Ha muerto un sabio

Esta mañana, al abrir el portal de Periodista Digital me sorprendía la noticia de la muerte de D. Eduardo Primo Yúfera. Hace dos días me había escrito su hermana explicándome sobre su precario estado de salud. D. Eduardo esperaba con paciencia al Señor, y con la humildad que vivió, y en silencio, se marchó.

Conocí a D. Eduardo en el año 1989 en el aeropuerto de Manises, hacía unos meses había recibido el Premio Nacional de Investigación Tecnológica "Torres Quevedo". Venía a esperar a su hermana que regresaba de visitar, en su carácter de priora Federal de las Monjas Dominicas, las comunidades de Argentina y Chile. Me impresionó la humildad, sencillez e interés por todo que manifestó, y su gran cariño hacia su hermana.

Aquellos que frecuentaban sus aulas, o que le tenían como “Maestro”, director de tesis, o persona de consulta, manifestaban que encontraban en él un referente intelectual, un hombre de una paciencia infinita con un gran afán de enseñar y de acompañar a que el otro encontrara la verdad, investigara con rigor y llegara a conclusiones fiables. Además, se interesaba por la persona y su bienestar integral.

Don Eduardo era un hombre de una fe muy arraigada, fe que recibió de sus padres y que cultivó a lo largo de sus años. Los reconocimientos recibidos, la preponderancia de su figura científica y de su talla intelectual, lejos de alejarlo de esta dimensión espiritual, le adentro en el misterio, al que sin ningún rubor adoraba y del que vivía. En una oportunidad leí un artículos suyo sobre la eucaristía, en la que el sabio, el intelectual, el doctor, el hombre de ciencias, se arrodillaba ante el misterio e invitaba a adorar. Me impresionó.

No tuvo una vida fácil. Siendo muy joven, asesinaron a su padre en la contienda que estallaba en España, y tuvo que ayudar a su madre a sacar adelante a sus dos hermanos: Don Mario, sacerdote, que murió muy joven a causa de un cáncer fulminante, y Sor Ana María, dominica Contemplativa. Combinó sus estudios con el trabajo y no cejó en sus responsabilidades de hijo, de trabajador y de estudiante.

Don Eduardo era un hombre de paz y de reconciliación, un cristiano coherente. Sin duda la fe de su madre gestó su temple e imprimió un sello propio. Muchas veces recuerdo que Sor Ana María nos explicaba que su madre sabía quien había asesinado a su marido, y que silenciosamente hacía decir misas en sufragio de su alma cuando supo que había muerto. Ante hechos como este, las palabras sobran

Esta tarde recibí un mensaje de Sor Ana María en el que me decía: “Era un sabio, pero sobre todo un santo. Ya está glorificado. Yo sabía que los mártires lo recibirían en el cielo, con mi padre a la cabeza… Ha sufrido mucho”.

Sin duda, D. Eduardo será recordado por su obra científica, pero no menos por su compromiso cristiano.

Que descanse en paz, quien fue un constructor de la paz y un gran defensor de la vida.

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