"Sobre la dignidad igual en el conocimiento moral" José Ignacio Calleja: "El cristianismo tiene que romperse la cabeza por dar cuenta razonable de su visión del ser humano como personalismo solidario"

Moral
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"Entre tantas discusiones de calado sobre derechos humanos como estamos viviendo, se dice que nos atengamos a una moral civil de mínimos y ella nos resolverá todo"

"Para ello, primero hay un razonar que todos podamos entender y, además, una concepción de ser humano como persona, no cualquier ocurrencia"

"Pero en el argumentar creyente, de la razón iluminada por la fe, ella sabe que incorpora una vía de conocimiento "moral" que no puede hacerle abandonar el razonamiento común a los humanos"

"Por eso insiste tanto el catolicismo, por ejemplo, en las razones de antropología común al defender un no a la eutanasia o al aborto"

Entre tantas discusiones de calado sobre derechos humanos como estamos viviendo, se dice que nos atengamos a una moral civil de mínimos y ella nos resolverá todo. Pero descrito el problema en los límites de unas líneas, esa moral de mínimos sabemos que tiene que ser de justicia. No es cualquier cosa, ella aspira a ser justa; y ¿cómo? Primero hay un razonar que todos podamos entender y, además, una concepción de ser humano como persona, no cualquier ocurrencia. Le llamo un personalismo solidario. No hay otra manera de decir esto está bien y esto está mal.

Las certezas racionales sobre esa concepción antropológica y su desarrollo ético son a la medida humana, pero siempre le reconoceremos al otro ser honestos en nuestra palabra y se lo exigimos en la suya. Podemos equivocarnos, pero dialogamos desde la convicción de buscar la verdad y no mentir. O sea que quien diga, defiendo lo que “me da la gana”, no aporta nada en antropología ni en ética. La ética es principios y procedimiento argumentativo. Nos podemos perder en cualquiera de los dos polos: por pragmáticos (solo vale lo eficaz), por irracionales (filosofar es alienarse), por fe (Dios nos lo da todo resuelto y para todos), por elitismo (el que sabe de algo que hable), por egoísmo (es bueno lo que me beneficia, allá cada cual), etc.

En la experiencia refleja de una sociedad sobre este personalismo solidario, los ciudadanos vamos a coincidir o discrepar sobre algunos derechos humanos, pero debemos seguir hablando con honestidad intelectual y moral. Y es que no queremos engañar a nadie para llevarlo al bien, ni obligar a nadie contra su conciencia. Por eso, aquí viene la ley, justa se quiere, pero que no garantiza lograr lo bueno a la medida de la moral de todos. La ley es otro plano. Hay varios: el de la ciencia, el de la filosofía, el de la moral, el de la religión, el de la ley.

La ley realizará el bien posible en cada caso, obedecerá a valores compartidos, ¡no es incrédula moralmente!, buscará fórmulas que aseguren no equivocarnos contra la dignidad fundamental de nadie, y, sobre todo, de las minorías más frágiles, y, si la discusión moral es máxima en la sociedad, al cabo dirá: esto es legal y esto ilegal; me atengo al parecer más compartido de la sociedad plural de la que emano como ley. El debate moral, con todo, sigue abierto en el juego democrático que es el que puede resolver una regulación futura que a todos nos obligue. Pero la ley vale. Luego, vienen las maldades de cada parte.



Tan clarificador, para mí, es este proceso, que la moral de máximos de la religión recorre este camino de la moral civil compartida como mediación histórica propia, ¡sin abandonar su argumentación racional, nuestra también!, y postula algunas precisiones “morales”, ¡no tantas!, peculiares, que la razón humana a la luz de la fe religiosa cree y argumenta como mejor interpretación de esos derechos y deberes en discusión sobre la persona.

Pero en ese argumentar creyente, de la razón iluminada por la fe, ella sabe que incorpora una vía de conocimiento “moral” que no puede hacerle abandonar el razonamiento común a los humanos, ¡siempre y todos somos humanos!, sino reconocer honestamente que está añadiendo una luz que solo en la fe es creíble y que, como tal, las certezas morales absolutas que de ahí se deriven, o su interpretación peculiar, son dignas de ser contadas a todos pero obligan directamente a los que participan de esa fe.

Más aún, es legítimo postular esas certezas morales para todos como mejores, y contar por qué, si bien esto deberá verificarse, finalmente, en el espacio de la razón común, la que apela a una concepción filosófica del ser humano. Por eso insiste tanto el catolicismo, por ejemplo, en las razones de antropología común al defender un no a la eutanasia o al aborto.

Defiende que lo puede ver cualquiera que se empeñe en mirar al ser humano con la simple razón y que, por tanto, el decir “yo no soy de las iglesias”, es una huida por la tangente. ¿La salida? El cristianismo tiene que romperse la cabeza por dar cuenta razonable de su visión del ser humano como personalismo solidario. Nadie debería despreciar la aportación creyente, si bien su peso final viene por la argumentación ética, la de la razón filosófica compartida. Esta es una exigencia muy razonable y necesaria hoy.

Y al contrario, nadie por tener fe queda desautorizado al hablar sobre la visión común y laica de la vida. Sería otra barbaridad. Las dos son una inmoralidad en el procedimiento y la pretensión. Es lo que suele ocurrir en cada gran debate público, que nace viciado porque no respetamos el lugar común, de todos y para todos, del razonar desde una concepción del ser humano con igual obligación y dignidad racional. Hay que resolver la aportación de la fe y de la razón de un modo que no ofenda a la igual dignidad en el conocimiento moral de todos los ciudadanos. Y no damos con el modo, porque el resultado político y social buscado por cada parte prima sobre el antropológico y moral.

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