#sentipensares2025 Una mirada de la teología feminista sobre la protesta de la “Generación Z”

Una mirada de la teología feminista sobre la protesta de la “Generación Z”
Una mirada de la teología feminista sobre la protesta de la “Generación Z”

Pasé buena parte de la mañana viendo noticias sobre la marcha “convocada” —entre comillas— por la llamada generación Z. Mientras repasaba las imágenes y los videos, mi interés se concentró en identificar a quienes, desde su fe, exigen un alto a la violencia, como todas y todos anhelamos, independientemente de nuestras creencias.


Sin embargo, las imágenes de mis propias hermanas en la fe me dejaron consternada. ¿Estamos hablando del mismo Jesús? Ese hombre al que seguimos; el que murió en una cruz sin maldecir; el que dejó huellas de compasión y dignidad que, años después, discípulas y discípulos plasmaron en los evangelios.
El Jesús que yo sigo es liberador, es compasivo, y uno de sus mensajes centrales es la paz: “La paz les dejo, mi paz les doy; no se la doy como la da el mundo” (Jn 14,27).


Mientras meditaba en cómo el Evangelio nos enseña a compartir esa paz —la misma que recibimos y ofrecemos en la liturgia— un video me estremeció. Comprendí entonces que estamos frente a interpretaciones radicalmente distintas del mensaje de Jesús.


En el video, unas mujeres —etiquetadas de manera despectiva por quien grabó como “las señoras de las Lomas”, seguramente por su vestimenta elegante y el hecho de ir vestidas de blanco— avanzaban con recipientes de agua bendita. Rociaban a los manifestantes, “bendecían” al bloque negro cuya misión declarada era la violencia: quemar, destruir, responder con rabia.


El agua bendita terminó esparcida sobre instrumentos de agresión: bombas molotov hechizas, mochilas con cadenas. Entonces recordé que estábamos ante dos concepciones de Iglesia profundamente opuestas.
Recordé una imagen histórica en El Salvador: mientras un obispo bendecía tanques de guerra como símbolo de legitimación de la violencia, San Óscar Romero, desde el púlpito, denunciaba las injusticias, exigía que no se asesinara a sus hermanos y hermanas del pueblo, y exhortaba a los soldados a deponer las armas y desobedecer a sus generales. Romero encarna la profecía que desvela el rostro del Evangelio: no la bendición de la violencia, sino la exigencia de justicia desde la compasión. Por este anuncio evangélico pagó con su vida, convirtiéndose en testigo de la coherencia entre palabra y acción.


Mi pensamiento me llevó también a El Salvador en tiempos recientes. Mientras ciertas voces religiosas buscaban legitimar respuestas de fuerza, la derecha logró imponerse electoralmente y hoy gobierna Nayib Bukele, un presidente acusado sistemáticamente de violaciones a los derechos humanos, que ha sometido a migrantes y opositores a condiciones de detención denunciadas por tortura y malos tratos. Por eso me estremecí aún más cuando vi el video de la mujer que, en perfecto inglés, pedía a Donald Trump venir a México a “salvarnos”, como si un liderazgo autoritario extranjero pudiera —o debiera— intervenir en la vida democrática de otro país.


Volví entonces al corazón del Evangelio. Lo mismo ocurrió con Jesús: lo mataron por su mensaje de paz. En un tiempo en que el pueblo judío, oprimido por el Imperio romano, esperaba un mesías armado, llegó uno que desarmaba el imaginario bélico y abría un camino distinto para construir justicia.
Y ese camino incluye no solo fines, sino métodos: la paz es inseparable de los modos evangélicos que la hacen posible.


En este punto recordé una enseñanza del Papa Francisco que ilumina profundamente nuestra realidad: “Cuando las víctimas de la violencia vencen la tentación de la venganza, se convierten en los protagonistas más creíbles en los procesos no violentos de construcción de la paz” (Mensaje para la 50ª Jornada Mundial de la Paz).
Jesús mismo vivió tiempos de violencia. Señaló que el verdadero campo de batalla entre la violencia y la paz es el corazón humano: “Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos” (Mc 7,21). Ante esta realidad, Jesús ofreció una respuesta sorprendentemente positiva: predicó sin descanso el amor incondicional de un Dios que acoge y perdona. Y cuando, la noche antes de morir, ordenó a Pedro envainar la espada (Mt 26,52), marcó el camino de la no violencia que Él mismo siguió hasta el final, hasta la cruz, donde “destruyó la enemistad” y construyó la verdadera paz (cf. Ef 2,14-16). Quien acoge la Buena Noticia reconoce también su propia violencia. Por eso es incompatible pretender seguir a Jesús mientras se bendicen instrumentos destinados al daño.


Canciones cristianas de liberación existen muchas; pero lo que escuché en otro video eran gritos de fanatismo. Entre “¡Viva Cristo Rey!” —eco directo del cristianismo— y porras a la Virgen de Guadalupe, irrumpía un “¡Muera morena!” cargado de odio.


Recordé entonces que sectores de esa misma clase social han exigido “mano dura” contra las feministas que llenamos de fotografías, nombres y demandas los espacios públicos para denunciar desaparecidas y feminicidios. Nos llaman “feminazis”. Y son las mismas que hoy esparcieron agua bendita sobre el bloque negro.


Frente a todo esto, resuena el Magníficat (Lc 1,46-55): la voz de una mujer, María, que proclama la inversión de los poderes, la caída de los soberbios, la dignidad de quienes fueron humilladas. Esa es la espiritualidad que nos nutre: no una fe que bendice armas ni violencias, sino la que anuncia que Dios derriba tronos injustos y exalta a quienes han sido descartadas.


En el marco de los Diálogos Nacionales por la Paz, impulsados por los obispos mexicanos junto con comunidades e instituciones sociales, resonó una bienaventuranza que atraviesa siglos y sigue exigiendonos coherencia: “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5,9). Este llamado forma parte de la Agenda Nacional por la Paz, propuesta por la Iglesia para responder a la violencia estructural: desapariciones, feminicidios, migración, desigualdad. Para mí, como teóloga feminista, es significativo que estos diálogos no solo convoquen a actores tradicionales, sino también a Claudia Sheinbaum, quien ha aceptado este espacio —con todas las limitaciones que implica— para dialogar y construir caminos desde la institucionalidad. Su participación sugiere algo profundo: que la fe puede empujar a la política hacia formas de paz coherentes con el Evangelio. Al trabajar por esa paz, no estamos ante pasividad ni neutralidad: es un acto espiritual y político, encarnado en quienes defienden las vidas más vulneradas.


A esa Iglesia pertenezco. Esa es la fe que defiendo. Y es desde ahí que miro con dolor y esperanza: dolor por el uso distorsionado de los símbolos cristianos; esperanza porque el Evangelio sigue siendo semilla de paz, aunque muchos quieran usar su nombre para lo contrario.

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