Mi vida espiritual centrada en la Eucaristía

Espiritualidad

Mi vida espiritual centrada en la Eucaristía

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Sea la Eucaristía nuestro centro

            Mi vida espiritual ha estado siempre centrada, desde la infancia, en torno a la Eucaristía. La primera Comunión supuso el gran paso. Mi fe entonces era sencilla, de niño. Ni se me ocurría la menor duda. Cristo lo prometió; Él quiso quedarse con nosotros; allí está. Aquellos ojos amigos que veía en la Hostia Consagrada, expuesta solemnemente en la Custodia, me cautivaron. Pronto me di cuenta de mi fantasía ingenua, mas quedó en mi alma el embeleso sereno de la Eucaristía, siempre viva, siempre quieta.

             “Dios de amor, blanco pan: te adoramos con fe; para siempre serás nuestro Dios, nuestro Rey”. ¡Cómo iba penetrando hasta lo íntimo de mi ser la presencia real de Jesús hecho alimento y compañía!

“En la cruz se escondía la divinidad, mas aquí se oculta hasta la humanidad”.

            Es para mí tan cardinal el dogma de la Eucaristía, en su triple vertiente de celebración, comunión y presencia real, que el credo protestante me resulta absurdo y triste. ¡Templos sin un Sagrario amigo! Y cuando advierto sacerdotes católicos que no aprecian la reserva de Jesús – Hostia, cierran las iglesias fuera de las horas de culto, pretenden que ha habido un exceso en la praxis eclesial en torno a la reserva de este Sacramento, se me hiela el corazón, tiembla mi profunda esencia cristiana.

            Evoco mis años de niñez. Veo a aquel sacerdote bueno, don Alejandro Zuza, junto a los primeros bancos de niños en Misa de ocho. Él nos enseñaba a prepararnos y a dar gracias después de la comunión. Él organizaba los “Jueves Eucarísticos”. Todavía resuenan en mis oídos las palabras: “Sagrario bendito donde se esconde la plenitud de nuestro Amor, a Ti volarán los encendidos afectos de nuestro corazón. Desde el retiro de nuestras casas volarán hacia Ti nuestras miradas, y desde ellas enviaremos fervientes actos de amor que lleguen hasta el corazón de nuestro amado”.

            Aquella catequista, que en las largas noches del invierno estellés, nos calentaba con el amor a la Eucaristía... - ¡qué llena tenía que estar de amor! -  Y nos contaba ejemplos de misiones, del niño Gopal que murió junto al Sagrario. “No os olvidéis ni un solo día de la Misa, Comunión y Visita! ¡Cuánto bien hizo a los niños doña Margarita!

             Jesús, el amigo permanente, cercano. No se contenta con ser alimento cuando nos acercamos a Él durante la gran liturgia. Ha de quedar siempre junto a nosotros, fiel, humilde, eficaz, en todos los Sagrarios del mundo.

            Mis visitas infantiles eran breves, pero conscientes.

            Llegó el túnel de la adolescencia y brotó la luz en una tarde serena de verano en la parroquia de San Juan de Laguardia. Fue una gracia extraordinaria una conversión súbita, tal vez el hecho más importante de mi existencia. Desde entonces quedó sellada con carácter irrevocable mi amistad con Jesús – Eucaristía. Nadie ya podrá separarnos.

            Horas largas de Sagrario; horas de amistad inconfundible. Veladas calientes en templos sin calor material. Sagrarios inolvidables: el de la parroquia de Estella, el del santuario del Puy, todos los de aquella ciudad. Recuerdo sobre todo el convento de Recoletas en días de Navidad. Ambiente exterior de frío y nieve. Yo no acudía en las primeras horas de la tarde a jugar a las cartas en el recinto tibio de los bares. Mi partida era con Jesús en el reclinatorio del convento, hasta formar callos en mis rodillas; una hora y más todos los días. Tiempo de amor que volaba raudo. Intimidad confiada y alegre. Frío en el cuerpo, paliado con un gabán gris... centenares de grados de amor caliente en mi corazón.  Para el que ama de verdad no existe clima hostil. ¡Te quiero, Señor; ¡más cerca de Ti, Cristo mío! Tú eres mi amigo permanente; mi amigo fiel. Amigo seguro de fe; amigo entero de esperanza. Dicen que la fe es oscura. Mas existen momentos en que aparece deslumbrante de luz. Nadie me separará de Ti. Confío.

            Me dio pena el diácono que un día me ofreció la comunión con ademán desgarbado. Angustia me inspiraba el canónigo que apoyaba la custodia sobre el vientre en ángulo obtuso. Pena me dan las comuniones, hechas con distracción alborotada. Compasión, el sacerdote que metía en el bolsillo del pantalón la cajita con la Eucaristía. ¡Qué fácil resulta acostumbrarse a las cosas divinas! ¡Triste la rutina de la fe!

 José María Lorenzo Amelibia  

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José María Lorenzo Amelibia 

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