprendieron la templanza pero sobre todo la tolerancia. Apolo y Dioniso, hermanos, se turnaban el altar. Compartieron el Olimpo con respeto e impavidez, hasta que el emperador Teodosio prohibió el culto a los dioses paganos. Y entonces empezó la otra historia: la de los cismas, los odios y las guerras religiosas con armas superiores.

A la entrada del santuario, sin embargo, la fuente Castalia, donde se bañaban para expiarse los que llegaban a Delfos tras una larga peregrinación para hacerle una ofrenda al dios, también sigue recordando que el agua fluye por la conciencia de los grupos religiosos de todo el mundo, desde la entrada de una mezquita al santuario de Nuestra Señora de Lourdes, pasando por las fuentes sagradas y dioses de la lluvia de las culturas amerindias. Que el agua sirve para perdonar y que, quien se conoce a sí mismo, como aconsejaron los sabios griegos, cuando se mira en su reflejo entiende que la línea de los ojos es la línea divisoria de las aguas, como escribió Giacometti: "Ya no entiendo nada de la vida, ni de la muerte, ni de nada".
Lo que es. Grecia tras el suicidio de la esfinge
Igual que la mítica esfinge de Tebas cuando Edipo, el rey más desgraciado de la Argólide, descifró su enigma, han sido muchos los griegos que, desde el comienzo de la recesión, se han rendido a la tristeza. Las cifras de suicidios nos han estremecido a través de la prensa. Y, más recientemente, las colas en los cajeros, los supermercados desangelados, los mendigos repartiéndose los rincones de unas calles garabateadas de protestas. Sin embargo, no existen en la lengua griega, firme como una esdrújula desde hace tres mil años -desde Sócrates- palabras frías que indiquen derrotismo.
Es cierto que no circula moneda, que no tienen efectivo. Que, como dice la leyenda, cuando Dios creó el mundo le sobraron piedras y las soltó todas sobre Grecia, haciendo que el país, sin agua ni demasiada fertilidad, se vea dependiente de la importación para adquirir todo lo que no puede desarrollar mientras se aferra al turismo, su industria sin chimeneas. Es cierto, en fin, que Grecia, país que en la actualidad tiene poco más de doce millones de habitantes, pasó de tener doscientos mil funcionarios en 1981 a un millón ciento cincuenta mil en 2010 y que seguramente vaya a ser difícil contrarrestar ahora las secuelas de esa corrupción, de esa distribución desigual e injusta. Pero no es menos cierto, en absoluto, que el pueblo griego es un pueblo luchador, trabajador y, sobre todo, honesto.

Quien pasea por las calles de Atenas lo comprueba. Desde los comercios te saludan con el kalimera en la sonrisa. La gente griega es bella porque es buena. Porque para los griegos esa palabra (kalós) siempre ha tenido los dos significados sólidamente fundidos. Lo exterior en comunión con lo interior, porque nada da igual. Las korés del Museo de la Acrópolis, los atletas, el moscóforo y todas esas esculturas que ahora son emblemas de la Historia del Arte occidental, en su momento no sólo fueron algo estético, sino que fueron signos de espiritualidad: poderosos exvotos que se depositaban con devoción en los tesoros de santuarios como el de Delfos. Imágenes a través de las que pedir o dar gracias a los dioses... Desde los comercios te despiden con el eukaristós en la sonrisa. Dar las gracias. Eucaristía.
Belleza, bondad, verdad. En Grecia no hay analfabetos. La educación siempre fue su cruzada social. La enseñanza es de calidad y gratuita (incluso el Estado cubre el coste de los libros) en el país del que surgió lo mejor que el hombre ha dado de sí mismo. Porque si se nos enseña, superamos cualquier meta. Filosofía, técnica, política, moral. Y, sin embargo, lo más emocionante de los griegos es que, aun siendo hijos de Apolo, Atenea y sus filósofos; del advenimiento del derecho civil, la racionalidad y los aspectos superiores de la cultura; de, en fin, todo lo logrado por el ser humano después de colocarse en el centro del universo, jamás han dejado de lado la espiritualidad más primordial: el Partenón, en la ciudad alta, convive con las pequeñas capillas ortodoxas, de planta centralizada, distribuidas por toda la ciudad baja. Precisamente por filósofos, por filántropos, los griegos nunca han abandonado su necesidad de sentido existencial; de dioses, de parnasos, de masallás.
Dicen, en definitiva, que se puede considerar griego a todo aquel que hable el idioma y se santigüe empezando por la derecha. La fe ortodoxa, que sólo se diferencia de la católica por el dogma del Espíritu Santo, aunque el Papa excomulgó al patriarca de Constantinopla, es parte del patrimonio cultural del pueblo griego. Y así, incluso en la Santorini cicladita, la que ofrece todos sus puertos a los turistas ("que los frívolos me llamen frívolo", escribió nuestro poeta), se pueden distinguir en la línea horizontal del panorama de casas azules y blancas muchas cúpulas coronadas de cruces. Son antiguas capillas familiares: en Grecia, aunque ya no se utilicen para el culto, no se destruyen las iglesias. Ninguna. Para ellos son la entrada de Cristo en la tierra. Y las colocan, reproducidas a escala de un ramo de flores, en las carreteras para conmemorar el fallecimiento de un ser querido en un accidente. Son, sin duda, un pueblo profundo que además lo demuestra.
Un pueblo bello porque la mejor belleza es la de sentirse bello por saberse bueno. Un pueblo capaz de seguir haciendo poemas en medio de la crisis del euro. Un pueblo que ha dicho que sí a un partido de izquierdas para decir que no a la humillación de los que quieren incluso comprar sus cariátides.
No van a conseguirlo. El pueblo griego, como escribió Kavafis, no va a cesar en el esfuerzo de mantenerse digno, porque se ha obstinado en su honor: "Honor a quienes en su vida se han marcado / el defender unas Termópilas".
