Homilia agradecida Vulnerabilidad y resurrección. Ana desde la puerta estrecha de la luz

No hace mucho hacíamos eco aquí de la reflexión sobre la vulnerabilidad que nos regalaba Ana en su proceso de dolor y camino hacia la muerte. Falleció a los pocos días de su testimonio. Un mes después la comunidad nos hemos vuelto a reunir en su recuerdo para seguir leyendo creyentemente su testimonio. Ha sido Paco Maya, responsable de la comunidad parroquial, quien nos ayudó a leer evangelicamente su proceso y recoger el testimonio de verdad y humildad que hemos recibido de ella en la vulnerabilidad. Testificó que Dios se sigue revelando y mostrando su rostro en personas muy cercanas a nosotros como ha sido la vida, el proceso y también la enfermedad y el modo de vivirla de nuestra hermana Ana.

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Celebro esta eucaristía con sentimientos colmados de gratitud por Ana. Nos ha testimoniado cómo asumir con serena esperanza la fragilidad, la enfermedad y la muerte. Entrar en contacto con nuestra vulnerabilidad requiere coraje, y ella supo tenerlo. Experimentó como la gracia de Dios se derramaba abundantemente sobre ella. Ha vivido estos meses de enfermedad agradeciendo al Dios de la vida su historia, su familia, sus amigos, su fe.  El dolor, la enfermedad y el sufrimiento nos brindan la oportunidad de dar lo mejor de nosotros mismos, de sacar a flote nuestros más grandes valores, y ella supo hacerlo.

En estos meses de enfermedad, cuando hablaba con ella no era yo quien le transmitía paz en la vivencia de su enfermedad, ella era quien hacía que me viniera con paz y gratitud al Dios amor, que se hace presente con su Espíritu para hacer que podamos vivir la debilidad con fortaleza.

Ana, nos ha dado la lección de cómo vivir sin pedir milagros ni hacerse la victima ante la dura situación que estaba viviendo. Aunque tuviera momentos inaguantables de dolor supo des-centrarse de ella misma, para poner como centro de su vida a Dios y a los otros, especialmente a su familia. Nosotros no elegimos lo que nos sucede, pero si podemos escoger qué hacer con aquello que nos sucede, y ella eligió vivir su enfermedad desde su fe y su amor a los hermanos.

La fe le llevo a afrontar, no sin dolor, el cáncer que le iba matando en una lucha que llevaba la de vencer. No se dio por vencida y luchaba buscando como vencerlo, aún a sabiendas del poderío de su enfermedad, pero, en todo este proceso, iba entendiendo que tras la cruz surge la bendita resurrección, capaz de dar sentido al sin sentido, y que le llevaba a vencer el miedo con la confianza.

Supo enseñarnos que junto a la vida (con minúscula) hay una VIDA (con mayúscula), que transversalmente recorre nuestra existencia, dando luz y esperanza a todos los acontecimientos de nuestra historia; una VIDA que nos lleva a vivir con felicidad, saboreando los pequeñas cosas que acontecen y que, a veces, pasan desapercibidas. Ella quería vivir las pequeñas cosas intensamente, saborear en medio de la enfermedad lo que le brindaba la misma vida. Por eso, sin fuerzas, quiso disfrutar yendo a Madrid para ver a su hijo en el circo, o venia, con su pañuelo puesto en la cabeza, para realizar la acogida de Cáritas, tratando de continuar su vida cotidiana con naturalidad.

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Lo propio del ser humano, en el decurso de su vida cotidiana, consiste en ocultar la vulnerabilidad. Tratamos de ocultar la vulnerabilidad y esquivar la situación límite. Olvidamos que todos tenemos que morir, que todos somos efímeros, que no lo podemos todo, que podemos caer, que nos pueden herir, que estamos a expensas de la desgracia que puede irrumpir en cualquier momento. Vivimos experiencia que nos sitúan, de pleno, en la conciencia de la vulnerabilidad. Y Ana fue tomando conciencia de su vulnerabilidad y como creyente buscó cómo situarse ante ella, y aprendió que la vulnerabilidad amada inaugura caminos de humanidad, haciendo que en el corazón de nuestra vida nos centramos no ya en nosotros, sino en los otros, especialmente en aquellos que son golpeados en la vida y están heridos. Ella, unida a Cristo, aprendió a vivir la vulnerabilidad no desde el rechazo, sino desde la acogida; no como una condena que socava la felicidad, sino una invitación al agradecimiento y al amor.

La enfermedad le iba minando, pero supo vivir con naturalidad lo que para nosotros parece imposible. Recuerdo aquella tarde, cuando hablaba por teléfono con ella, que me dijo con toda naturalidad: “Paco, ha llegado el momento de recibir el sacramento de la unción de enfermo. Se lo diré a Juan, y quedaremos contigo para ir a recibirlo en la parroquia”. Y con toda naturalidad y esperanza se presentaron al día siguiente ellos dos, con su hermana, para recibir el perdón de Dios y el sacramento de la unción de la salud y de la vida, que es el sacramento de la unción de enfermo. La ungí en el nombre del Señor, para que mantuviese viva la esperanza, sintiera la fortaleza del Espíritu para poder tolerar con paz el tránsito de la vida a la muerte, y experimentara que siempre la VIDA (con mayúscula) vence a la muerte.

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Ciertamente pasó por momentos de dudas, por la noche oscura del dolor, por el cansancio de la misma enfermedad, pero siempre estuvo acompañada con el amor de toda su familia. Gracias, Juan, hijos y familia, habéis sabido estar ahí acompañando con amor a Ana, le habéis mostrado vuestra ternura y cariño. Ahora estáis con el dolor y la soledad en el corazón, pero recordad lo que os dijo en su despedida: “creo en la resurrección y siempre estaré con vosotros”. Ella creía en la resurrección, aunque no podía saber cómo sería aquello, ya que nos transciende y no está en nuestras coordenadas de especio y tiempo. Pero estará con vosotros con su amor. Lo que permanece y nunca muere es el amor.

Comunitariamente damos hoy las gracias a Dios y a Ana porque una vez más hemos podido escuchar la voz de Dios a través de sus testigos.

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