Ahogados que sacan a flote nuestras conciencias

¿Cuántos seres humanos deben ahogarse para que salga a flote nuestra conciencia? ¿Cuántos más han de morir para que hagamos algo? Más allá de las condenas de organismos internacionales, lo cierto es que la noticia conocida este fin de semana, como la del lunes pasado, como tantas otras, pasará a formar parte de la maldita hemeroteca que sazona nuestros desayunos. Y seguiremos sentándonos, como si nada, comiendo en la mesa de los ricos.
Ha llegado la hora -en realidad, se nos ha parado el reloj- de dejar de lado los buenos y efervescentes propósitos y lanzarnos a atajar, de una vez por todas, una problemática que, en el fondo, es una cuestión de barreras... y de mala suerte.
Barreras de sal, de acantilados, de muros de la vergüenza (bendita palabra para el mundo en que vivimos, malditos quienes provocan que salgan de nuestros labios), de leyes mordaza y vallas con pinchos y alambres electrificados. Mala suerte de nacer veinte kilómetros más al sur de la Tierra Prometida, y de ahogarse después de luchar contra la sed, el hambre, la injusticia y la maldad. Y contra la conciencia de los que, desde lo alto, bien secos y alimentados, lloramos -por hoy- su pérdida.