El apóstol de los leprosos
Enfermos y Debilidad
| José María Lorenzo Amelibia
El apóstol de los leprosos

Llenos de celo y de amor por el enfermo
En los años cuarenta todavía la lepra era una enfermedad incurable. Recuerdo que en la catequesis nos explicaban el heroísmo de una maestra joven, comparable con el Padre Damián, porque marchó a la leprosería de Fontilles.
Y ¡cuánto han tardado en beatificar a aquel hombre de Dios! Fue estrella luminosa para nuestra juventud de la primera mitad del siglo XX; modelo de vida consagrada a los enfermos. A los cuarenta y nueve años entregaba su alma al Señor y pocas semanas antes pronunciaba estas palabras: “Sin la presencia continua del Divino Maestro en el altar de mis pobres capillas, jamás hubiera podido perseverar compartiendo mi destino con los leprosos. Por ser la santa Comunión el pan de todos los días del sacerdote, me siento feliz”.
Es preciso insistir entre sanos y enfermos en la felicidad de la Eucaristía. A veces me da la impresión de que para muchos creyentes y practicantes se ha convertido en una rutina. Y la comunión del Señor Jesús vivo, el amigo, el Amor de los Amores, el Pan de los Fuertes, es la gran felicidad en medio de nuestras pruebas. ¡Señor, aumenta nuestra fe eucarística! ¡Para el padre Damián, misionero y leproso entre los leprosos, la gran felicidad!
Tuvieron que ser durísimos los primeros meses del padre Damián en aquella doble isla porque, dentro de la lejanía de todas las naciones, todavía recluyeron más a aquellos enfermos en una playa con muros casi inexpugnables a sus lados. Nadie podía salir de allí. El sacerdote heroico hubo de convivir hasta el fin de sus días entre dos terribles realidades: la soledad y la lepra. Ni siquiera sintió la compañía de un amigo sacerdote con quien poder confesar sus faltas ni desahogar sus preocupaciones.
Cuatro años antes de morir escribía: “No sé bien en qué acabará todo esto. Me resigno, sin embargo, en la divina Providencia y encuentro mi consuelo en el único compañero que no me abandona, quiero decir en el divino Salvador de la Santa Eucaristía. Al pie del Altar es donde me confieso a menudo y busco alivio a mis penas interiores, delante de Él, así como ante la imagen de nuestra santa Madre la Virgen oro a veces entre murmullos, suplicando la conservación de mi salud”.
Y durante un poco más de tiempo le fue concedida esta gracia a favor de los leprosos. Un día subió al púlpito y dijo con énfasis lleno de emoción: “Ahora de verdad puedo decir: “Nosotros los leprosos”". El héroe de la caridad compartía la suerte de aquellos marginados.
Quisiera mirarme, cuando llegue la prueba, en el espejo del padre Damián. Y que su testimonio lleno de fe y de amor total a la Eucaristía y a los enfermos nos sirva de estímulo en este caminar hacia Dios.
José María Lorenzo Amelibia
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