"Cuando los más necesitados del mundo nos reclaman los derechos de su dignidad y cuidado" ¿Hasta dónde llega la bondad humana sin Dios?

¿Hasta dónde llega la bondad humana sin Dios?
¿Hasta dónde llega la bondad humana sin Dios?

"'Sin miedo no puede haber fe. El que no teme al demonio, ya no necesita a Dios', escribe Humberto Eco… Y tiene razón, un parte de razón, al referirse a la experiencia del mundo occidental… Pero que ya ni de lejos representa la razón sin más"

"Y es que si quien no teme al demonio, ya no necesita a Dios, hay que reconocer la otra cara del dilema: sin aprecio por Dios cuesta mantener el dolor y amor hacia el ser humano"

"Mucho más interesante ahora es la pregunta de ¿cuándo el demonio que sale a patadas por la puerta, al dejar de amar a Dios, entra por la ventana con la forma de situaciones endemoniadas del vivir en común?"

"Sin Dios, es fácil que nos falten razones para ser tan justos como la vida requiere; y tan generosos, menos todavía. Es la otra media verdad del caso. Yo le daría una vuelta"

“Sin miedo no puede haber fe. El que no teme al demonio, ya no necesita a Dios”, escribe HumbertoEco en una sentencia que reúne con claridad meridiana el núcleo de la cultura moderna. Y tiene razón, un parte de razón, al referirse a la experiencia del mundo occidental. Este es el modo como nos vivimos la gran mayoría de los hombres y mujeres que hemos asimilado las ilustraciones recientes.

Acostumbrados a escucharlo, cultivados en el optimismo intelectual de la modernidad, podríamos encontrarnos cómodos conversando del tema en el bar o en la calle. Con la jerga más elaborada, o con el sentido común de las verdades compartidas, es fácil proseguir su explicación. Es fácil, y sería más exacto decir que era fácil.

Imbuidos de una idea tan positiva de la modernidad, todavía ayer la máxima de Eco, “sin miedo, no necesitamos a Dios”, apenas dejaba espacio para añadir que tal es una parte de la verdad, que tiene una parte de razón, pero que ya ni de lejos representa la razón sin más. Y es que si quien no teme al demonio, ya no necesita a Dios, hay que reconocer la otra cara del dilema: sin aprecio por Dios cuesta mantener el dolor y amor hacia el ser humano. Cuál sea ese Dios, cómo sea ese Dios, son preguntas que siguen ahí, pero el aprecio del ser humano, el aprecio absoluto por su dignidad incondicional, la propia de su condición de persona y no cosa, esa experiencia sufre, sin Dios, como un material expuesto a la fatiga.

Es muy clásico contarlo así, a palo seco, sin reparo sobre el ser humano en la comunidad de vida con todo lo creado. Está mejor expuesto en la Laudato si’, una encíclica social (2015) que se hace eco de esta idea casi universal sobre la vida en común de todos y todo en la madre Tierra.

Mucho más interesante ahora es la pregunta de ¿cuándo el demonio que sale a patadas por la puerta, al dejar de amar a Dios, entra por la ventana con la forma de situaciones endemoniadas del vivir en común?

Hay tres casos que me interpelan y que proceden con la misma lógica y experiencia. La universalmente conocida parábola del buen samaritanolo plasma con belleza narrativa y ética insuperable. Son los humanos en peores condiciones de existencia los que cuestionan a fondo mi vida segura y tranquila. Y ahí, la primera interpelación endemoniada reclama mi interior para que calle y oculte la pregunta que Dios reclama desde esos desvalidos, ¿por qué tienes que sentirte obligado en tu vivir por su desgracia y necesidad? Evidentemente, la pregunta suena a latigazo cuando no hallas disculpa para diferenciar méritos de cada uno. A veces los hay, desde luego; juega la voluntad y el sacrificio, claro que sí, pero por millones son los casos en que la diferencia procede de un lugar de nacimiento casual o de una salud heredada, y entonces, al menos entonces, ¿por qué me he de sentir responsable junto a ellos? Sencillamente los más débiles cuestionan a fondo mi conciencia porque la dignidad es corresponsabilidad de familia. Pero esto sin Dios, ¿cuánto dura?

La segunda interpelación procede de los mismos desvalidos y excluidos de la vida, cuando piden no solo bienes tangibles para vivir y sobrevivir, sino ser tratados y cuidados con dignidad; es decir, ya no gritan “necesito esto o lo otro para sobrevivir”, sino qué preguntan con el rango de una herida de daga, ¿cómo podéis seguir hablando de la dignidad humana, conmigo en estas condiciones infrahumanas a vuestro lado? Esta conciencia debería forzar a la filosofía contemporánea y a la política a esta pregunta:

¿hay una ideología más cínica que la que proclama la dignidad incondicional e igual de los humanos para quebrarla en estados, propiedades, alianzas, patentes, guerras, ocupaciones, fondos de inversión y paraísos fiscales?

El demonio ha vuelto por la ventana para impedir el afecto a Dios, el demonio vuelve a estar dentro de uno mismo. La tercera interpelación nos la provoca el mismo sujeto personal y colectivo, la voz de los sin voz, la voz de la fragilidad hecha silencio y sombra de progreso. Es cuando lo más tirado del mundo reclama lo suyo, lo que le pertenece sin regalo ni merma de esfuerzo personal, pero lo suyo. Si tú no vivieras así, si moderaras tus necesidades a la medida de tu igualdad de persona entre iguales y en el mismo hogar, la Tierra, vienen a decir, si reconocieras en mí la dignidad que reclamas para ti y los tuyos, pronto habría ocasión de que los pobres, desvalidos y extranjeros no te molestarán de manera insoportable.

Es cierto, y es más viejo que yo mismo decir que nada de esto requiere el aprecio de un Dios que nos ama. No lo exige, yo también lo he dicho, ni prueba todo ello su existencia, no lo he añadido, pero si no temo al demonio, sigo necesitando a Dios. En las experiencias éticas más al límite, cuando los más necesitados del mundo nos reclaman los derechos de su dignidad y cuidado, sin Dios, es fácil que nos falten razones para ser tan justos como la vida requiere; y tan generosos, menos todavía. Es la otra media verdad del caso. Yo le daría una vuelta.

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