Amar la soledad… ¿y los desprecios?

Me acuerdo del profesor D. Luis Gómez. Solía decir: Cada día amo y aprecio más la soledad. Y, sin embargo, ¡cuántas veces constituye una tortura para muchos! Los santos la han amado. La soledad es para encontrarse con Dios. Para sacar fuerza de ella. En medio de la agitación de la vida, siempre debiéramos nosotros escaparnos a ese fondo de nuestro corazón, a esa celda interior del alma, a ese sagrario viviente, para adorar durante unos momentos a Dios, la parte de nuestra herencia. Esa soledad sería rica y provechosa.

Horas felices podemos pasar en una soledad espiritual. Tal vez ayudados de un libro subrayado; tal vez escribiendo algunos pensamientos... ¡Qué bueno dedicar algunos ratos libres a esta soledad más intensa! El Domingo, el día del Señor, es un día a propósito. Debiéramos sacar todas las semanas algún rato para esta soledad íntima con Dios. Es el momento también de ir colocando en manos del Padre tantos y tantos proyectos; tantos amigos y familiares a quienes amamos, tantas necesidades de nuestro apostolado y de la Iglesia entera.

El tiempo pasa con una rapidez enorme. Y desearemos que pronto llegue otro rato la semana siguiente o antes. A veces no comprendo que los santos desearan ser despreciados. Tal vez lo hayamos comentado. Sí comprendo que cuando llegue un desprecio, lo debo aprovechar, como medicina providencial enviada por Dios, para sanar mi orgullo. Si mantenemos nuestra atención puesta en Dios continuamente, ¿qué más nos da el desprecio de un mortal? Es como si uno, millonario por azar, se quejara del frío o del calor o de algún mosquito impertinente.

Verse sin aprecio, sin dinero, incluso sin fama ¿qué más nos va a importar? Esa es la pobreza de espíritu comentada por Jesús.

José María Lorenzo Amelibia  

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