La utopía cristiana

En este tercer domingo de Adviento se nos presenta otra oportunidad para la verdadera esperanza. Las lecturas hablan de salvación, de que Dios viene a salvarnos (Isaías), de nuestra necesidad de pedir a Dios que nos salve (salmo), de que debemos tener la actitud adecuada para experimentar la salvación (Santiago) y, finalmente, de que Jesús es realmente el Mesías, el salvador que tenía que venir al mundo. Merece la pena esperar, la esperanza es una virtud teologal.

Las pruebas de la presencia del amor de Cristo al mundo, son portentosas: el sol sale todos los días para buenos y malos, sin escatimar belleza ni prodigalidad en función de nuestras conductas: el regalo de las estaciones, las cosechas, las mareas, la lluvia y el sol, los paisajes, la belleza de la naturaleza tanto en los desiertos como en las montañas nevadas, los valles o los paisajes marinos; la creación entera. Cosa diferente es como estamos preparados para la salvación, para la contemplación, para la aceptación de que Dios debe ser bueno con todos, no solo con algunos, nosotros incluidos, claro.

Él está con nosotros hasta el final de los días, la salvación es constante, a caballo siempre entre nuestra libertad y su amor setenta veces siete. Ahora que se cumplen 500 años del neologismo Utopía de Tomás Moro, recordemos que su obra del mismo nombre fue mucho más que la puerta abierta a un nuevo género literario. Fue una propuesta de sociedad ideal, de un lugar perfecto aunque inexistente todavía pero que cree en una sociedad mejor que la existente y aspira a terminar con las arbitrariedades del poder y las enormes diferencias y divisiones sociales estatutarias.

Un “lugar que no existe” o “que no puede ser”; pero que señala “algo que todavía no es”, por tanto no imposible que ocurra ante el anhelo de felicidad plena que anida el corazón humano. Lo que hace Tomás Moro es abrirnos a una esperanza posible que seduce en cualquier tiempo porque se puede ver como una vivencia anticipada de plenitud. Es como un horizonte que da sentido al presente, aquí y ahora, un imán que nos atrae, una lejanía próxima, real. Es lo que todavía no es, no lo que no puede ser, si mantenemos una disposición interior a diario para alejar el fatalismo pasivo. El futuro es el fin y el presente es el medio.

Pensemos en la utopía que interpreta el presente desde un futuro deseable que no sabemos pero con el que contamos. No estamos ante algo imposible o ilusorio, sino ante una realidad que se puede crear a base de tiempo y trabajo, día tras día, a veces por caminos llenos de dificultad. Tener fe en una utopía concreta impulsa a la acción y refuerza esa creencia. Cierto es que la historia está llena de movimientos utópicos llenos de odio y sangre en nombre de ideales que pretendían una sociedad perfecta, consecuencia de haber caído en el principal peligro utópico: aceptar la deshumanización en sus medios y/o en sus fines.

Como contrapunto, ahí queda la historia de las utopías que ya se han conseguido: los muchos avances espectaculares de la Humanidad gestados en el seno de utopías que partían de situaciones presentes con escenarios futuros aparentemente imposibles. Personas como María de Nazareth, Gandhi, M. Luther King, Mandela o Teresa de Jesús (vaya biografía), en su aceptación del Misterio, y otras muchas que demuestran cada día que, por imposible que pueda parecer una postura utópica, cuando alguien se atreve a vivirla radicalmente desde el sentido que aquí le damos, puede lograr resultados extraordinarios.

Tomás Moro se esforzó por vivir la utopía del Evangelio; quiso comprometerse con su ejemplo por encima de las amenazas del poderoso de turno. La coherencia en su fe utópica le ayudó en sus amargos últimos años; primero le costó su prestigio político y personal y después, la vida. Pero quedó el fruto de su ejemplo y el fino sentido del humor del que hizo gala incluso al subir las escaleras del patíbulo.

Pero sin libertad al servicio del amor no hay verdadera humanidad, no hay sitio para la mejor utopía de todas: la experiencia del amor de Dios entre nosotros, gracias a otro regalo maravilloso a los que nos denominamos sus discípulos: hemos sido investidos como los anunciadores de esta Buena Noticia porque ¡somos sus manos! Son los hechos los que proclama este domingo de Adviento.
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