Entre el sufrimiento y la plenitud

La Semana Santa es un pequeño caleidoscopio de la realidad humana. El Triduo Pascual nos habla de amor, de dolor y del sentido de la Vida Plena. Vivir es un camino que nadie puede recorrerlo por otra persona; todo lo más, podemos acompañarnos y ayudarnos mutuamente para ser la mejor posibilidad de cada uno.

Escribo en la mañana del Sábado Santo y lo que me sale de dentro es compartir una sabia actitud para el camino: la manera de responder al mal es aumentar nuestro amor como la mejor forma de combatir el sufrimiento personal. Centrarse en aliviar las cruces de los demás, el sufrimiento ajeno. Amar transforma al que ama en lo mejor de sí mismo.

Venimos de una Cuaresma de 40 días, pero nos encaminamos a una Pascua de 50 días, un claro signo de lo que resulta principal en nuestra fe. El Espíritu nos impulsa ya con su aliento al ejercicio más liberador de nuestro sufrimiento. El Nuevo Testamento se refiere al amor en el sentido de ágape, un término griego que va más allá del amor-afecto y más lejos todavía que el amor-fraternal. Ágape sería el sinónimo del amor incondicional al margen de los méritos o afectos del otro. Buscar el bien del otro y la otra es la opción más radical y la más sanadora que puede realizar el ser humano.

Amar y ser amados: la base auténtica de la felicidad. Esto no es cosa solo de la religión sino de las ciencias que estudian el comportamiento, cuando afirman que las veces que no orientamos nuestro interior hacia la solidaridad y la generosidad, torpedeamos nuestra capacidad de sentirnos plenamente humanos. No siempre podré controlar los sentimientos hacia los demás pero normalmente podré trabajar mi interior para ser honrado, paciente, respetuoso, aunque los demás no se comporten como debieran. Así es el amor liberador y alegre de Jesús: apostar por abrirse al riesgo de una nueva manera de ver, de comprender y de actuar. Que no siempre el dolor viene sin anunciarse: demasiadas veces lo traemos nosotros.

La actitud de amar se aprende en la entrega en medio de dolores y contrariedades. Amar solo se da como experiencia en la entrega personal. Es la valentía de comprender al otro, de ayudar a realizar su existencia, aceptándole. Es la paradoja de la cruz que se convierte en gozo, ya aquí, en este mundo. La felicidad es amor.

La dicotomía de practicar la virtud para hallar la felicidad o ser feliz para alcanzar la virtud (los principios estoicos y epicúreos) está superada por el proyecto del Dios-Amor como el centro de la felicidad liberadora del ser humano, sin que podamos soslayar al dolor como compañero de ruta. Pero solo el amor puede retar al dolor y al temor.

Amar tiene otra vertiente más oculta e igual de necesaria para alejarnos del sufrimiento: eliminar de nosotros aquello que nos impide amar a los demás y a los otros amarnos. Desear sin reservas la felicidad para los demás, aflora lo mejor de lo más íntimo de cada uno. Es una manera de querer comportarse, una manera de ser. No olvidemos que solemos cosechar lo que hemos sembrado.

Ignacio Larrañaga nos cuenta como lo podemos hacer: cada vez que alguien te haga sufrir, retírate, concéntrate en él y le envías fuego de amor, ámale incondicionalmente, sin hacer caso del amor herido. En lugar de enviarle ondas agresivas (que sólo dañan al emisor) inúndale de dulzura mentalmente, llénale de cariño, ámale incansablemente. Todo esto resulta chocante, como casi todo lo que  propugna Jesús… ¿Pero no son desconcertantes las Bienaventuranzas? ¿No es todo esto el fundamento de la Pascua de Resurrección?

REFLEXIÓN ORACIONAL

La vida sin amor te hace indiferente

La justicia sin amor te hace duro

La inteligencia sin amor te hace cruel

La amabilidad sin amor te hace hipócrita

La fe sin amor te hace fanático

La agudeza sin amor te hace agresivo

La evangelización sin amor te hace falso

La amistad sin amor te hace interesado

La ambición sin amor te hace injusto

La responsabilidad sin amor te hace implacable

Volver arriba