Dios, naturaleza, hombre

Como nadie, los aldeanos saben que el hombre, como una planta, nace, crece y muere aceptan que así sea sin plantearse, sin oleaje de rencor ni pensando que un pesado fardo sea vivir, aunque sea un valle de lágrimas, sea Dios, el destino, la naturaleza, quién así lo quiere. Porque saben que la dicha es buena cosa y que la gloria con exceso, máxime inmerecida, es insolencia, agradecen el heroísmo de los valientes y la intercesión de los santos, sin alaracas. Saben que una llama de feliz augurio no puede borrar el temor de una feroz tormenta que pueda aniquilar las cosechas, mermar los rebaños y apagar el fuego de su hogar, y que es mejor olvidar las desgracias que vivir eternamente lamentando lo que no se puede remediar ni cambiar ni tan siquiera olvidar. Porque saben que todo tiene doble filo, no sacan las colchas a los balcones cuando oyen rumores de esquilas sino cuando las máscaras se acercan, ni recogen la colada cuando presienten tormenta sino cuando amenaza. Cuando una vida dura tanto, la rural es una vida colectiva, conoce momentos esplendorosos y funestos y casi nada la sorprende.

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