La cruz y el crucificado

He querido tratar este tema fuera del contexto de la Semana Santa e incluso de la Cuaresma. La razón es que la cruz y el crucificado se han quedado demasiado centrados en dicho tiempo litúrgico y me parecía que esta reflexión debería tratarse en el tiempo ordinario, es decir, en el día a día de la vida del cristiano.

Aquí estamos acostumbrados a referirnos indistintamente al crucificado y a la cruz para expresar lo mismo. Lo hacemos en la liturgia y en la manifestación pública de nuestra fe. De hecho, la cruz es el signo por el que nos reconocen como seguidores de Cristo. La cruz y el crucificado, en fin, los empleamos como sinónimos cuando no deberían serlo. No es en el madero donde ponemos nuestro corazón y nuestra fe sino en Jesús que por amor acabó colgado en él. Su persona es quien nos atrae, como dice Juan: cuando yo sea elevado de la tierra, atraeré a todos sobre mí (Jn 12, 32) dando entender de qué muerte iba a morir.

La cruz es signo de muerte, efectivamente, pero también fuente de muchos equívocos sobre el sufrimiento cristiano. Dios no quiere sufrir ni que suframos. Murió contra su voluntad, asesinado por mantenerse en su denuncia profética contra quienes impedía la explosión de su Reino de amor para todos. Su sufrimiento fue la consecuencia no querida del lado más oscuro del ser humano al que respetó en su libertad. Jesús lo que predicó y vivió fue la alegría, la solidaridad, el amor; nunca buscó el sufrimiento como una bendición; al contrario, se dedicó en cuerpo y alma a salvar del sufrimiento a los demás, aunque se sintieran extraños a su mensaje y estilo de vida. Lo mataron por su exaltación radical del amor, donde no cabía exaltación alguna de la cruz que devaluase su mensaje. Sin embargo, hemos interpretando a menudo la exaltación del sufrimiento como algo central en su mensaje.

Salva el crucificado en un madero y lo hace con su amor. El madero es santo por el personaje al que se clavó en él. Curiosamente, los protestantes en cambio, no entienden la exaltación del crucificado si Jesús ya ha resucitado. Pero esta es otra discusión.

Cuando el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dictaminó en Estrasburgo que la presencia de un crucifijo en las aulas era una violación de los derechos humanos (2009), no rechazaron la cruz. Lo que rechazaron fue al crucificado. Podrán quitarlo de aulas y lugares públicos pero nadie rechaza o se abraza a un madero. No, no es la cruz, es el crucificado. Él es quien nos sigue invitando a remar con audacia hacia el amor que, en definitiva, supone crecer en plenitud humana, apostando por el bien sobre el mal, la verdad sobre la mentira, la solidaridad frente a la indiferencia egoísta. Nada que ver con la exaltación dolorista.

Esto tiene una segunda consecuencia cuando pasamos de puntillas por la causa de la muerte de Jesús mientras nos centramos en su dolor, que no fue querido sino aceptado por amor, que es cosa bien diferente. A los católicos no nos sale decir que el Maestro fue asesinado, quizá por las preguntas molestas que acarrean frases contundentes como esta.

La vida cristiana es un largo aprendizaje para centrarnos en Cristo crucificado y en lo que significa la Salvación como liberación de las cadenas que atrapan lo mejor del ser humano, siguiendo siempre la senda del evangelio que, como todo el mundo sabe, significa buena noticia; misericordia quiere Dios, no otros sacrificios. La Semana Santa, la Cuaresma y toda la vida del cristiano, están marcadas por el crucificado, pero desde la experiencia del Resucitado.
Esta es nuestra verdadera fe.
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