El Espíritu de Pentecostés

La gran Pascua del Espíritu Santo culmina un tiempo espectacular en el que Dios se hace presente, primero como uno de nosotros para después regalarnos su Espíritu que nos ha sido revelado en comunión con el Padre providente. Tres personas de un mismo Dios amor que se hacen presencia transformadora cuando vivimos de una determinada manera pero nunca a través de los razonamientos.

La iconografía no ha estado nada afortunada con el Espíritu Santo: una paloma o, peor aún, “el ojo que todo lo ve” dentro de un triángulo equilátero. Pobres imágenes para describir una realidad de Alguien que nos desborda por completo, y que fue el gran protagonista de la transformación de los discípulos en aquél día de Pentecostés (por aquello de que se celebra el quincuagésimo día desde la Pascua de Resurrección).

Anteriormente, Jesús lo había recibido en su bautismo del Jordán con el Padre como protagonista principal. Así es como el Espíritu se presenta en la historia de la salvación aunque siempre ha estado ahí, insuflando amor en forma de fortaleza, paz, alegría, tolerancia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre, y dominio de sí mismo, como proclama San Pablo en su carta a los Gálatas. Su presencia en inversamente proporcional a su popularidad; yo me atrevo a decir que el Espíritu Santo es el gran desconocido, en buena parte por esa incapacidad que tenemos para imaginarlo desde categorías antropomórficas y ontológicas diferenciadoras tan del gusto de los griegos de aquellos primeros años de cristianismo.

Se nos ha regalado la experiencia del Espíritu, presente en toda la historia de la salvación y especialmente en el evangelio de Juan y los Hechos de los Apóstoles. Más tarde, San Ambrosio y Santo Tomás de Aquino dieron forma a los dones del Espíritu haciendo del cristiano una persona rica en virtudes y frutos que se resumen en el don de ver con los ojos de Dios y actuar en consecuencia. Y nadie como San Juan de la Cruz ha sabido evocarle.

Toda la historia de la salvación está atravesada por la gran corriente del Espíritu de Dios que se impregna en nosotros. Es la fuerza del amor en la historia que actúa en un mundo que no puede redimirse ni humanizarse por decreto, por muy católico que sea. Un mundo necesitado de sentido pleno y total y cuya manifestación se nos revelará en toda su plenitud solo cuando pasemos al otro lado del muro.
Hasta entonces, es hora de actuar en el tiempo en que nos ha tocado vivir para transformarlo en otro Pentecostés, más allá de una fecha concreta, invocando que nos dé esperanza y fuerzas ante la gran conversión eclesial que tenemos pendiente sobre todo en los países ricos para cambiar la actual imagen de Dios, demasiado difuminado entre tanto materialismo indiferente. Aquellos primeros seguidores se distinguían a la legua por sus hechos; en ellos habitaba con fuerza el Espíritu Santo y no se detenían ante las enormes dificultades que surgían de su compromiso por la implantación del Reino. Aquí estamos hoy muy lejos de aquello.

Ante nuestra cojera religiosa con el Espíritu, quiero acabar esta reflexión como oración estimulante que Xabier Pikaza traza sobre la Tercera Persona de la Trinidad: El Espíritu pertenece a la intimidad de Dios, no es cosa de Ley sino Dios regalo que nos hace vivir gratuitamente en su presencia sin imponerla a la fuerza. Es poder y presencia del Reino, no solo promesa de futuro sino experiencia actual de perdón y acogida gratuita, es amor creador, amor ofrecido a todos los humanos sin distinción de raza o pueblo, no como globalización impuesta a favor o desde los prepotentes del sistema. No es un don que Dios nos da, sino Dios mismo que es don y espera nuestra respuesta.
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